– Lamborga dice que necesito un protector si quiero sobrevivir -dijo Ígur.
– Tú y cualquiera que salga del fango informe. El Imperio no tolera términos medios significados; o no eres nadie, con lo cual no hay problema, o de tu piel dependen veinticuatro más, y entonces ya habrá quien te proteja. Lo que no puedes hacer es quedarte en medio.
Ígur inició una pendiente de reflexión vertiginosa: carácter, intereses… Cómo es que un hombre como Debrel no ha llegado más lejos en política, cuáles son los profundos obstáculos secretos de cada uno, los pequeños granos de arena que han varado engranajes poderosos, los azares terribles que han activado mecanismos imprevistos, donde, como solución, lo único seguro y constante es el encumbramiento no de los mejores, sino de los mediocres, de los lameculos y de los que no ponen reparos al trabajo sucio.
– Ya que vamos a ser socios en el Laberinto -dijo-, creo que debieras explicarte mejor.
– ¿Quieres saber por qué los anteriores aspirantes no me han venido a consultar? -dijo Debrel-. Porque soy un personaje maldito -hizo una pausa-; doblemente maldito porque tengo una información sin la cual la Entrada no es posible, y saben que ni con torturas ni con la bioquímica me la podrán arrancar.
– ¿No? ¿Por qué?
– Kim ya fue torturado después de Bracaberbría -dijo Guipria con gravedad.
Se hizo un silencio respetuoso, y Debrel esbozó un gesto de no querer hablar de eso.
– Quizá -dijo- Ígur lleve razón, debiéramos contarle las cosas con más detenimiento. -Se acomodó en el sofá-. Cuando se preparaba la expedición de Ajstor Beiorn a Bracaberbría (para ser precisos, se preparaban unas cuantas, igual que ahora, pero, puesto que sólo una triunfó, nos ceñiremos a ella), yo era el Primer Consultor del Anamnesor Imperial -Ígur apuntó un gesto interrogante y Debrel sonrió-; después te explicaré la función del Anamnesor. Hay que tener presente que entonces, a pesar de que los signos de colapso y decadencia eran va visibles en todas partes, Bracaberbría era la capital indiscutible del Imperio, incluida la residencia del Emperador y la partición física del territorio urbano, el más extenso de cuantos han existido jamás en el mundo, entre los Clanes más poderosos. Cuando Arktofilax salió del Laberinto y explicó los entresijos, aunque no todos, y, ciertamente, nada de lo que ocurrió allá dentro, y que, reducida una expedición de seis personas a un único superviviente, es aún uno de los grandes misterios de los últimos tiempos, se produjo una euforia iluminista dirigida al último Laberinto inexpugnado, el de Gorhgró, y se propuso una inmediata expedición: el Anamnesor fue uno de sus promotores principales, y todos olvidaron las inercias que modulan los movimientos del Imperio y los malos efectos secundarios que se derivan de forzarlos; el primero en ser consciente, o por lo menos eso parece en vista de su actitud, fue el propio Arktofilax, que eludió los honores y las propuestas políticas y económicas y acabó huyendo de la vida pública, pero los demás estaban metidos en una rueda de intereses múltiples que es la que, en realidad, prefiguró el mundo tal y como es hoy. El Emperador tenía algo menos de veinte años, y en los siete u ocho siguientes sufrió las muertes extrañas y mal explicadas de dos primogénitos, y se acentuaron las rivalidades dinásticas, en especial frente a los Clanes Áticos, el más poderoso de los cuales, los Astreos, estaba radicalmente en contra de una expedición inmediata al Laberinto de Gorhgró, que por aquel entonces era una ciudad mitad militar mitad museo de piedra, y que, en realidad, era su plaza fuerte -Ígur situó mentalmente todo lo que había oído acerca de los Astreos-, y alguien, a saber con qué fundamento objetivo, a saber con qué fondo de verdad, los acusó de formar parte de una conspiración contra el Emperador y su descendencia. Los Príncipes Astreos, y subsidiariamente los nobles, los políticos y los Caballeros, fueron obligados a hacer un juramento solemne al Emperador; algunos lo hicieron, otros se declararon en rebeldía y se refugiaron en sus fortalezas secretas, y los tres Príncipes principales, sin tan siquiera considerar la posibilidad del deshonor de una huida, se negaron a una ceremonia, en mi opinión con toda la razón, no tan sólo innecesaria sino gravemente ofensiva, porque postrarse por un perdón significa aceptar un