La cosa empezó tarde, como a las tres de la mañana. El dominicano se había bajado un par de veces a vomitar y yo empezaba como a sentir sueño. En eso que veo a Henry venir hacia nosotros. Hacia su casa, pues, pero entre el edificio y la esquina de West End estábamos nosotros, en la camioneta. Borracha, soñolienta, todo lo que tú quieras, pero hice exactamente lo que debía: salí corriendo de la camioneta, grité su nombre y me le abracé como una pobre y maltratada huerfanita. No hay hombre que resista esa terapia.
Nunca he sido muy buena para el ajedrez, odio las situaciones en las que hay que atacar y defenderse al mismo tiempo. Por ejemplo: podrías dar el mate con la reina, pero ni modo de moverla porque entonces su torre se tragaría tu rey. Cuando Henry empezó a ponerse cariñosito, o sea inmediatamente que me le abracé, me di cuenta que iba a tener que subir, y no estaba segura de que el dominicanucho aquel no fuera a irse con todo mi rascuache patrimonio. Además, mi ropita no era barata. La barata era yo, en todo caso, porque ya no tenía ni dos dólares y estaba lista para lo que fuera por conseguir la lana para no sé, moverme de la escena a la brevedad, ¿ajá? Ya no era un viaje, ni un regreso, era otra vez una maldita fuga desquiciada. Muerta de miedo, aparte, porque ya ves la clase de maleantes con los que se llevaba Nefastófeles, y Henry White no era de los que llegan a tu casa y te piden una manzana.
Ese cabrón la agarra, la escupe y luego te la pide. Yo no podía esperar que me ayudara a nada, con un güey como Henry se negocia con los calzones bajados. A menos que te afiles y le comas el mandado. Que se los bajes antes, sin que se dé cuenta. A ver si me entendiste: yo no pensaba prostituirme con Henry. Qué chistosa palabra: prostituirme. Suena mucho más grande de lo que es. Mucho menos común, también. Pero Henry no me iba a dar ni un quarter por tirármelo. Con mucha suerte me iba a esconder ahí hasta el fin de semana. Haciendo fuerte uso de mis instalaciones, claro. Y ni así podía estar segura de que un día no iba a aparecerse Nefastófeles. Más bien mi idea era entrar a su departamento y pensar algo rápido. Un mate con el peón, ¿ajá? El día que estuvimos juntos en su cama, esperé a que se metiera al baño y le esculqué el cajón: tenía de jodida mil quinientos dólares. Además, cuando un hombre se quita los pantalones frente a una mujer, lo primero que olvida es la cartera. Claro que Henry no era exactamente de ésos. Tenía una mirada burlona, de apostador ladino. Como diciendo: Mi cabeza nunca se sale de su lugar. Además, yo no tenía tiempo para tanto. El chofer de la camioneta podía largarse con mis cosas en cualquier momento. Cada minuto que pasaba le daba una oportunidad para pensar en chingarme. ¿Checas lo delicado de la situación?
Igual tenía que tirar los dados, ¿ajá? O en fin, mover mis piezas. Una jugada veloz, algún mate sacado de la manga. Y te digo que a mí esto del ajedrez me pone de brincar. Supondrás que el efecto del Cordon Rouge acababa de irse por la coladera: yo estaba totalmente en mis cinco, armando un escenón en los brazos de Henry. Colgada de su cuello, chillando a puros gritos. A Single Unforgettable Performance. Pensé: Si éste no me lleva a su casa por caliente, va a tener que meterme para no estar haciendo el numerazo a media calle. Pero él también andaba servidísimo. No nada más por el aliento a whisky, también lo notas cuando al tipo le da por manosearte con una urgencia y una torpeza de lo más desagradables. No sólo Henry, todos. Hasta tú, aunque también hay casos en que a una eso le gusta. O le conviene, que viene siendo igual. En el fondo me gustan los tipos desagradables. Aunque no sé qué tiene de especial que te amarren a la cama o te eructen en la cara, que se porten como si no existieras: Mira, te uso y te tiro, merece más respeto un espejo que tú. Hay cosas que los tipos no harían nunca enfrente de un espejo, pero dan lo que sea por hacerlas en la carota de una mujer. Puta cara de palo, no existes para mí, no te pido permiso ni para picarme el culo. Y eso era lo que yo veía venir en la cama de Henry, si dejaba que me llevara hasta allá. Quiero decir que estábamos en el pasillo del segundo piso y Henry me tenía acorralada en la pared, con las dos manos dentro de mis pantalones, sin blusa, sin brasier, a punto de saltar del porno suave al hardrore sin haber ni llegado a su departamento. ¿Qué iba a hacer? No quería que me encerrara en su casa, ni tampoco que me acabara de encuerar en el, pasillo. Sabía que entre menos ropa tuviera puesta, más tiempo iba a tomarme regresar a la calle. Tiempo, ¿me entiendes? Y en casos como el que te estoy contando, el tiempo solamente se gana con besitos. Primero lo agarré del cuello, le levanté la cabeza, me lo quedé mirando y dije: Está perdido. No podía ni hablar, el querubín. 0 sea que contra todas las evidencias, yo no estaba en sus manos. Y si lo ves con calma, él estaba en las mías, porque además tenía una erección marca Mandril. En esas vergonzosas condiciones, un beso salivoso y con autoridad los pone suavecitos. Obedientes. Pero yo estaba ya desesperada. No me importaba no sacar ni un centavo, necesitaba irme de allí. Tampoco podía seguir besándolo en plan puerca. No servía de mucho, ni me hacía gracia. Fue por desesperada que de repente lo agarré de las orejas, abrí toda la boca como para besarlo cachondísimo, sentí que sus dos manos me apretaban más las nalgas y pensé: Jaque mate.
