Después de una figura a tres, al paso de un trapecista, una de las picas vibró con violencia, y se hizo un repentino silencio: ¿quién la había tocado? Había sido Gandiulunas, que, con el brazo lleno de sangre, volvió a la banquina.
– ¿Desde cuándo -protestó otra vez el de antes- la habilidad de los comediantes determina un desenlace? ¿Hasta dónde tendremos que soportar tanta informalidad y tanta burla? ¿Hasta cuándo tendremos que maldecir los beneficios del renacimiento tecnológico?
– ¡El premio es un castigo, el castigo es un premio! -cantó el Trujamán al son de un fugado de las cuerdas en pizzicatto-, y cada cual canta en la medida de su sueño -timbales-; ¡atención, señores, al último avatar de la Reina Oscura! ¡La gallina pinta de perfil entre las rosas efesias!
Fei culminaba la exhibición; sujeta por las manos al portor Kiretres marcó fuet, recuperó con piernas abiertas y, con gran placer del público, las cerró en el último momento, justo al cruzar las picas armadas, las abrió de nuevo y volvió a la banquina.
– La Reina le dice adiós al Rey que la ha traicionado y se dispone a cambiar de dueño -modo mixolidio, ahora tan sólo el circunloquio de un armonio, y Fei, que bajo el vestido no llevaba sino sutileza de maquillajes metálicos, se restregó contra Gandiulunas, que la llenó de sangre-. ¡Un minuto que será una hora, y aquí no hay red! -lo rodeó como una serpiente, lo besó y volvió a la barra-, ¡jamás habrán visto a ninguna Reina reinando como ésta! ¿Quién dice a ninguna Reina? ¡A ninguna Diosa! ¿Quién dice a ninguna Diosa? ¡A ninguna Mujer!
– ¡Epanórtota de mierda! -gritó alguien desde las últimas filas del público-; ¿no tenemos ya bastante retórica con la Administración?
Fei saludó, y a Ígur le parecía poder respirar el latido, la sangre y el sudor; las medias y la semimáscara parecían desnudarla aún más, abierta a las suposiciones la exultante nobleza de tantos olores excitantes. Con la barra en las manos, se encaramó con un pie en cada hombro a Gandiulunas, y de allí se impulsó, marcó fuet y recuperó suspensión atrás; más impulso y concentración, Kiretres la espera en corvas, timbales y tensión, silencio hasta de respiraciones, y cuádruple salto mortal.
– ¡Viva la Reina! -gritó el público, mientras ella hacía triple pirueta levógira y volvía a la banquina.
– La Reina en Rosa, la Reina en Cruz -corearon todos un célebre vodevil, meciéndose hacia los lados abrazados en filas de diez o doce, y hasta la orquesta se sumó; en pleno paroxismo, Fei saludó y retomó la barra, en corvas se dejó deslizar hasta quedar colgada por los pies, lo que hizo gritar al público, porque parecía que caía de cabeza, marcó sirena-ballena, después diversos equilibrios con la cabeza en la barra, sin dejar de columpiarse, después puesta en pie y sin manos, y al final colgada por los talones. Ígur imaginó un instante a la concurrencia formada íntegramente por amantes de Fei.
Abajo, en el estrado, se desató el movimiento; un individuo saltó a la palestra y se enfrentó al Trujamán.
– Esto se ha acabado por hoy. Recoged todo ahora mismo.
Madame Conti acudió corriendo, seguida por el Duque y el Barón; a Ígur y a Mongrius les pareció más discreto no ir también, pero para no dejar dudas del partido que tomaban y de cuál era su disponibilidad, se quedaron de pie junto al estrado, con las manos en las empuñaduras de las armas.
– Estamos inmersos en la ortodoxia de la tragedia -dijo Madame Conti al intruso, que resultó ser un funcionario de la Hegemonía.
– De ninguna manera. El argumento se ha tergiversado, y además se les ha escapado de las manos.
– ¡Cuidado, que huye! -gritó alguien del público; efectivamente, Gandiulunas se había deslizado por la cuerda y corría hacia la salida.
– ¡Detenedlo! -gritó el funcionario, y el actor se encontró encañonado por todos lados.
