Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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Nunca puse interés en mis clases de secretaria, aunque ahí si me daban un poco más de inglés. Pero no era el inglés que me gustaba. Todo lo que enseñaban, según yo, sólo me iba a servir para encuerármele al vicio que iba a ser mi jefe, ¿ajá? 0 sea que el inglés que me gustaba me empezó a gustar con el disco de 199 y Pop. Tenía pocas amigas, o creo más bien que no tenía amigas. Total que me iba al súper a comprar revistas en inglés, que igual yo ni leía pero me divertía el chiste de tener que esconderlas, porque se suponía que yo era la más pobre de la casa. ¿Y de dónde salían las revistas? 0 sea que te digo, tenía que esconderlas. Como todo en mi vida, siempre y en todas partes. Ahora mismo me estoy escondiendo para grabar las cintas que tú vas a esconderte para poder oír.

Traducía las letras de las canciones en mis cuadernos, hasta que un día una me dejó pasmada. Decía: I need some lovin’, like a fastball needs control. Perdona que pronuncie así de feo pero ya ves que esto de pronunciar bonito no siempre se me da. My God, soy una naca. La canción se llamaba Isolation y yo pensaba que era insolación. No entendía muy bien cómo un tipo que se estaba insolando podía darse el lujo de pedir amor. Bueno, si lo entendía, pero a mi modo. Pensaba: Imagínate lo sacado de onda que estaría el pobre güey, si hasta a medio desierto sigue chíngando con que nadie lo quiere. Pero lo que más me gustaba era lo otro:

“Like a faseball needs control”. Yo era una bola rápida, por eso ni siquiera yo podía controlarme. Por eso me di cuenta de que ese disco era mío. No mío, sino El Mío. Lo grabé en varias cintas, tenía que tenerlo cerca para escucharlo el día entero. No se me olvida el titulo: Blah-blah-blah.

Desde que yo me acuerdo todo era idéntico. Íbamos a la iglesia, salíamos de visita, nos llevaban al parque. Y yo no me enteraba más que de lo básico. Si papi, no papi, de chocolate, con queso, sin chile, con permiso, me da igual. Todo me daba igual porque era como si todo lo que pasaba alrededor de mí fuera parte de un tiempo no sé, ajeno. Luego empezaban a tomarse fotos, sobre todo cuando mi hermano más chico ya era rubio, y entonces yo sentía que todo eso pasaba a espaldas de no sé, mis pensamientos.

O de lo que yo era, pues. Nunca me perdonaron que en todas, todas, todas las fotos saliera con mi cara de aburrida, o haciendo muecas de asco, casi siempre mirando para cualquier lado, menos hacia la cámara. Un día me obligaron a mirar de frente, y a mi me dio tanto coraje que puse cara de odio. Me acuerdo que pensaba: Los voy a matar. Digo, tenía nueve años, no iba a matar a nadie, pero quería pensarlo para que luego se notara en la fotografía. Y mi papá diciéndome: Sonríe, y yo le sonreía, pero siempre pensando: Los voy a matar. Cómo sería la cosa que rompieron la foto. Pero siguieron insistiendo en fotografiarme. Yo para ellos era La Güerita, ya me entiendes. La Nena de la Casa. La Ricitos de Oro. ¿Te imaginas el chasco: La Chica del Pastel?

El día de la mesita del desayunador me di cuenta de lo poco que los necesitaba. Llevaban no sé cuántas semanas quitándome el dinero, el agua caliente, los paseos y hasta mis ratos libres, porque cuando no estaba estudiando me tenían de su esclava. Entonces yo pensé: No soporto esta vida. Digo, tenía que haber algo mejor que joderme el día entero sin ir más que a la escuela ni tener un centavo ni poderme bañar con agua de jodida tibiecita. ¿Tú crees que no podía, yo solita, darme una vida menos espantosa? Pensaba: Me voy a ir a New York. Recortaba periódicos, pegaba en mis cuadernos fotos de rascacielos, tenía hasta un mapita con las líneas del subway. Me imaginaba recorriendo tiendas, con el pelo negrísimo, ya mero azul, cantando: I need some lovin, líke a fastball needs control. Me reía de imaginarme a mi papá sirviéndome un hot dog y robándose el cambio de mis diez dólares.

