Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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Ella sabía que sólo el tiempo, disipado como humo, revelaría el celoso misterio de su marido Juan Francisco López Greene. ¿Cuántas veces, de hecho, se habían invitado a rendirse, el uno y el otro? ¿Nunca serían capaces de decir te lo entrego todo, hoy mismo?

– Más tarde entenderás… -decía el hombre cada vez más vencido.

– ¿Sabes a lo que me obligas? Me obligas a preguntarte, ¿qué tengo que darte, qué quieres de mí, Juan Francisco, quieres que te vuelva a decir «mi cariño, mi amor», cuando sabes muy bien que esas palabras se las reservo a otro hombre y a mis hijos, no son tus palabras, tú eres mi marido, Juan Francisco, no mi ternura, mi cariño, mi amor (mi hidalgo, mi gachupincito adorado…)?

Temía -o sólo quería creer- que en algún momento Juan Francisco iba a saltar de su letargo y a tocarla con otra voz, la voz nueva y vieja al mismo tiempo, del final. Se armó de paciencia para ese final que iba a llegar, que se acercaba visiblemente en el vencimiento físico de aquel hombre grandulón, de espaldas altas y manos inmensas, torso largo y piernas cortas como algunos de su casta -su casta, algo quería atribuirle Laura a Juan Francisco, por

lo menos raza, casta, ascendencia, familia, padre y madre, amantes, primera esposa, hijos bastardos o legítimos, ¿qué más daba? Estuvo a punto, un día, de tomar el Interoceánico de regreso a Veracruz y de allí por lancha y carretera a Tabasco, a consultar registros pero se sintió una fisgona despreciable y siguió su vida diaria ayudando a Frida Kahlo, más doliente que nunca, con una pierna amputada, prisionera del lecho y de la silla de ruedas, asistiendo a las reuniones de los Rivera en honor de los nuevos exiliados, los norteamericanos perseguidos por el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso…

Había comenzado una nueva guerra, la guerra fría, Chur-chill la había consagrado con un discurso célebre: «Una cortina de hierro ha descendido sobre Europa, de Stettin al Báltico». Stalin le daba la razón a las democracias. La paranoia del viejo dictador alcanzaba cimas delirantes, encarcelaba y mandaba matar no a sus enemigos inexistentes, sino a sus amigos por el temor de que algún día fuesen enemigos; practicaba el asesinato y el encarcelamiento preventivo, cruel, horrorosamente innecesario… Pero Picasso pintaba el retrato «realista» de Stalin y una paloma para acompañarlo, porque este extraño monstruo tan discutido en aquellas tertulias de Domingo Vidal, Basilio Baltazar y Jorge Maura en el Café París durante la guerra de España, resultaba ahora el campeón de la paz y contra los imperia-listas norteamericanos que, ni cortos ni perezosos, se inventaban su propia paranoia anticomunista y veían agentes estalinistas debajo de cada tapete, en cada escenario de Nueva York y en cada película de Hollywood. Estos nuevos exiliados comenzaron a reunirse en casa de los Rivera. Muchos no volvieron, cansados de la verborrea mar-xista de Diego o indignados por la devoción de Frida al padrecito Stalin, a quien le dedicó retrato y elogios desmesurados, a pesar (o quizás porque) Stalin mandó asesinar al amante de Frida, León Trotski.

Laura Díaz recordaba las palabras de Jorge Maura, no hay que cambiar la vida, no hay que transformar al mundo. Hay que diversificar la vida. Hay que perder la ilusión de la unidad recobrada como llave de un nuevo paraíso. Hay que darle valor a la diferencia. La diferencia fortalece la identidad. Jorge Maura dijo encontrarse entre dos verdades. Una, que el mundo va a salvarse. Otra, que el mundo está condenado. Ambas son ciertas. La sociedad corrupta del capitalismo está condenada. Pero la sociedad idealista de la revolución también lo está.

– Cree en las oportunidades de la libertad -le dijo una voz cálida al oído a Laura Díaz, imponiéndose a los debates profun-

dos y a las conversaciones planas de la reunión en casa de los Rivera-. Recuerda que la política es secundaria a la integridad personal, porque sin ésta no vale la pena vivir en sociedad…

– Jorge! -exclamó Laura con una conmoción incomparable, volteándose a darle la cara al hombre joven aún, de cabellera plena pero ya no negra como antes, sino salpicada, igual que las cejas, de copos blancos:

– No. Siento desilusionarte. Basilio. Basilio Baltazar. ¿Me recuerdas?

