– Perdón, me dijeron que aquí solicitaban sirvienta.
– No, señorita, aquí no explotamos a nadie -sonrió, con su cada vez más irreprimible ironía, Laura: ¿era la ironía su única defensa posible contra el hábito, ni degradante ni exaltante, sólo llano y sin relieve, nada más, pero largo como el horizonte de sus años?
– Yo sé que usted necesita ayuda, señora…
– Mire, le acabó de decir…
No dijo más porque la mujer blanca y ojerosa vestida de negro entró a la fuerza al garaje de Laura, le imploró silencio con la mirada y las manos unidas y se abrazó de manera alarmante a Laura, cerrando los ojos como ante una catástrofe física, mientras por la banqueta pasaban corriendo, quebrando el pavimento con la fuerza
de sus botas, unos soldados metálicos, que sonaban a fierro y marchaban sobre calles de fierro en una ciudad sin almas. La mujer tembló en brazos de Laura.
– Por favor, señora…
Laura la miró a los ojos.
– ¿Cómo te llamas?
– Carmela.
– Pues no veo la razón de que toda una partida de soldados anden cazando por la calle a una sirvienta llamada Carmela.
– Señora, yo…
– Tú no digas nada, Carmela. Ven. Al fondo del patio hay un cuarto de criadas desocupado. Vamos a arreglarlo. Hay muchos periódicas viejos allí. Ponlos junto al boiler. ¿Sabes cocinar?
– Sé hacer hostias, señora.
– Yo te enseño. ¿De dónde eres?
– De Guadalajara.
– Di que tus padres son veracruzanos.
– Ya se murieron.
– Bueno, di que fueron veracruzanos entonces. Necesito temas para protegerte, Carmela. Cosas de qué hablar. Tú sigúeme la corriente.
– Dios se lo pague, señora.
Juan Francisco se mostró extremadamente dócil a la presencia de Carmela. Laura no tuvo que darle explicaciones. Él mismo se llamó irreflexivo, poco alerta a las necesidades de la casa, a la fatiga de Laura, a su interés por los libros y la pintura. Los niños crecían y necesitaban que su madre los educara. María de la O se volvía vieja y cansada.
– ¿Por qué no se van a Xalapa a descansar? Carmela me puede atender aquí en la casa.
Laura Díaz miraba hacia el altillo de su antigua casa en Xa-lapa, visible desde la azotea de la pensión donde vivían y trabajaban su madre Leticia y sus tías Hilda y Virginia. La gran edad ya no avanzaba hacia las hermanas Kelsen; las había atrapado, eran ellas las que dejaban atrás al tiempo mismo.
Las amaba, Laura se dio cuenta en la salita estrecha donde Leticia había reunido, de manera menos elegante, sus muebles personales, el ajuar de mimbre, la consola de mármol, los cuadros del píllete y el perro. A Hilda le colgaba una gran papada color de rosa adornada por pelos blancos, pero sus ojos eran siempre muy azules
a pesar de los espejuelos gruesos que resbalaban de vez en cuando por la nariz recta.
– Me estoy quedando ciega, Laurita. Es una bendición para no ver mis manos, mira mis manos, parecen nudos de esos que hacían los marineros en el muelle, parecen raíces de árbol seco. ¿Cómo voy a tocar el piano así? Menos mal que tu tía Virginia me lee en voz alta.
Ella, Virginia, mantenía los ojos negros muy abiertos, casi como espantados, y sus manos posadas sobre una encuadernación de cabritillo como sobre la piel de un ser amado. Tamborileaba al ritmo del parpadeo de los ojos muy negros y alertas. ¿Esperaba la llegada de algo inminente o la entrada de un ser inesperado pero providencial? ¿Dios, un cartero, un amante, un editor? Todas estas posibilidades pasaban al mismo tiempo por la mirada demasiado viva de la tía Virginia.
– ¿Nunca le hablaste al ministro Vasconcelos de publicar mi libro de versos?
– Tía Virginia, Vasconcelos ya no es ministro. Está en la oposición al gobierno de Calles. Además, yo nunca lo conocí.
– No sé nada de política. ¿Por qué no nos gobiernan los poetas?
– Porque no saben tragar sapos sin hacer gestos -rió Laura.