¡Toma, cabrón! ¡Toma, cabrón! ¡Toma, cabrón! Le di tres cabezazos secos en la pared. Y estábamos tan pinche enganchaditos que nos fuimos al piso juntos, como bultos. Pensé: Me va a matar. ¿Tú sabes el calibre de súper madriza que Violetta acababa de comprarse? But he was gone, ¿ajá? 0 sea que hice a un lado el costal, me levanté del suelo y me puse a bolsearlo desesperadamente. Hasta pensé en clavarme a su departamento y atacar el buró, pero ya la cartera estaba razonablemente panzoncita, y yo dije: Violetta, si te engolosinas Dios te va a castigar. Dejé las llaves en el piso, a un lado de su mano, me subí bien los pantalones y recogí el brasier que ya estaba roto, pero igual no quería que se quedara ahí. ¿Por qué no quería que se quedara ahí? Hasta que me hice esa pregunta me di cuenta que no sabía si el pinche Henry estaba vivo. Podía haberlo matado, o podía él solito morirse después, o quedarse pendejo, o yo qué iba a saber. Me regresé, pegué la oreja y estaba resollando. Aunque igual era yo la que resollaba. Por si las moscas, agarré todas mis cosas y me bajé volando por la escalera. Llegué a la puerta de la calle y estaba cerrada. Puta madre. Regresé como loca por las llaves y de nuevo pensé: ¿Y si me infiltro al depto de este güey? Pero pensé también: ¿Y si me agarran? Me regresé otra vez a donde estaba Henry: antes de decidirme a entrar, tenía por lo menos que saber qué hora era. Porque claro, mi amado relojito seguía en el casillero. Le agarré la muñeca y toma: tres y veinticinco. Claro que la noticia no era ésa. La noticia era que Violetta ya no tenía que saquear ningún departamento. Me explico: Henry traía un Rolex todavía más pinche guapo que él.
POSTAL 14: Sonrisa de Caperuza
¿Me imaginas manejando una camioneta vieja por la Quinta? Y qué querías que hiciera, si me encontré al dominicano bien dormido en el volante. Cómo sería la histeria que pensé en aventarlo en la banqueta y largarme solita con mis cosas. Pero también: tenía que pararle. No podía seguir haciendo esas mamadas. O sea que move your tropical ass, guajirito: a gritos y empujones lo moví hasta el asiento de junto, le quité las llaves y como pude me fuí manejando. Claro que manejaba horriblemente, con trabajos había agarrado un par de coches en México, más los pocos que me dejaron manejar algunos mariditos motorizados. El caso es que me fui por la 92, di no sé cuántas vueltas y fui a salir a Central Park West. Me paré, conté el dinero y me bajó un poquito el entusiasmo: mil ochocientos, más un cheque de mil que no podía cobrar. De cualquier forma, yo quería celebrar. Por eso salgo en la postal con esa sonrisota de niña en su cumpleaños, preguntándome cuánto me va a dar Marcus por el Rolex, cuánto voy a pagar por llegar a la frontera, cómo le voy a hacer para comprar los boletos. Y hasta estoy calculando si ya con el Rolex vendido me alcanzaría para ir a conocer Disneylandia. No me va a alcanzar, claro. Voy a irme de New York y de Estados Unidos sin haber ni pisado un parque de diversiones. Ni el Astroworld, ni Coney Island, ni un carajo. Nefastófeles tenía razón: yo era una tramposita callejera. De esas que no son ni turistas ni locales. Te digo: población flotante, aunque sea sobre una cama de agua. Claro que lo de callejera no era cierto. Trabajaba en los lobbies, no en la calle. Cuando se lo reclamé, según yo muy indignada, lo único que conseguí fue que se carcajeara y me colgara un apodo espantoso. No vayas a ponerlo en la novela: El Lobby Feroz. Ahora estoy menos segura de que sonara en realidad tan mal, pero cuando me lo decía Nefastófeles se oía como pedo propio en casa ajena. ¿Creerás que todavía me pongo roja nomás de repetirlo? Y también eso vengo pensando en la camioneta: Adiós, Lobby Feroz. Son cerca de las cinco y media en el Rolex de Henry, aunque tal vez lo que tú quieres saber es si en esta postal estás viendo la cara de una asesina. Cuando ya me sentía tranquila para volver a manejar la camioneta, por ahí de las cinco, dije: Pinche Violetta, tienes que alivianarte. Estaba registrando de nuevo la cartera, y en eso que me encuentro una tarjeta de Henry. Me acuerdo que marqué su número diciendo: Diosito, por favor, que no esté muerto. Y si, tenía voz de muerto, pero igual contestó el teléfono. Le colgué, aliviadísima. Ratera de éxito y matona fracasada: era más, muchísimo más de lo que yo podía pedirle a la vida. Necesitaba llegar a México con mil dólares mínimo, pero si había escasez me quedaba el reloj. ¿Nunca has sentido la emoción de no saber ni cuánto vale lo que te robaste?
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