Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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– ¿Recuerdas cuando fuimos a ver al panzón Soto al Fo-llies? Allí cambió tu vida.

– Un matrimonio muerto lo mata todo, Elizabeth.

– ¿Sabes lo que te pasó? Que eras más inteligente que tu marido. Igual que yo.

– No, yo creo que él me quería.

– Pero no te comprendía. Te largaste el día que entendiste que eras más inteligente que él. No me digas que no.

– No, simplemente sentí que Juan Francisco no estaba a la altura de sus ideales. Quizás yo era más moral que él aunque pensarlo hoy me fastidia un poco.

– ¿Recuerdas la farsa del panzón Soto? Para ser considerado inteligente en México, tienes que ser pillo. Yo te recomiendo, amor mío, que te hagas mujer liberada y sensual, una «pilla», si te parece. Anda, termina tu ice-cream soda, sorbe bien los popotes y va-mos de compras y luego al cine.

Laura dijo sentirse apenada de que Elizabeth le «disparara» tantas cosas, como empezaba a decirse en una jerga capitalina que abundaba en neologismos disfrazados de arcaísmos y arcaísmos disfrazados de neologismos. Imperaba, sin embargo, una especie de sublimación lingüística de la pasada lucha armada en que «disparar» era regalar, «carrancear» era robar, «sitiar» era cortejar, todo esfuerzo era «librar batallas», «me vale Wilson» era pasarse por el arco del triunfo al presidente americano que ordenó el desembarco de los marines en Veracruz y la expedición punitiva del general Per-shing contra Pancho Villa. La fatalidad era como La Valentina: si me han de matar mañana, que me maten de una vez; la determinación amorosa como La Adelita, que si se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar. El contraste entre el campo y la ciudad era como cantar cuatro milpas tan sólo han quedado o se acabaron las pelonas se acabó la presunción, o como comparar al horrendo charro lépero, el Cuatezón Beristáin, que se decía general sin haber librado más batallas que contra su suegra, con la añoranza de un refinamiento y una gracia evaporadas, las de La Gatita Blanca, María Co-nesa, que sin embargo, al cantar Ay ay ay ay mi querido Capitán dicen que evocaba a un temible militar, su amante, que capitaneaba la gavilla de asaltantes conocida como «la banda del automóvil gris», y fusilar era copiar. Y Maderear era lo que ellas hacían en estos momentos, pasearse por la Avenida Madero, la principal arteria comercial del centro, antigua calle de Plateros rebautizada para honrar al Apóstol de la Revolución y de la Democracia.

– Leí un libro muy gracioso de Julio Torri. Se llama De fusilamientos y se queja de que el principal inconveniente de ser fusilado es que hay que madrugar -dijo Laura mirando las vitrinas.

– No te preocupes. Mi marido el pobre Caraza decía que en la Revolución murieron un millón de gentes, pero no en los campos de batalla, sino en los pleitos de cantinas. Laura -Elizabeth se detuvo frente a la Cámara de Diputados en la calle Donceles-, te gusta venir al Cine Iris porque tu marido está de diputado, ¿verdad?

Compraron los boletos para ver A Free Soul con Clark Gable y Norma Shearer y Elizabeth dijo que la exaltaba el olor de muéga-no y sidral a la entrada de los cines.

– Manzana fresca y miel pegajosa -suspiró la joven señora cada vez más rubia y rolliza, al salir de la función-. ¿Ya ves? Norma Shearer lo deja todo, posición, novio aristocrático -¡qué

distinguido es ese inglés Leslie Howard!- por un gángster más sexy que… -Clark Gable ¡Divino orejón! ¡Me encanta!

– Pues yo prefiero al rubio, a Leslie Howard, que además es húngaro, no inglés.

– Imposible, los húngaros son gitanos y usan anillos en las orejas. ¿Dónde lo leíste?

– En el Photoplay.

– Pues preferirás al güero ese, inglés o robachicos lo que sea, pero te casaste con el prieto Juan Francisco. Chula, tú a mí no me engañas. Te gusta el Cine Iris porque está al lado de la Cámara de Diputados. Con suerte y lo ves. Digo, se ven. Digo. Nomás digo.

