Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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Y eso que no te he hablado de las babas en la boca. Las suyas, claro. En la mía, por supuesto. Pero eso fue cuando él ya había sacado el cobre. En esas dos semanas sólo tragaba saliva y se secaba las palmas empapadas en mi sillón. Pero me iba a ayudar. Por eso yo le echaba ganas para que me cayera bien, como que todavía le quería ver la cara de Superman The Second. Y él con la capa puesta, ¿ajá? Sólo que ya con otros métodos, como el de darle a Luisa Lane las grapas en ciento cuarenta bucks y obligarla a venderlas a doscientos cincuenta. Según él era el precio de esa coca en la calle, y cualquiera que la vendiera más barata o más cara se metía en problemas con los malos de la movie. Sólo que yo pensaba: Nadie va a ser más malo que Violetta, y las vendía al precio que se me antojaba. Pero ya no lo pude hacer con mi proveedor. A partir de ese día me dediqué a vender la cois de Nefastófeles. Me decía: Te arriesgas mucho si vendes de la otra, la policía lo controla todo. ¿Veinte años enjaulada? Dime tú si no me iba a dar pavor.

Aunque le hacía trampas. Siempre supe arreglármelas para sacar más dólares por fuera. Lo que no te he contado fue cuando me apañó por primera vez, exactamente a los dieciséis días de conocerlo. Cómo voy a olvidar la madrugada del dieciséis de agosto del noventaiuno: Nefastófeles me cachó mezclando de mi coca con la suya para hacer más ganancia, y no quiero decirte lo que me hizo. Digamos que yo nunca me había acostado con nadie sólo para que me dejara de escupir. Cachetada, cachetada, escupitajo. Otras dos cachetadas, otras babas. Y vaya que había materia prima. Te juro que las cachetadas me tenían sin cuidado. O sea las soportaba, ¿ajá? Pero sentir los salivazos en la cara, no poder ni abrir los párpados sin ver los hilos de su baba en mis pestañas, o en los pelos que ya me había jaloneado, o en la peluca que en cualquier momento iba a echar por la ventana, eso yo no podía seguir soportándolo. Me gritaba: Te van a matar, narquita patiabierta, y con eso me hacía llorar más, así que de repente dije: Lo beso o me mata. ¿Te imaginas lo que es sentir horror de que un gañán te mate a punta de gargajos? Claro que darle besos no era así que dijeras la solución ideal, porque a partir de ese momento su saliva pasó de mi cara a mi lengua. ¿Sabes lo que es un beso de Nefastófeles? Todo menos una delicia para el paladar. Así que yo pensaba: Violetta, estás cogiendo con un rottweiler drogadicto, acuérdate de que su aliento a chinche putrefacta es un poco mejor que sus mordidas.

Di que soy una estúpida, pero el güey me agarró. Aparte, eso de que fuera hijo de influyente me convenía mucho, pero igual me podía joder. Dependía de lo que Nefastófeles quisiera. Y como yo me había tragado toda la patraña de Papá Cónsul, estaba segurísima que al día siguiente de que nos peleáramos iba a caerme Immigration. Súmale que bien o mal yo también era adicta, y además me metía una lana vendiendo cois. Tenía que llevar la bronca por la suave, en agua dulce, pensando: Soy una princesita secuestrada por los malos. Y aguantando la vara, como diría el Nefas. A veces pienso que si no me hubiera agarrado él, tal vez habría ido a dar con otro peor. Imagíname, por ejemplo, en manos de los que le vendían el perico a Supermario. Creo que era una banda de superojetes, ¿ajá? Y en cambio Nefastófeles hacía guarradas, sacaba el cobre, se abarataba tanto que de repente le podías sacar ventaja.

Nunca paré de intentarlo. Cada que Nefastófeles se descuidó, yo me pasé de lanza como pude. Y hubo días en que pude muchísimo, aunque de pronto él me cachaba en algo, y no te cuento cómo se cobraba. Pero igual yo a todo eso me fui acostumbrando. Al principio lloraba mucho cuando me escupía; luego fui haciendo concha, ya que. Pero eso sí: nunca dejaba de mirarlo a los ojos. Como una máquina registradora: mierda que el güey me hacía, mierda que le sumaba yo a su cuenta. Tu crédito es bueno, Mariquita Sincojones. Era muy fácil: las cachetadas valían cincuenta dólares, los escupitajos cien y los golpes más fuertes doscientos cincuenta. Además, los insultos se los cobraba a diez. Entonces yo lo estaba mirando y ya no me importaban el dolor ni las humillaciones, porque estaba concentradísima en la suma. Había días en que de plano perdía la cuenta y me soltaba chillando, pero alguien desde adentro me decía: Violetta, lo grave no es que te hagan lo que te hacen, sino que no te paguen por hacértelo. Así que terminaba redondeando la cantidad a mi favor, y sumándole los trescientos de las lágrimas, que eran aparte. Luego ya sólo me quedaba ser paciente. Porque siempre llegaba la hora de cobrarte. Nefastófeles podrá ser un tigre para levantar cash, pero el pobre rebuzna a la hora de contarlo.

