ce es lo que es, no hay nada que descubrir, se lo pregunto al auditorio al que le habla el líder López Greene, el hombre es de a deveras, lo que les dice es cierto, no hay nada escondido detrás de sus palabras, sus palabras son toda su verdad, toditita entera, crean en él, no hay hombre más auténtico, lo que ven es lo que es, lo que dice es nada más.
A ella, le exigía por costumbre lo que le satisfacía antes. Laura, poco a poco, dejó de sentirse satisfecha con lo que antes les satisfacía a los dos.
– Cuando te conocí, creí que no te merecía. ¿Qué te parece? ¿Por qué no me contestas?
– Yo creí que te podría cambiar.
– Entonces te parece poco cosa lo que compraste en Xalapa.
– No me entiendes. Todos progresamos, todos podemos mejorar o empeorar.
– ¿Me estás diciendo que querías cambiarme?
– Para bien.
– Oye, dime algo claramente. ¿No soy buena esposa y buena madre? Cuando quise trabajar a tu lado, ¿no me lo impediste con aquel paseíto por el infierno que me organizaste? ¿Qué más querías?
– Alguien en quien confiar -dijo Juan Francisco y primero se levantó de la cama pero enseguida miró a Laura con ojos brillantes y luego, con una mueca de dolor, se arrojó en brazos de su mujer.
– Mi amor, mi amor…
Ese año el presidente era Plutarco Elias Calles, otro sono-rense del triunvirato de Agua Prieta. La Revolución se había hecho al grito de SUFRAGIO EFECTIVO NO REELECCIÓN porque Porfirio Díaz se perpetuó en la presidencia durante tres décadas con reelecciones fraudulentas. Ahora, el ex presidente Obregón quería borrarse la equis de la frente y volver a la silla del águila y la serpiente. Muchos dijeron que eso era traicionar uno de los principios de la Revolución. La razón del poder se impuso. La Constitución fue enmendada para permitir la reelección. Todos estaban seguros de que los sono-renses se alternarían hasta morirse de viejos, igual que don Porfirio, amenos que otro Madero, otra Revolución…
– Morones quiere que los sindicalistas apoyemos la reelección del general Obregón. Quiero discutirlo con ustedes -les dijo Juan Francisco a los dirigentes reunidos, una vez más, igual que todos
los meses de todos los años, en su casa, mientras Laura interrumpía su lectura en la salita de al lado.
– Morones es un oportunista. No piensa como nosotros. Detesta a los anarcosindicalistas. Adora a los corporativistas que nomás le engordan el caldo al gobierno. Si lo apoyamos, acaba con nuestra independencia. Nos convierte en borregos o nos lleva al matadero, que para el caso da igual.
– Tiene razón Palomo, ¿qué vamos a ser, Juan Francisco, sindicatos independientes y luchadores, o sectores corporativos del obrerismo oficial? Ustedes díganme -dijo otra de esas voces sin facciones que Laura se esforzaba por identificar, a la entrada, a la salida, con los rostros que desfilaban por el saloncito, sin lograr asociar el rostro a la voz.
– Carajo, Juan Francisco, y con perdón de la señora en la sala, somos los herederos del grupo anarquista Luz, de la Tribuna Roja, de la Casa del Obrero Mundial, de los Batallones Rojos de la Revolución. ¿Vamos a acabar de lacayos de un gobierno que se sirve de nosotros para darse aires de muy revolucionario? Revolucionario chiles, digo yo.
– ¿Qué nos interesa más? -Laura escuchó la voz de su marido-. ¿Lograr lo que queremos, una vida mejor para los trabajadores, o gastarnos luchando contra el gobierno, quemando la pólvora en infiernitos y dejando que sean otros los que hagan realidad las promesas que la Revolución le hizo a los trabajadores? ¿Vamos a perder la oportunidad?
– Vamos a perder hasta los calzones.
– ¿Alguien aquí cree en el alma?
– Una revolución se legitima por sí sola y engendra derechos, camaradas -resumió Juan Francisco-. Obregón tiene el apoyo de los que hicieron la Revolución. Ahora hasta las gentes de Zapata y Villa lo apoyan. Ha sabido ganarse todas las voluntades. ¿Vamos a ser nosotros la excepción?