– ¿Qué? ¿Qué dices? ¿Estás loca o qué? Nett affe!
Aunque las tres hermanas habían tomado la decisión de administrar la casa de huéspedes, en realidad sólo Leticia trabajaba. Enteca, nerviosa, alta, con la espalda muy derecha y el pelo entrecano, mujer de pocas palabras pero de fidelidades elocuentes, ella tenía listas las comidas, limpios los cuartos, regadas las plantas, con la ayuda activa del negro Zampayita que seguía alegrando la casa con sus bailes y canciones salidas de quién sabe dónde,
ora la cachimbá-bimbá-bimbá ora la cachimbanbá, ora mi negra baila pa'cá ora mi negra baila pa'llá
Laura se asombró al ver las canas de alambre en la cabeza del negro. Estaba seguro de que Zampayita estaba en contacto secreto con una secta de brujas danzantes y un coro interminable de voces invisibles. Éstas son las personas que fuimos a entregar el cuerpo
de Santiago mi hermano al mar, éstos somos los testigos… Entonces Laura miraba hacia el altillo, pensaba en Armonía Aznar aquí en Xalapa y quién sabe por qué pensaba en Carmela sin apellido en el cuarto de criados en México.
Leticia recibía sobre todo a viejos conocidos veracruzanos de paso por Xalapa pero ahora, con la visita de Laura, los niños y María de la O, más la presencia de las dos pensionadas vitalicias y sin blanca que eran las tías Hilda y Virginia, sólo había cupo para dos huéspedes y Laura se sorprendió de volver a ver al súbitamente envejecido rubio tenista grandulón y de piernas fuertes, esbeltas y velludas, que abusaba de las muchachas en los bailes de San Cayetano.
La saludó con un gesto de excusa y sumisión tan inesperado como su presencia. Era viajante de comercio, dijo, vendía llantas de automóvil en el circuito Córdoba-Orizaba-Xalapa-Veracruz. Menos mal que no lo habían mandado a ese infierno que era el puerto de Coatzacoalcos. Le daban coche propio -su rostro se iluminó, como cuando bailaba frenéticamente el cake-walk en 1915- aunque no era de él, sino de la compañía.
Las luces se apagaron.
El otro huésped era un anciano, le dijo Leticia, no sale de su cuarto, allí le llevo las comidas.
Una tarde, Leticia se distrajo en la puerta y dejó la charola de la comida del huésped enfriándose en la cocina. Laura tomó la bandeja y la llevó tranquilamente al cuarto del huésped que nunca se dejaba ver.
Estaba sentado al filo de la cama, con algo entre las manos que escondió apenas oyó los pasos de Laura; ella alcanzó a distinguir un rumor inconfundible, las cuentas de un rosario. Al depositar la bandeja al lado del huésped, Laura sintió un temblor en todo su cuerpo, un calosfrío de reconocimiento súbito a través de velos y más velos de olvido, tiempo, y en este caso, desprecio.
– Usted, señor cura.
– Tú eres Laura, ¿verdad? Por favor, calla. No comprometas a tu propia madre.
El recuerdo de Laura tuvo que dar un gigantesco salto hacia atrás para ubicar al joven cura poblano, moreno e intolerante, un día desapareció con el cofre de las ofrendas.
– Padre Elzevir.
El cura tomó las manos de Laura.
– ¿Cómo te acuerdas? Eras una niña.
No hacía falta preguntarle qué hacía escondido allí. «Por favor calla. No comprometas a tu propia madre». Dijo que ella no tenía que preguntarle nada. Él le contaría que no llegó muy lejos con su robo. Era un cobarde. Lo admitía. Cuando la policía estaba a punto de capturarlo, pensó que más valía ofrecerse a la piedad de la Iglesia, pues la gendarmería del porfiriato no tenía ninguna.
– Pedí perdón y me lo dieron. Confesé y fui absuelto. Me arrepentí y entré de nuevo a la compañía de mi Iglesia. Pero sentí que todo eso era demasiado fácil. Cierto y profundo, pero fácil. Tenía que pagar el mal que hice, mi tentación. Mi engaño. Dios Nuestro Señor me hizo el favor de mandarme este castigo, la persecución religiosa de Calles.
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