Cada vez que hacía cuentas decía: Me faltan equis meses y tantos días, y hasta sonaba bien, como que no era tanto. Pero luego pensaba: Voy a tener dieciocho cuando acabe el martirio. ¿O sea que les iba a dar el chance de enanearme a su gusto hasta mi puta mayoría de edad? Porque ya a los dieciocho te sales por la puerta, no tienes que escaparte. El chiste era quitarles el gustito de tener cenicienta en casa por cuatro años. Pero según yo, antes tenía que arreglármelas con el inglés. O sea hablar, porque igual más o menos entendía. Si hablaba bien inglés, podía irme a hacer trampas a Manhattan. Así decía: Manhattan, la muy ñoña.

O sea que lo cursi se pegaba, ¿ajá? Tenía que largarme en chinga loca, y a lo mejor por eso me propuse un plan de locos: me iba a escapar el día que cumpliera quince años. ¿Te imaginas? ¡Y dejarlos plantados con la fiesta! Era para reírme de mis papás casi tanto como mis compañeras de la secundaria ejecutiva se burlaron de mi cuando reprobé todititas las materias. Con tanta puntería que mis papas apenas alcanzaron a cancelar la fiesta. Y toma: adiós escape.

Estoy segura de que mis compañeras me odiaban por güerita. 0 más bien por güerita renegada, porque yo me pasaba el día diciendo: No soy rubia. Y ellas, que se morían por que las confundieran con gimnastas noruegas, imagínate el odio que sentían cada vez que hacia burla de sus sueños de cíertopelo. Y como yo ya las había invitado a todas (quería muchos testigos para mi fuga), la semana siguiente media escuela sabía que la niña que había reprobado todas las materias ya no iba a tener fiesta. Y yo decía: Ni fuga, carajo. Sin poder embarrarles a esas pinches coatlicues en sus pinches carotas que yo no iba a ser una pinche esclava como ellas. Qué pinche ingenua, ¿verdad? Total que me quedé unos meses más, pero no te he contado del dinero. ¿Quieres que te platique cómo me hice niña rica?

Pasajeros en trance

La moto, el campamento, el coche: cada uno de esos ingredientes podía por sí mismo darle la popularidad que le faltaba para sacarlo de una vez de su ensimismamiento: una especie de enfermedad no declarada de la que ningún mimo parecía sanarlo. Durante los campamentos vivía intensamente amores imposibles de raíz, pues de antemano se sabía incapaz de cuando menos pretenderlos: se fijaba en mujeres más grandes, a veces por diez años de diferencia. Instructoras de windsurf, empleadas de cocina, counselors, gringas al mismo tiempo próximas y distantes que sin duda se habrían carcajeado de sus intenciones. Gringas-musas, opuestas en sus pensamientos al modelo de gringa sobrada de cuerpo que solía privar entre los compañeros de la escuela. Mas no obstante su calidad etérea, las musas recibían de vez en vez los mensajes anónimos de quien prefería eludir todas las probables amistades para mejor centrar sus esfuerzos en seguirlas de cerca, siempre desde una sombra segura, aunque febril. Un método curiosamente similar al que desarrollaba para escribir: vigilar cada paso de la realidad desde la protección de la penumbra, resuelto a entretener y luego sepultar cada una de sus observaciones. En cuanto a los vehículos, que en otros casos colman de popularidad a sus dueños, Pig había usado la moto y el coche no para seducir a sus vecinas, sino para escapar de todo cuanto le pareciera vecino, y por tanto amenazadoramente próximo. Se escapaba hasta el Centro en la moto: compraba novelitas pornográficas, polvos de pica-pica, palomones con triple carga de pólvora, todo aquello que luego le serviría para esparcirse a solas, casi siempre a costillas de una realidad a la que había violentado en secreto, presa de cierta turbia excitación. Pero si con la moto sólo de cuando en cuando conseguía escapar de la colonia para hacer una de esas travesías -cuando sabía que Mamita no volvería en horas-, el coche le dio toda suerte de facilidades. Antes que transportar a los amigos que no tenía, Pig se lanzó a bucear allí donde Mamita era incapaz de imaginarlo dar un paso sin taparse la nariz. Una vez con el coche a su disposición, Pig confirmaba su estatura de niño mimado, al tiempo que afirmaba una honda tentación de pervertirse.

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