– A partir de nuestro tiempo el mal dejó de ser una posibilidad para convertirse en un deber.
– No quiero ser compadecida, Jorge. Prefiero ser perseguida.
Son las últimas palabras que le escuché a Raquel. No sé si sufro por no haberla salvado o por el sufrimiento de ella. Pero la manera como miró a su verdugo en el campo, más que la manera como me miró a mí, me dijeron que hasta el último minuto, Raquel afirmó su humanidad y me dejó una pregunta para que viviese siempre con ella. ¿Cuál es la virtud de tu virtud, mi amor, el amor de mi amor, la justicia de mi justicia, la compasión de mi compasión?
– Quiero compartir el sufrimiento tuyo, como tú compartiste el de tu pueblo. Ése es el amor de mi amor.
Laura dejó a Jorge en la isla. Tomó el vaporcito sabiendo que no regresaría nunca. Jorge Maura no sería nunca más una figura precisa, sino una nebulosa, surgida de un pasado siempre presente cuya identificación sería la última prueba de que él estaba pero él ya no era.
Anda, le dijo, sé un santo, sé un estilita, encarámate solo a tu columna en el desierto, sé un cómodo mártir sin martirio.
Él le dijo que era muy dura con él.
Ella le contestó, porque te quiero. -¿Para qué te escondes en una isla? Mejor te hubieras quedado en México. No hay mejor escondite que el DF.
– Ya no tengo fuerzas. Perdóname.
– Bueno, eres español. Puedes confiar en que la muerte te llegue con retraso.
¿Tanto le dolía el reencuentro?
– No, es que he aprendido a tenerle miedo a los que me deforman con su amor, no a los que me odian. Cuando te fuiste a Cuba, me pregunté mil veces, ¿puedo vivir sin él, puedo vivir sin su apoyo? Necesitaba mucho tu apoyo para crearme un mundo propio que no sacrificase a ninguna persona querida. Tú me lo diste, sabes, tú me apoyaste para que regresara a mi casa y le dijera la verdad a mi familia, pasara lo que pasara. Sin tu amor apoyándome, jamás me habría atrevido. Sin tu recuerdo, habría sido una adúltera más. Contigo, nadie se atrevió a tirarme la primera piedra. Me siento libre porque tú me acompañas.
– Laura, ya pasó lo más terrible. Serénate. Piensa que me quedo solo aquí por mi propia voluntad.
– ¿Solo? Palabra que no te entiendo. ¿Cómo vas a ser religioso sin el mundo, cómo vas a llegar a Dios sin salir de ti? Ya ves cómo vives a medias, entre el monasterio y el mundo. ¿Crees que los monjes encerrados que prohiben la presencia de las mujeres ya encontraron a Dios, crees que lo pueden encontrar sin el mundo? ¡Qué pretencioso eres, cabrón pretencioso! ¿Vas a purgar los pecados del siglo veinte escondiéndote en esta isla de piedra? Eres el mismo orgullo que detestas. Eres tu propio Luzbel. ¿Cómo vas a hacerte perdonar tu soberbia, cabrón Jorge?
– Imaginando que Dios me dice: odio en ti lo mismo que tú has odiado en los demás.
– ¿Imaginando? ¿Sólo eso?
– Oyendo, Laura.
– ¿Sabes una cosa? Me voy a ir de aquí admirando tu indiferencia y tu serena sabiduría. Yo no.
– Raquel está enterrada en una tumba sin nombre, revuelta con centenares de cadáveres desnudos. ¿Seremos más que ella? No soy mejor. Soy distinto. Igual que tú.
– ¿Por qué te crees liberado? -le preguntó ella con incredulidad.
– Porque llegaste tú a hablarme con incredulidad. Tú eres la verdadera incrédula. Yo era el incrédulo anterior. Encuentro la salud viendo que hay un ser humano con menos fe que yo. Qué poquita cosa somos, Laura.
Le pidió permiso para contestar la pregunta que ella le estaba haciendo desde que llegó a Lanzarote («No debiste venir aquí, esta isla no existe, vas a creer lo que ves y cuando te vayas te darás cuenta de que nada está allí»): ¿Crees o no crees?