juicio, y con él la posibilidad de culpa, que si no existe no tiene otro sentido que el de una mascarada que no hace más que debilitar la autoridad de un Clan y ponerlo en ridículo. Los tres Príncipes fueron ejecutados, y por ello los Astreos que no viven en rebeldía, y a los que, a pesar de que nunca han sido obligados a renovar explícitamente aquel nefasto juramento, se observa y fiscaliza de manera especial, visten de negro de pies a cabeza, si bien alguna opinión autorizada sostiene que el luto no se debe a la muerte injusta de sus Príncipes lo que, en realidad, siendo la consecuencia protocolaria de un determinado ejercicio, y en absoluto indigno por cierto de su nobleza ante el Emperador, no sería nunca motivo de la carga prolongada y siempre enojosa de un luto institucional, sino la vergüenza por aquellos que sí se doblegaron ante la amenaza y tuvieron que degustar y hacer degustar el lodo de la humillación y la transigencia. -Ígur sonrió, y Debrel levantó la cabeza-. Es tal como imaginas, Maraís Vega es un Astreo, y cuando sus Príncipes consideraron que ya había llegado la hora dedicó su vida a entrar en Gorhgró, para así conquistar el Laberinto del feudo mismo de su Clan, y poder de alguna manera proclamar el honor mancillado y restablecer una consideración histórica que seguramente no se debía haber perdido jamás. En el extremo opuesto, el Anamnesor Carolus Jarfrak acabó por exponer públicamente sus ideas a favor de la Entrada al Último Laberinto, en el que él veía el mal necesario que significaría el final de los tiempos de atavismos y supersticiones, y muy en contra, creo yo, de sus iniciales intenciones, se reunió en torno a él un grupo de seguidores que fanatizaron su pensamiento y acabaron por radicalizarlo en el aspecto que él había querido combatir más especialmente, el de la sanguinariedad de la confrontación, el visceralismo de las tendencias y su imposición violenta. Luché para sacarle del error, no ya desde el punto de vista de los principios, o la moral o como lo queráis llamar, sino tan sólo pensando en los problemas prácticos. Nos enfrentamos, y cuando lo destituyeron del cargo de Anamnesor me acusó de haber conspirado para su caída. ¡Mala suerte!
Cuando lo declararon en rebeldía y dictaron orden de captura para él y sus principales colaboradores, la Guardia y el Agon de la Prisión, no sabían, o no querían saber, que ya hacía tiempo que nos habíamos separado, que él me consideraba su enemigo, y pasé una larga temporada en la Prisión de la que preferiría no hablar, no sólo porque el principal esfuerzo de mi vida desde que salí haya sido olvidar, porque, aunque no lo he conseguido en el sentido literal, sí he logrado alterpersonalizar la cuestión, sino sobre todo por no amargar este agradable encuentro -dio un sorbo a su infusión y prosiguió-; la cuestión es que después de la Prisión, tan sólo cinco años más tarde, me encontré con un Imperio muy diferente: el orden público había desaparecido, y no sólo como concepto, la policía se había disuelto, y el control estaba en manos de Guardias privadas de los Príncipes y las instituciones; la ciudadanía era una clase social en desbandada, y proliferaban las asociaciones de defensa; Jarfrak había organizado una orden militar secreta, conocida con el nombre de La Muta, que vivía y actuaba en clandestinidad en la misma Bracaberbría (un núcleo urbano poderoso, y cuanto más podrido mejor, es el único escondrijo posible de una organización oculta que carezca de los grandes recursos, por ejemplo, de los Astreos), y el Emperador había conseguido conservar con vida a un heredero, después de haber sufrido la muerte misteriosa de otro, de la que, entonces, fue acusada La Muta, y que había servido para torturar y ejecutar a un montón de infelices. El coste de la operación fue muy alto: no sólo los Astreos y La Muta tuvieron que ocultarse para esquivar a la justicia, sino que el propio Emperador, horrorizado por su seguridad personal y la de su familia, no tenía residencia conocida, y era alto secreto dónde se alojaba, si era en un sitio fijo o se desplazaba continuamente. -Debrel se rió de la expresión de Ígur-. No te preocupes, ya te diré después dónde creo yo que vive el Emperador. Pues bien, entre la decadencia de los Palacios y la zona Imperial, la conquista del Laberinto, el colapso demográfico y la invasión del peral