– Yo digo que sí, Juan Francisco, El movimiento obrero nació para ser la excepción. Chin, no nos quites el gusto de ser siempre los aguafiestas del gobierno, me lleva…
Toda su vida de joven casada escuchando la misma discusión: era como ir a la iglesia todos los domingos a oír el mismo sermón. La costumbre, pensó Laura una vez, tiene que tener sentido, debe convertirse en rito. Repasó los momentos rituales en su propia vida, el nacimiento, la infancia, la pubertad, el matrimonio, la muerte.
Tenía treinta años y ya los había conocido todos. Era un conocimiento persona], un saber que tocaba a su familia. Se convirtió en un conocimiento colectivo, como si el país entero no pudiese divorciarse de su novia la muerte, el día de julio en que Juan Francisco regresó inopinadamente a la casa hacia las seis de la tarde ;descompuesto, y declaró:
– Han asesinado al presidente electo Obregón en un banquete.
– ¿Quién?
– Un católico.
– ¿Lo mataron?
– ¿A Obregón? Ya te lo dije.
– No, al que lo mató.
– No, está preso. Se llama Toral. Es un fanático.
De todas las coincidencias de su vida hasta entonces, ninguna alarmó tanto a Laura como el rumor, una tarde, de nudillos tocando suavemente a la puerta de la casa. María de la O había sacado al parque a los niños; Juan Francisco regresaba cada vez más tarde del trabajo. Las discusiones habituales en el comedor habían cedido el lugar a la necesidad de actuar, Obregón estaba muerto, entre él y Calles se repartían el poder, ahora sólo quedaba un hombre fuerte: ¿era Calles el asesino de Obregón?, ¿era México una cadena sin fin de sacrificios, uno engendrando al siguiente y éste seguro de su eventual destino: ser lo mismo que lo originó, la muerte para llegar al poder, la muerte para dejarlo?
– Ya ves, Juan Francisco, Morones y la CROM están felices con la muerte de Obregón. Morones quería ser candidato a la presidencia…
– Ese gordo necesita una silla doble ancho…
– No hagas bromas, Palomo. La no reelección era el principio sagrado…
– Cállate, Pánfilo. No uses palabras religiosas, me cae…
– Te digo que seas serio. El principio intocable, si prefieres, de la Revolución. Calles traicionó las aspiraciones presidenciales de Morones para beneficiar a su compadre Obregón. ¿Quiénes salen ganando con el crimen? Hazte siempre esa pregunta obvia. ¿Quién sale ganando?
– Calles y Morones. ¿Y quiénes son los chivos expiatorios? Los católicos.
– Tú siempre has sido anticlerical, Palomo. Les reprochas a los campesinos su catolicismo.
– Por eso mismo te digo que no hay mejor manera de fortalecer a la Iglesia que persiguiéndola. Es lo que me temo ahora.
– ¿Por qué la persigue Calles entonces? El Turco no es ningún pendejo.
– Para taparle el ojo al macho, José Miguel. De alguna manera tiene que demostrar que es «revolucionario».
– Ya no entiendo nada.
– Entiende una cosa. En México hasta los tullidos son alambristas.
– Y tú no te olvides de otra cosa. La política es el arte de tragar sapos sin hacer gestos.
Era blanca como una luna y por eso resaltaban más sus cejas tan negras, pobladas y sin cesura que recorrían el ceño y sombreaban aún más las ojeras que a su vez eran como la sombra de los ojos inmensos, negros como dicen que es el pecado, aunque los de esta mujer nadaban en un lago de presentimientos. De negro venía vestida, con faldas largas y zapatos sin tacón, la blusa abotonada hasta el cuello y un chal negro también que le cubría nerviosamente la espalda, ceñido pero mal colocado, resbalándole hasta la cintura, cosa que la ruborizaba como si eso le diese aire de bataclana, obligándola a ajusfarlo de nuevo sobre los hombros, nunca sobre la cabeza de cabellera estrictamente dividida por la raya mediana y reunida en chongo sobre la nuca de pelos largos, sueltos como si una parte secreta se rebelara contra la disciplina del atuendo. Los cabellos sueltos eran un poco menos negros que el apretado peinado de la mujer pálida y nerviosa, como si anunciasen algo, antenas de alguna noticia indeseada.
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