– Que es como preguntar, ¿el cristianismo es verdad o es mentira? Y yo te contesto que tu pregunta no tiene importancia. Lo que yo quiero averiguar aquí en Lanzarote, a caballo entre la vida monástica y la vida como tú la entiendes (entre la seguridad y el peligro) es si la fe puede darle sentido a la locura de estar aquí en la tierra.
¿Qué había descubierto?
– Que la vida de Cristo siempre es posible para un cristiano, pero nadie se atreve a imitarla.
– ¿No se atreven o no pueden?
– Es que creen que ser como Cristo es hacer como Cristo, resucitar muertos, multiplicar panes… Convierten a Cristo en ideología activa. Laura, Cristo sólo nos busca si no creemos en él. Cristo nos encuentra si no lo buscamos. Es la verdad de Pascal: me encontraste porque no me buscaste. Ésa es hoy mi verdad. Vete, Laura. Piensa que no tengo alegría. Cada atardecer en esta isla es muy triste.
«Vine porque tu lugar estaba vacío -se dijo Laura alejándose de la costa nocturna de Lanzarote con destino a Tenerife, a medida que la noche se hacía negra y la isla roja-. Ya no lo soportaba. Es peligroso vivir en un lugar vacío, añorando la vida que mi hijo no tuvo y el amor que tú me arrebataste. Pero yo perdí a mi hijo y tú perdiste a Raquel. Los dos dimos algo precioso. Quizás Dios, si existe, reconozca esta pérdida y se dé cuenta de cada una de
nuestras penas. Ahora ya no quiero pensar en ti. Pensar en ti me consuela demasiado y eleva mi imaginación. Quiero renunciar completamente a ti. Nunca te conocí».
Cuando se separaron a la entrada del monasterio, Laura esperó un momento, confusa. ¿Por qué no le permitían a una mujer entrar allí? Vio que nada le impedía entrar, buscar por última vez a Jorge, sentir sus labios calientes por última vez y decirle las palabras que siempre se le iban a quedar calladas.
– Te quiero mucho.
Él estaba en cuatro patas en el refectorio solitario, lamiendo el piso con la lengua, tenaz, disciplinadamente, losa tras losa.
XVIII. Avenida Sonora: 1950
Llega un momento de la vida en que nada tiene importancia salvo amar a los muertos. Hay que hacerlo todo por los muertos. Podemos, tú y yo, sufrir porque el muerto está ausente. La presencia del muerto no es cierta. Su ausencia es lo único cierto. Pero el deseo que tenemos del muerto no es presencia ni ausencia. En mi casa ya no hay nadie, Jorge. Si quieres pensar que mi soledad es lo que me devolvió a ti, te doy permiso.
Murió mi marido Juan Francisco.
Murió la tiíta María de la O.
Pero la muerte de mi adorado hijo Santiago es la única muerte real para mí, las abarca todas, les da sentido.
La muerte de la tiíta hasta me da alegría. Se murió a gusto, en su Veracruz querido, bailando danzones con un hombre diminuto llamado Matías Matadamas que se vestía todo él de azul polvo para sacar a mi tía a bailar el danzón sobre el espacio de un ladrillo en la plaza pública dos veces por semana.
La muerte verdadera de Juan Francisco ya había ocurrido hace mucho tiempo. Su cuerpo inánime la confirmó. Llegó a la muerte arrastrando los pies, diciéndome «ya no me ocurre nada», preguntándome, «¿Debimos casarnos tú y yo?» Porque el día de la muerte le pedí que ya no nos recrimináramos más.
– He perdido demasiado tiempo odiándote.
– Y yo, olvidándote.
¿Quiénes dijimos esto, Jorge, él o yo? Ya no sé. Ya no sé cuál de los dos dijo «No me digas si yo merecía tu odio y yo no te diré si tú merecías mi olvido».
Quiero creer que no lo quería cuando murió. Siempre, desde mi regreso cuando tú te fuiste a Cuba, me pregunté, ¿por qué me acepta de vuelta?, los machos mexicanos repudian, no toleran; ¿era Juan Francisco algo más de lo que yo imaginaba o creía saber sobre él?
De mis hijos pude decir son fuertes, son más grandes de lo que yo misma sabía, pero de él sólo supe preguntar, ¿es débil, o es
perverso?, ¿hace una profesión de su fracaso a fin de solicitar la única forma de amor que le queda: la compasión ajena? ¿Cómo podría yo abandonar a un hombre tan débil?
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