– Ya me lo dijo Madame Conti -dijo Ígur, resentido-. ¿Seguía instrucciones vuestras?
Cuimógino rió.
– Seguía su sentido común, amenizado por los tres registros que la Guardia del Príncipe Bruijma ha hecho en su Palacio.
– ¿Y Sadó? ¿Qué peligro me amenaza a su lado?
El funcionario lo miró con una curiosidad divertida.
– Sadó es mucho menos peligrosa, porque el Secretario del Duque Virbelgurd, y hasta el propio Duque, carecen del poder de Bruijma y de los Meditadores. Pero el peligro de Sadó -lo miró con acritud- es más, digamos, personal.
– ¿Ah sí? -de repente Ígur tuvo una sospecha-. Tal vez la conocéis íntimamente.
Cuimógino palideció.
– Caballero, me tengo por hombre de honor, por tanto me permitiréis que no entre en consideraciones privadas acerca de una dama.
– ¡Vaya, o sea que es que sí! -dijo Ígur para sí, abandonándose al sobresalto a la vez que arrepentido de haberse puesto en evidencia.
Se hizo un silencio incómodo.
– Ya os dije lo que tenía que deciros acerca de Sadó; en cualquier caso, no es cuestión de vida o muerte, como en el caso de Debrel, Guipria y Fei.
Ígur se dio cuenta de que la conversación no aportaba nada nuevo a su composición de lugar. Sirvieron el almuerzo, y la única novedad era saber que tenía ante sí a otro amante de Sadó. Divagaron sobre la contingencia del Imperio, Cuimógino esforzándose por aportar visiónes no subsidiarias de los tópicos, Ígur imaginándoselo mojándose encima de su amada.
– ¿Y las investigaciones, cómo van? -le dijo, provocadoramente-. ¿Cómo van las cosas por la Hegemonía?
Cuimógino no esperaba esa pregunta, pero la ocasión de desviar la conversación no le desagradó.
– Caballero, estamos en un momento decisivo para los próximos treinta años del Imperio, y sólo os puedo avanzar que la clave de la situación son las relaciones entre los Astreos y el Príncipe Bruijma, que se han embarcado en una partida de póquer particular; mientras dure, cualquier cabeza que estorbe caerá sin contemplaciones, y los que queden serán los dueños. Por lo tanto se trata de pasar desapercibido un tiempo, de sobrevivir, con la seguridad de que vendrán aires más tranquilos y paisajes más seguros.
– ¿Y Ixtehatzi? -preguntó Ígur.
– Ixtehatzi está acabado.
– Oigo decir eso desde que llegué a Gorhgró. Debía ser mucho Ixtehatzi, para que cueste tanto acabarse.
– Ixtehatzi pertenece a una familia de Príncipes yrénidas (por lo tanto, es un noble ario), y cuando se inició en la política, su clan lo abandonó, así es que todo lo logró solo, con la ventaja posterior de que todo lo había obtenido por méritos propios, así es que una vez accedió a la Apotropía de la Capilla y, aún más, a la Hegemonía, su retorno a la consideración dinástica fue triunfal, y al poder entre los dignatarios se unió su influencia sobre la nobleza, que aún hoy perdura. Eso quiere decir que por más que ahora esté arterioesclerótico, diabético, sordo, medio ciego, amnésico y tembloroso, en torno a él hay una red de intereses tan potente que hasta que no se aguante en pie lo mantendrán a la cabeza de la Hegemonía.
– Tengo entendido que no tiene más de setenta años.
– Tiene más de setenta años. No muchos más, pero tiene más. Pero el problema es la manera cómo los ha vivido. Caballero, la lacra de la inteligencia y la vitalidad es una inquietud voraz y una insatisfacción galopante, y el alimento de todo eso son las cuarenta y nueve caras del vicio. El Hegémono las ha conocido todas, y ahora las paga con una vejez decrépita.
Ígur evocó la firmeza de Arktofilax, la delicadeza de Debrel, la magnificencia de Gudemann; ¿ellos no habían conocido las caras del vicio? ¿Qué vejez se le daba a escoger al Caballero campeón del Laberinto?
