Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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Quiero que te imagines mi cara de contenta en New York antes de que amanezca. Porque luego tendrías que dibujarme en tu cabeza con la paranoia: me van a agarrar me van a agarrar me van a agarrar me van a agarrar. ¿Cuánto iban a tardar Nefastófeles y el borracho de su amigo en llamarse y ponerse a buscarme? Aunque no me encontraran, nada más de pensar que me buscaban me ponía a temblar. Paré la camioneta, desperté a mi amiguito y le pedí que me llevara sana y salva a un aeropuerto, que no fuera La Guardia ni el JFK. Qué tal que el pinche boliviano elegante me había denunciado, o no sé, las arañas, las tarántulas: estaba que me hacía pipí del miedo. A las ocho llegamos al de Newark, y a las nueve ya habíamos mandado la tele, la VCR y otras cosas a México. A mi casa. Porque bueno, por mucho que me detestaran mis papás, tenía que empezar a aligerarles el berrinche. Yo sabía que a mí podían botarme, pero nunca a los regalitos. No lo tenía en mis planes, no me atrevía ni a llamarles por teléfono, pero a la larga íbamos a tener que mirarnos las jetas. O no sé si era que de tanto tiempo de vivir sin perro que me ladrara, necesitaba sentirme algo parecido a una hija de familia. No iba a vivir con ellos, entre otras cosas porque no sabía si seguían con la idea de ponerme la blusa de manga extralarge. Tampoco creía que me fueran a perdonar. Sólo que les llegara con sus ciento catorce mil seiscientos noventa dólares de mierda, y eso no había por dónde. Pero si a Nefastófeles se le ocurrió anunciarme en el Screiv Magazine, no era así muy descabellado creer que igual en México podía ser modelo. De segunda, de quinta, eso no importaba. Tenía que sentirme de otro modo, limpiar toda la soledad apestosa que traía como pegosteada en la piel. En México podía estudiar algo, decir que mal que mal tenía una familia, tal vez hacer amigos. Pero necesitaba rutinas decentes, algo diferentísimo al desmadre en que vivía. No quería pensar que en México tenía lo mismito que en New York: nada.

Pagué casi trescientos por el envío de las cosas a mi casa, más otros doscientos cincuenta por un boleto a Houston que salía a las dos de la tarde. Más doscientos de exceso de equipaje. Más veinte de gasolina para ir volando al casillero por mis cosas. Pensé: Me quedan mil con eso llego fácil hasta México, y allá seguro vendo más caro el Rolex. No es lo mismo un reloj robado que uno de importación, ¿ajá? No sabía un demonio, ni tenía maldita idea de cómo iba a hacerle, pero podía empezar por ser legal. Ya hasta me había acostumbrado a bajar la vista como puta mustia cada vez que veía venir a un policía. Además, de algo tenían que servirme los cuatro años de training en New York.

¿Sabes qué es lo que si sabía que ya no iba a ser? Ratera. En México podía borrar el pizarrón, estrenar un cuaderno, cambiarme de escuelita. Tenía veinte años, carajo.

Estaba casi a punto de cumplirlos y parecía una puta vieja pidiendo a gritos: ¡Por lo que más quieran, bórrenme el wometraje! Por gringa que me hubiera hecho, muy poco en realidad, yo era una muñequita made in México, y allí era donde me iban a arreglar. Digo, tenía toda la pinta de gente bien. La ropa, el relojito, las pelucas, eso en New York podía no valer nada, pero en México se iba a cotizar cabrón. El arte del Hígh Bluffing (nociones y fundamentos), el nuevo libro de la doctora Violetta R. Schmidt.

Antes de irme había arrancado unas páginas del directorio, con todas las agencias de modelos de Manhattan. También había recortado tres anuncios del Vanity Fair, donde podías jurar que la fotografiada era yo. Ya sabrás, dos modelos de espaldas, y de frente otra muy parecida a mí. Porque una cosa es que ya no quisiera ser ladrona y otra que no tuviera que hacer trampas. ¿En México, sin trampas? No me chingues. Mis papás eran tramposos, el cura era tramposo, el hijo del jardinero era tramposo, Nefastófeles era tramposo. Y ladrones también, todos. Mis mariditos mexicanos eran divertidísimos, pero la mayoría andaban más chuecos que un Mercedes Benz con tres facturas. Yo misma era mexicanísima, que por supuesto no es igual que ser coatlicue. No es que yo tenga nada contra las coatlicues, pero tampoco tengo que admirarlas. Ni parecerme a ellas, qué horror. Pero igual me sentía un poco acoatlicuada por New York. Había vivido cuatro años en la ciudad sin nunca entrar de veras en ella. Y para colmo en México tenía una familia que moría por ser gringa. Ni modo de arrimármeles. Aunque me perdonaran, de todos modos tenía que pegar un cuento que ellos ni siquiera iban a entender. Menos a respaldar, ¿ajá? O sea que sólo yo sabía mi cuento: si había sobrevivido como mexicana en New York, tenía que brillar como newyorka en México.