– ¡Muerte a Gandiulunas! -gritó otro espectador saltando a la palestra, y fue rápidamente reducido por la Guardia. Fei y el otro actor continuaban cada cual en su banquina, esperando el desenlace del conflicto, y la Guardia devolvió a Gandiulunas al estrado; la orquesta se detuvo, y hubo unos instantes de desconcierto; el Duque Constanz se puso en pie, y al anunciar el funcionario que se acogía a su decisión, todas las miradas convergieron en él.
– ¿Cuál es el determinio? -preguntó, y el Trujamán se le dirigió en voz baja, agachándose desde el estrado.
– Es el Juego; Gandiulunas ha perdido -dijo con una voz grave muy diferente de la de la actuación; Ígur y Mongrius, que se encontraban cerca, pudieron oírlo. Al actor se le apreciaba más edad que en el escenario; las manos arrugadas y con artrosis. Ígur saltó.
– ¿Se aviene a morir? ¿Cómo puede ser?
El Duque y el Trujamán lo miraron.
– La Apotropía de Juegos no lo aceptará de otra forma -dijo el actor al noble; el público cada vez gritaba más.
– Adelante pues -dijo el Duque, y se volvió a sentar, haciéndole una señal a la Guardia, que indicó al portor la cuerda de ascenso a la banquina; en ese momento Gandiulunas se rebeló, y un espectador saltó a la palestra para ayudarlo; en pocos segundos fueron reducidos por los hombres armados, y quedaron ambos tumbados en el suelo a la espera de indicaciones.
– ¡Un momento! -gritó Ígur, en pie junto al estrado-; este hombre se ha ganado el derecho de vivir.
– ¿Qué haces? -le dijo Mongrius-; ¿te has vuelto loco?
– ¿Queréis sangre? -prosiguió Neblí, la mano en la empuñadura del arma-, ¡pues venid a por mí!
Todo el mundo había quedado paralizado; Mongrius le tiraba del codo.
– Siéntate ahora mismo, te estás buscando la perdición.
Ígur miró hacia arriba, anhelando la mirada tiunfal de Fei, que no se la escatimó desde la perspectiva más arrebatadora, en la banquina, una pierna avanzada de la otra, una mano en la cintura y la otra más alta en la cuerda, y todos sus atributos alineados, en conjunción como dirían los sabios, de entre tanta maravilla la lejanía de la sonrisa tan sólo el astro extremo, el final de la honda.
– ¡A mí no existe quién me pierda! ¡Si ha de haber muerte, que haya lucha, no un espectáculo de matadero!
Una furia irracional se apoderó de Ígur; en vista del Juego no paraba de preguntarse por qué había dejado vivir a Lamborga, ni dejaba de compararlo con Galatrai.
– ¡Fuera los contramoralistas! -gritó el público-. ¡Contra inventos, final canónico! -Y otros, batiendo palmas a coro-: ¡Ras! ¡A ras! ¡Más a ras! ¡A sangre a ras!
Los inciensos se estratificaban por colores y consistencias en el aire detenido, densas humaredas entorpecían la visión por un sitio, por otro enmascaraban la procedencia de un grito.
– ¿Qué es esta montaña de carne? -dijo Ígur, mirando a su alrededor-. ¿Es éste el porvenir del Imperio? ¡Me gustaría ver el más allá para auguraros la eternidad dentro de un cubo de mierda hasta las orejas!
El Duque se puso en pie de nuevo, esta vez con una sonrisa en la que la autoridad brillaba mejor que en las armas.
– Caballero Neblí, por la admiración que os profeso, agradezco profundamente vuestra inesperada y generosa contribución al espectáculo. Ahora os ruego -recalcó la expresión- que permitáis que los determinios continúen su curso, a menos -extendió los brazos y miró a su alrededor acentuando la sonrisa- que no nos queráis poner a todos bajo vuestra advocación.
Ígur vio algunas armas de los Guardias apuntándole lentamente, y pensó en la Capilla, en la Equemitía y en el Laberinto; el honor le llevaba a la muerte, y la única salvación era recurrir a la mala educación, pero cuando todo parecía perdido en su mente, sintió como si alguien con azules pupilas de terrible fulgor acudiera a calmar su furia con la promesa de futuras compensaciones, y se sentó no demasiado satisfecho de sí mismo, sin dejar de dudar del alcance real del peligro de la situación.
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