Se abrazaron con una emoción comparable a un nuevo parto, en verdad como si de alguna manera los dos volviesen a nacer en ese momento y pudiesen allí mismo, en la emoción del encuentro, enamorarse y volver a ser los jóvenes de quince años atrás sólo que ahora los dos venían acompañados. Ya y para siempre. Laura Díaz acompañada de Jorge Maura. Basilio Baltazar acompañado de Pilar Méndez. Y Jorge, en su isla, acompañado para siempre de la otra Mendes, Raquel.

Se miraron con inmensa ternura, incapaces de hablar durante varios segundos.

– ¿Ya ves? -sonrió Basilio detrás de sus ojos húmedos-. Nunca salimos de los problemas. Nunca dejamos de perseguir o ser perseguidos.

– Ya veo -dijo con la voz quebrada ella.

– Hay gente muy maja entre estos «gringos». Casi todos son directores de cine y teatro, escritores, uno que otro veterano de nuestra guerra y de la Brigada Lincoln, ¿te acuerdas?

– ¿Cómo me voy a olvidar, Basilio?

– Casi todos viven en Cuernavaca. ¿Por qué no vamos juntos un fin de semana a charlar con ellos?

Laura Díaz sólo pudo plantarle un beso en la mejilla a su viejo amigo el anarquista español, como si besara otra vez a Jorge Maura, como si viese por primera vez el rostro siempre escondido de Armonía Aznar, como si surgiese del fondo del mar la efigie de su adorado hermano el primer Santiago… Basilio Baltazar fue el catalizador de un pasado que Laura Díaz añoraba pero consideraba perdido para siempre.

– Y no. Tú haces presente nuestro pasado, Basilio. Gracias.

Ir a Cuernavaca a discutir política, pero esta vez con norteamericanos, no con españoles ni con dirigentes obreros mexicanos traicionados por la Revolución, por Calles y Morones… La idea le

fatigó y la ensombreció, de regreso esa noche a la casa familiar de la Avenida Sonora, tan solitaria ya, sin María de la O y Santiago, muertos, Dantón casado y viviendo en un horrendo pastel churrigueresco de Las Lomas en el que Laura, por pura estética, juró nunca poner pie.

– Dijiste que les ibas a cambiar el gusto a tus suegros, Dantón.

– Espérate tantito, mamá. Es un ajuste, un acomodo. Tengo que darle gusto a mi suegro don Aspirina para luego dominarlo. Está medio gaga, no te preocupes, su azotea ya no tiene alcantarillas…

– ;Y tu mujer?

– Jefecita, te juro que la pobre Magda no sabía nada, ni por dónde eructar.

– Eres un vulgar bien hecho -Laura no pudo dejar de reír.

– Bah, la tengo convencida de que el niño viene de París.

– ;E1 niño? -dijo Laura abrazando a su hijo.

A los cincuenta y dos años, voy a ser abuela, se iba diciendo Laura de regreso de la fiesta en Coyoacán donde reencontró a su amigo Basilio Baltazar. Tenía cuarenta cuando conoció a Jorge Maura. Ahora vivo sola con Juan Francisco pero voy a ser abuela.

La mera apariencia de Juan Francisco en bata y pantuflas abriéndole la puerta le recordó que aún era esposa, le gustase o no. Rechazó con repugnancia una idea demasiado noble que en ese instante le pasó por la cabeza. Sólo en el hogar se sobrevive. Sólo los que permanecen en el hogar, duran. En el mundo, buscando las luces, las luciérnagas se queman y perecen. Esto era, seguramente, lo que pensaba su abuelo el viejo alemán don Felipe Kelsen, que cruzó el océano para encerrarse en el beneficio cafetalero de Catemaco para ya no salir más de allí. ¿Fue más feliz que su descendencia? No se deberían juzgar a los hijos por los padres, y mucho menos a los nietos. La idea de que nunca, como ahora, ha sido tan grande la separación entre generaciones, es falsa. El mundo está hecho de generaciones separadas entre sí, por abismos. De parejas divididas, a veces, por clamorosos silencios, como el que separó al propio abuelo Felipe de su bella y mutilada esposa doña Cósima, de cuya mirada ensimismada nunca huyó -esto lo sabía Laura desde que era niña- la figura peligrosa y gallarda de El Guapo de Papantla. Mirando a Juan Francisco abrirle la puerta en bata y pantuflas -chanclas con un hoyo para airear el dedo gordo del pie derecho, bata de

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