Todo eso lo pensé ya en el avión a Houston. Venía con la cabeza en otra parte, sólo me conectaba en los momentos críticos. En Houston tomé un taxi a la Greyhound, y cuando la de la taquilla me preguntó para dónde iba no me atreví a decir: Laredo, will you pleassee? Tenía mucho miedo de encontrarme a Eric, y todavía más miedo de no encontrármelo. Dije: Brownsvílle, y ya. Y otra vez me dejé ir, como robot. ¿Ves la carita de felicidad con la que salgo en la postal, manejando la camioneta del dominicano? Allí también hay trampa: Henry cargaba un papelín de cois en la cartera. Con el Mr. Bajón que yo traía, me cayó como botiquín de primeros auxilios. Me sentí una chingona, byebye miedo. Estaba segurísima de que me iba a comer a México. Cuando me crucé el puente y leí: Tamaulipas, me entró un ataque fulminante de felicidad. Bajo el amable patrocinio del último jalón, crucé como si nada la frontera, entré a Reyriosa con la espalda bien derecha y el busto ya sabrás: apuntando hacia las nubes, y al final me senté a reírme en la banqueta. Decía: Violetta, vas a ser la reina de tlahuícas y coatlicues. ¿Sabes la cantidad de trampas y robos y hombres y dólares que hay detrás de esa sonrisota de Niña Comelobos? Me gustaría que vieras lo que yo vi ese día en el retrovisor. Haz a un lado la cois, quítale los efectos especiales: ¿no parece que acabo de matar al Donkey Kong? Nefastófeles saqueado. Henry descalabrado. Yo con su cois y su dinero y en otro país, con los ojitos remojados de contenta. Ding, dong, The WickedBitch is wet: Welkome to the next level!

El aullido al caer

Diablo de la Guarda: ¡qué rica compañía! Déjame morderte el alma para saber que sólo es mía.

Hazme sentir bien: pórtate mal, súbete a mi tren, sé mi pecado mortal. ¿Ves qué fácil es mi dulce amparo hallar? ¡Con permiso, Señor Juez, me la voy a robar! Rézame, querida, cómprame mi altar: En tus próximas cien vidas no te vas a zafar… ¡Mi Cielo!

Rap del Diablo Guardián, parte III (anexo a 36 tulipanes de procedencia no especificada).

Nunca supo mirar a un perro muerto. Nunca pisó las rayas en la banqueta. Un día en un examen de clasificación le preguntaron: ¿Pisa usted las líneas sobre el pavimento? y respondió que si, tal como otros responden automáticamente que no a la pregunta: ¿Se masturba usted? o ¿Tiene usted miedo a las tormentas? Quien miente en los exámenes psicológicos -¿todos mentimos? confiesa un cierto miedo de sí mismo, y acaso debería temer ser descubierto. Porque hay que calcular que los psicólogos tampoco son imbéciles. Si uno dice mentiras, ellos deben de saberlo. Tendría que haber alguna técnica para sacar a los pacientes toda la verdad. Pero si eso era cierto, Pig suponía entonces que igual habría una forma de burlar esa técnica y hacer triunfar gloriosamente a la mentira. Aunque igual la mentira triunfa de cualquier forma. ¿Qué es lo que califican los psicólogos? ¿La verdad que se esconde tras nuestras mentiras o el puro empeño con que las decimos? Sintió un escalofrío al descubrir, sin siquiera decírselo porque cosas como ésa no se dicen, que con tal de seguir apareciendo conveniente a los ojos de Rosalba podía hacer verdad cualquier mentira, hasta el punto de él mismo creería y defendería cual sólo se defienden las intensas certezas.

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