Laura negó aventuradamente con un movimiento de cabeza pero no le explicó nada a Elizabeth. A veces, sentía que su vida era como los solsticios, sólo que su matrimonio había pasado de la primavera al invierno, sin las estaciones intermedias, que son las de la floración y la cosecha. Quiso a Juan Francisco, pero un hombre sólo es admirable cuando admira a la mujer que lo ama. Fue eso, al cabo, lo que le faltó a Laura. Elizabeth quizás tenía razón, le hacía falta probar otras aguas, bañarse en otros ríos: aunque no encontrase el amor perfecto, podía construirse una pasión romántica, así fuese «platónica», palabra que Elizabeth no entendía pero ponía en práctica en las fiestas a las que asistía constantemente:

– Mírame pero no me toques. Si me tocas, te contagias.

No se entregaba a nadie: su amiga Laura imaginaba que una pasión podía crearse voluntariamente. Por eso vivían juntas sin problemas y sin hombres, evitando a los abundantes tenorios liberados de sus hogares por el mitote de la Revolución y buscando amantes cuando lo que querían eran madres.

El vernissage del cuadro de Andrea Negrete por Tízoc Am-briz fue, por fin, el pretexto para que Laura saliera de su viudez sin fiambre, como decía, con cierto dejo macabro, Elizabeth, y asistiese a una función «artística», ya bastaba de rumiar el pasado, imaginar amores imposibles, contar historias de Veracruz, añorar a los hijos, sentir vergüenza de ir a Xalapa porque se sentía culpable, porque era ella la que abandonó el hogar, como abandonó a los hijos, y no sabía de qué manera justificar sus abandonos, no quería rebajar la imagen de Juan Francisco ante los hijos, no quería admitirles a la Mutti y a las tías que se había equivocado, que mejor hubiera buscado un muchacho de su clase en los bailes de San Cayetano y el Casino Xalape-ño, pero sobre todo no quería hablar mal de Juan Francisco, quería

que todos siguiesen creyendo que ella puso la fe en un hombre luchador y valiente por encima de todo, un líder que resumía cuanto había sucedido en México en este siglo, no quería decirle a su familia me equivoqué, mi marido es un corrupto o un mediocre, mi marido es un ambicioso indigno de su ambición, tu padre, Santiago, no puede vivir sin que le reconozcan sus méritos, tu padre, Dantón, es derrotado por el convencimiento de que los demás no le dan su lugar -mi marido, Elizabeth, no es capaz de reconocer que ya perdió sus méritos. Sus medallas ya mostraron todas el cobre.

– Tu padre no ha hecho nada salvo delatar a una mujer perseguida.

¿Cómo decírselo a Santiago y a Dantón, que iban a cumplir, uno, diez años y el otro, nueve? ¿Cómo explicarse ante la Mutti y las tías? ¿Cómo explicar que el prestigio ganado durante años de lucha se evaporase en un instante, porque solamente una cosa se hizo mal? Era mejor, se decía Laura en su voluntaria soledad, que Juan Francisco pensara que ella lo juzgaba y lo condenaba. No le importaba, con tal de que él creyera que sólo ella lo juzgaba; nadie más, ni el mundo, ni sus hijos, ni unas viejas sin importancia para él, escondidas en una casa de huéspedes de Xalapa. El orgullo del marido quedaría intacto. El pesar de la mujer sería sólo de la mujer.

No sabía decirle todo esto a la insistente Elizabeth, como no podía explicárselo a la familia veracruzana con la que se carteaba como si nada hubiese ocurrido; las cartas llegaban a la Avenida Sonora. La nueva criada de Juan Francisco se las entregaba a Laura cada semana. Laura iba a su vieja casa matrimonial al mediodía, cuando él no estaba. Laura confiaba: si María de la O sospechaba algo, callaría. La discreción nació junto con la tiíta.

La invitación a develar el cuadro de Andrea Negrete resultó irresistible porque un día antes, Elizabeth habló de gastos con su huésped.

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