– Os agradezco mucho vuestra ayuda -dijo Ígur al final del almuerzo.
– Caballero -dijo Cuimógino-, ninguno de nosotros es un espíritu puro, y me hago cargo de los abismos que se pueden abrir entre vos y yo, pero quiero que sepáis que las deudas de estimación no se saldan en una vez ni en cien, y que me tenéis a vuestra disposición para todo aquello en lo que os pueda ayudar.
Y así se separaron.
En su habitación, Ígur encontró una citación para el cónclave de la Capilla al cabo de tres días, para la elección de un nuevo Decano; a pesar de que conocía a pocos Caballeros, y de las intrigas internas de la Capilla tampoco sabía gran cosa, decidió ir. Sería una buena contingencia para tomarle el pulso a la situación, porque seguro que los actuales poderosos intentarían situar a sus acólitos al frente de una institución tan conspicua.
Más tarde, la soledad lo fue aplacando. Cada vez se sentía menos héroe temerario y más vagabundo perdido. Recordó a los payasos que, antes del Laberinto, acostumbraban a rondar por el portal de su casa. Los dos habían desaparecido. Intentó dormir, pero no podía, no se libraba del ahogo turbador del recuerdo de Debrel, Guipria, Omolpus y Fei; se sintió deudor de fuerzas de amor, deudor del tiempo pasado y de un sentido de la justicia que, aunque era fácil cuantificar en términos objetivos, se escapaba a toda dimensión racional, y bañado en lágrimas decidió con toda la solemnidad interior que, por encima de las rentas del Laberinto y de tener que llevar la exigencia hasta el final, iría a buscar y a encontrar a sus amigos, y en caso de que les hubiera pasado algo irreparable, perseguiría a los responsables aunque se hubieran refugiado en los brazos del mismísimo Emperador.
Cuando al día siguiente por la mañana Ígur se presentó a la entrevista concertada en la Agonía del Laberinto para hacer entrega del Informe, se encontró ante una recepción formada, no como el día anterior, por funcionarios de segunda fila, sino por el Primer Secretario de la Agonía del Laberinto y por el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma, los dos ya conocidos, en especial el segundo, el poderoso y sibilino Pauli Francis; estaban asistidos por funcionarios que Ígur no había visto nunca, pero era evidente que habían decidido llevar ellos mismos el peso del encuentro.
– ¿Podemos ver el Informe? -preguntó Francis después de algunos saludos reducidos a mero formulismo.
– Aquí lo tenéis -dijo Ígur.
Francis lo cogió y rompió los sellos. Ígur se quedó de piedra al ver que lo abría y lo hojeaba.
– Está incompleto -dijo el Secretario de Bruijma.
– Creía que los únicos que tenían acceso a él eran el Emperador, el Hegémono…
– Una vez el Informe esté completo -le interrumpió Francis-. Pero ahora mi obligación es asegurarme de que no habéis omitido ningún aspecto, y hacia el final no veo más que eufemismos y lagunas.
La ira inmovilizaba a Ígur; entre tanto, el dignatario de la Agonía también hojeaba el Informe.
– No veo cómo podéis juzgar la precisión y el final del relato de una situación que no conocéis.
– Hay muchas maneras de no conocer una situación -dijo Francis con una sonrisa severa-, y en cualquier caso siempre se pueden hacer preguntas. Por ejemplo: ¿Cuáles son los plazos temporales de los episodios? ¿Por qué no se han recogido muestras de materiales? ¿Qué le sucedió al Magisterprasdi Hydene? -Ígur no reaccionaba, y el dignatario prosiguió-: No confundáis la opinión pública con vuestro compromiso hacia el Imperio. Quisiera que os percatarais de la bondad de las observaciones y las preguntas que os he formulado, y otras que os podría formular. ¿O es que preferís tener esta misma conversación con Su Ilustrísima el Agon del Laberinto o con Su Excelencia el Príncipe Bruijma? No os lo recomiendo.
– Lo que hay aquí consignado -dijo Ígur- es lo único que objetivamente puedo dar por bueno.
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