espinoso, Bracaberbría -se precipitó en picado a la decadencia (no me extiendo más porque cuando vayas ya lo comprobarás), y tanto el gobierno como los Príncipes optaron por Gorhgró, que experimentó una repentina y en mi opinión nada beneficiosa revitalización. Respecto a la situación política, Nemglour e Ixtehatzi, que ya era el Hegémono antes de la conquista del Laberinto, se pusieron de acuerdo, cada cual desde su campo de influencia, para obstaculizar el camino a los aspirantes al de Gorhgró, por cierto con la colaboración involuntaria de Arktofilax, que está mejor escondido que el Emperador, los Astreos y La Muta juntos; los que destacaban en las gestiones, topaban de repente con un problema burocrático insoluble. Maraís Vega, cuando ya había fijado fecha de Entrada, fue nombrado Decano de la Capilla, y el Agon del Laberinto, sin duda obedeciendo consignas superiores, no le concedió la dispensa que prescribe la ley; además en ese caso, como te he dicho, se mezclaba el problema que habría supuesto para el gobierno y para el propio Emperador tener que ver el sello de un Astreo en el emblema del Ultimo Laberinto. Finalmente entraron dos expediciones, y ninguna ha salido, como es bien sabido; lo cierto es que el Laberinto se ha convertido en una cuestión de fondo, con periódicos resurgimientos de interés, y ahora el verdadero campo de batalla, del que la conquista de la Falera es subsidiaria, y no a la inversa, mientras nadie haga algo para que vuelvan a cambiar los intereses -Ígur sonrió, y Debrel prosiguió tras una mirada de inteligencia a las mujeres-, es la reforma institucional de Ixtehatzi, y el alcance real de la amenaza que unos y otros representan, a saber cuál es y de cuántas maneras se puede cuantificar; vivimos en un sistema entrópico que tiende a eliminar los extremos, pero el propio carácter de tal eliminación, y fíjate que no hablo de concepto, sino de carácter, lo hace insuficiente ante tensiones tan fuertes como las que provocan los Astreos y La Muta, que, aunque en teoría con objetivos opuestos, no pueden contraponerse porque unos son un Clan, y por tanto una etnia que, por más que sus acusaciones y su furia fundamentalista les impulse a fiscalizar al propio Emperador, difícilmente podrán ser aniquilados, por lo menos a corto plazo, y La Muta es una ideología, con una base interclasista de programa y un pensamiento concreto y estructurado de manera racional, a pesar de la actitud lamentable de muchos de ellos, de tan nefastas consecuencias; y lo cierto es que no deja de ser irónico que, estando tan alejados los Astreos y La Muta, incluso en lo que propugnan como modelo histórico y político, adversarios como serían a muerte en una situación de normalidad abierta, sus acciones se dirijan a un efecto común, y las acciones de unos contra el enemigo repercutan en los otros en forma de beneficio. Ixtehatzi siente ahora la necesidad de dar forma a la radicalización del sistema, y topa por un lado con los que se oponen impropiamente a ella, es decir, que atacan la reforma para atacarlo a él, quizá aquejados de una absurda irresponsabilidad histórica, porque si los haces razonar te das cuenta de que son capaces de reconocer que la reforma es necesaria y de que si' no la propugnase Ixtehatzi la abonarían, pero parece ser que prioritario al bien común es la cabeza del rival, y no hay más. -Debrel había acelerado la dicción, Ígur acabó por reírse de las últimas frases, que parecían querer ser una broma que distendiese el discurso-. Pero es que no es sólo La Muta quien empuja al Imperio, en este caso al Gobierno, a una radicalización institucional: los Meditadores, a los que tú, por cierto, acabas de dar una envidiable lección de humildad que no te perdonarán, son una orden militar poderosísima, tan poderosa que viven a un paso de la ilegalización, con lo cual ya serían dos -Ígur sonrió; las mujeres se habían vuelto a sentar en silencio-; el momento es delicado, porque el Emperador es un niño, como también lo era su padre al principio de su Imperio, pero ahora la estructura imperial se encuentra debilitada y no permite una regencia indiscutible como la que ejerció entonces Pluteifors hasta que, a los quince años de Anderaias III, Ixtehatzi tomara el poder, como Apótropo de la Capilla primero y como Hegémono después.
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