Se instaló en el cuarto indicado, y pasaron más de cuatro hasta que ella compareció, con señales de haberse pasado alcohol y quién sabe qué otras cosas por el cuerpo y por el maquillaje.
– Ya no me acordaba de ti -dijo con fastidio nada más verlo, y anunció que estaba muy cansada.
– Muy bien, pero por lo menos me escucharás.
Más que hacerse escuchar, y sin proponérselo, Ígur despertó en ella un interés imprevisto por hablar de los últimos tiempos; después de hacer el amor medio por autoobligación, era él quien hubiera dado cualquier cosa por apagar la luz y que se hiciera el silencio, y ella quien, sin que ninguno de los dos supiera cómo ni por qué había comenzado, explicaba enamoramientos y aventuras sexuales recientes.
– Un día que no me apetecía ver a nadie, resulta que vinieron…
Tras dos o tres sobresaltos, completamente desvelado, Ígur se había instalado entre la curiosidad y la congoja de pasar la noche en esa tesitura. Ella dejaba a veces en la ambigüedad la conclusión de una vivencia, y el Caballero no siempre se atrevía a pedir la explicación fatídica:
– ¿Y con ése también fuiste?
Si lo hacía y la respuesta era que no, Ígur se tranquilizaba de repente, como si se desmantelase una amenaza, y caía, distendido, en una leve desilusión siempre espoleada por una pizca de desconfianza, que la lógica de actitud de ella no conseguía erradicar (porque, ciertamente, ¿qué interés podía tener en ocultar un capítulo entre tantos otros como exhibía?). Pero normalmente la respuesta era que sí, lo que sumía a Ígur en una morbosidad dolorosamente excitante, en el más furioso vértigo de anhelo de emulación, que intentaba camuflar, no siempre con éxito, aunque el resultado del intento no parecía importarle a la interlocutora, que, acabó pensando Ígur, quién sabe si ni tan siquiera era consciente de ello. Después de más de cuatro horas de confidencias, Sadó cayó dormida como una cría, pero Ígur, insomne a su lado, no dejaba de mirarla imaginando por aquel cuerpo, entonces aplacado con la expresión más inocente, el paso de tanta energía sensual, cómo tanta locura podía haber dejado un residuo detectable a la vista, y procuró distraer la indigencia de ánimo intentando recuperar los pensamientos de poco antes, conciliarlos con las recientes revelaciones, acordar el pensamiento de un determinado día pretérito, en que él no sabía lo que simultáneamente hacía Sadó, con lo que ahora había descubierto. No es que le hubiera hablado de mucha gente; mientras Ígur estaba en el Laberinto, Mongrius, Boris Uranisor y Neder Rist habían pasado por sus dominios; pero tal y como ella se había expresado, era de imaginar que la nómina fuera bastante más larga. Empezaba a clarear, e Ígur se debatía entre el deseo y el pesar junto a la placidez durmiente de Sadó.
Al día siguiente, Ígur se despertó solo, y con sensación de haber dormido tres minutos, y ya intentaba salir del Palacio Conti lo más desapercibido posible, cuando la camarera más antigua lo interceptó el pasillo de servicio.
– Caballero Neblí, tengo órdenes severas de no dejaros salir sin que desayunéis como es debido. -Ígur esbozó un gesto de resignación cortés-. Además, se han recibido dos recados para vos.
Poco después, ante un desayuno que le pareció excesivo (ya que además tenía más bien poco apetito), Ígur abrió las transcripciones de dos mensajes del Cuantificador. La primera decía así:
«Os ruego excuséis la falta de disponibilidad que he mostrado hasta ahora, del todo ajena a mi voluntad, y, por supuesto, contraria a la consideración y a la estima que me inspiráis. ¿Querríais hacerme el honor de aceptar una invitación para almorzar? Firmado, Jamini Cuimógino.»
Y, a continuación, unas señas. El segundo mensaje lo encabezaba, puntualmente trasladado por el fax, el sello de la Equemitía de Recursos Primordiales.
'La Benigna Institución Imperial que regentamos se enorgullece de éxito de nuestro antiguo colaborador y amigo el Caballero de Capilla Ígur Neblí, y tenemos el honor y la satisfacción de invitarlo al acto que a tal efecto se celebrará dentro de siete días en el Salón Central del Palacio de la Equemitía. Firmado, el Equemitor Noldera.'
Ígur lanzó un silbido. ¡El Equemitor en persona! Repasó el texto; ¿qué significaba 'a tal efecto'? ¿A qué efecto?
– Excusadme, Caballero, ¿qué clase de té preferís? -le preguntó la camarera.
– Con el que tú me des, enseguida me volverá a entrar sueño -respondió Ígur, evocador-. En cambio, el té que yo puedo darte te lo quitaría para siempre jamás.
– Está bien, Caballero -dijo ella riendo-. Este mismo de jazmín azul.
El vértigo de la noche pasada asaltó a Ígur de nuevo.
– No, demasiado perfumado. Té negro, gracias.
Ella se inclinó facilitando la retaguardia.
– ¿Qué más. Caballero?
– Nada que no tenga que volver otro día a buscarlo.
– No hace falta que volváis otro día. ¿De cuánto tiempo disponéis?
– Hasta media mañana.
Ella rió, y a Ígur se le ocurrió que junto a aquella mujer podía olvidarse de todo.
– Lástima, Caballero, estoy sujeta al contrato. Tendrá que ser en otra ocasión.
Ígur se revolvió en la silla. Sonrió por primera vez, y se levantó dejando casi todo el desayuno.
Era mediodía cuando fue a la cita concertada.
Cuimógino recibió a Ígur Neblí en el restaurante que ocupaba una de las terrazas del margen derecho del tramo del Sarca que al Sudeste del Gorhgró se ensancha en dirección Sur-Norte orientada a una célebre perspectiva del núcleo central de la ciudad, con la conquistada Falera en medio y a sus pies los horizontes tenebrosos, alimento de la leyenda de que en los días claros, uno de los cuales no era ciertamente el que reunía al funcionario y al Caballero, se veían desde allí las nieves perpetuas del Gran Arturo.
Después de los saludos de rigor, y de pedir el almuerzo al final de las obligadas disquisiciones gastronómicas, Cuimógino, con su habitual estilo preocupado, se adelantó a las preguntas de Ígur.
– Vale todo lo que os dije antes de que entraseis en el Laberinto, y desgraciadamente aún ha empeorado. Cuando un equilibrio se pierde, es mejor apartarse de los centros de redistribución hasta que se establezca otro.
– Por lo que veo, los centros de redistribución están en casi todas partes -dijo Ígur, de no demasiado buen humor-. ¿Dónde os parece que debo refugiarme?
– ¿Cuál es vuestra perspectiva actual? -Ígur le explicó brevemente la entrevista con los funcionarios del Príncipe y del Laberinto-. Gozáis de una buena posición, Caballero. Haced el Informe sin demora y sin comprometeros con apreciaciones conflictivas, y mientras tanto disfrutad del éxito, dejaos obsequiar, no entréis en confrontaciones y, sobre todo, no insistáis en las imbricaciones políticas que iniciasteis antes de entrar en la Falera.
Ígur sonrió. Lo que Cuimógino llamaba las imbricaciones políticas era el motivo del encuentro.
– El caso es -dijo, sin demasiada decisión- que querría localizar a algunos amigos que, precisamente, están inmersos en el conflicto actual. -Cuimógino esperaba en silencio-. Estoy muy preocupado por Debrel y Guipria, y también por el Magisterpraedi Omolpus y por Fei.
El funcionario se pasó la mano por la cabeza.
– Madame Conti ya me ha contado el caso que hacéis de mis consejos. Caballero, ya os lo dije la última vez. Por el camino que vais no llegaréis a viejo, creedme. Omolpus debe de estar muerto, y Debrel y su mujer, si no lo están, más les valdría. Respecto a Fei, ahora más que nunca os conviene olvidarla; no tan sólo no se puede hacer nada por ella, sino que cualquier interés que mostréis os resultará gravemente pernicioso.
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