No creerías las veces que le bajé la lana en su carota con el mismo truco. Le hacía las cuentas chuecas en voz alta y él me seguía como ciego tras su perro. Claro que yo tenía muchas formas de estafarlo. Cada vez que le daba por pegarme y decirme esas cosas horribles, le hacía cuentas de tres, cuatro mil dólares. Y a partir de ese día me clavaba a robárselos. Le ordeñaba la billetera, le hacía magia negra con la cuenta de cheques, era una rata alerta con los cinco sentidos clavados en el queso. De repente me andaba descubriendo, pero yo hacía las cuentas a mi modo y le callaba la boca. Prefería fingir que comprendía mis cuentas antes que confesar que sus neuronas eran más lentas que las mías. Un día lo vi muy concentrado leyendo y escribiendo, no sé por cuántas horas. Luego, sin que me viera, me asomé. ¿Sabes qué estaba haciendo? Inventando insultitos. Tenía un diccionario de sinónimos subrayado en cada una las palabras que le gustaban, y un cuaderno donde iba haciendo listas de frases perversitas. ¿Checas todo lo que ese puerco acomplejado hacía para sentirse más que yo? Pensar en eso era otra de mis defensas. Si el gusano apestoso se sentía menos, los insultos que me decía tenían que tocarle de rebote, y más de lleno. Su saliva en mi cara era como un tributo de tlahuica. Acepte usted, Señora Mía, el santo sacrificio de mis babas, y que por su divina gracia mis putas palabrotas se conviertan en plegarias. Nefastófeles todavía debe de estarse preguntando cómo aguanté más de dos años en ese plan. Cómo pude mirarlo tantas veces a los ojos sin decir nunca nada. Si quieres que te dé la fórmula de la doctora Schmidt, es muy sencilla: venganza y anestesia, revueltas en la misma taza. Dosis: la que el orgullo señale. Porque el orgullo de Violetta es enorme, pero igual tiene precio. Ésa es mi gran ventaja. Soy una chica llena de virtudes negociables.

Venganza, ¿dije? Tampoco creo ser tan vengativa. Más bien creo en la justicia del dinero: siempre que alguien se porta mal conmigo, se lo quito. ¿Quieres joder a la gentuza Dispárales directo a la cartera, que es donde más les duele. En mi caso no es tanto así, vengarme. Más bien es como un trámite para sacudirme el rencor. No hardfeelings, ¿ajá? En cambio, la anestesia funcionaba a medias; por un lado, mis métodos de, digamos, insensibilización al medio ambiente, me dejaban pararme al día siguiente fresca como un ostión salido de su concha. Pero también los días me pasaban así: babosos, como ostiones. Y de paso vacíos, como conchas. Los días eran plastas. Obstáculos, a veces. Masas sin forma, sin color, sin olor, sin fondo. Coágulos que aparecían y desaparecían en la piel de los meses, que eran también iguales. Como las calles y las avenidas y los taxis y los restoranes y los baños y las pizzas y las televisiones y los billetes y las flores y los mariditos y en fin: miles de fichas que iban y venían en el mismo juego, sin que yo me tomara la molestia de ver más que los dados. Resultados, ¿ajá? Eso era lo único que tenía que importarme. Solamente con resultados iba a poder ganarle el juego a Nefastófeles. Por eso digo que las cosas y las personas y los días me daban lo mismo: pasaban frente a mí, como autobuses a los que nunca me subía. Perdía la noción del día, la semana y el mes en que vivía, pero no había dólar que se me fuera vivo, y eso a veces incluía comportarme como una perra despiadada. O hasta como una ratonera muerta de hambre. Siempre que un maridito me llevaba a comer a un lugar caro y pagaba con cash, por sistema me levantaba de la mesa llevándome discretamente la propina. Le decía al maridito: Ese tipo de allí me está mirando, y señalaba alguna mesa muy lejana, mientras la otra manita salía en defensa de mi patrimonio. No podía gastar mucho de ese dinero -si Nefastófeles llegaba a descubrirme, era capaz de ahogarme en sus gargajos- pero esperaba el día en que me iba a escapar a México, luego de una larguísima escala técnica en Saks. Después me imaginaba Cómo sería un mes entero riéndome de Nefastófeles, lejos de él para el resto de mi vida. Planeaba desfalcarlo, y además joderlo, para que un día pudiera comprender lo que decían mis ojos cuando se le quedaban mirando sin parpadear. Muérete, hijo deputa, eso decían. Qué otra cosa querías que dijeran, si desde que conocí a ese asqueroso dejé de vivir en New York, y hasta en mi misma, por volverme una máquina que hablaba y estafaba y cogía y se pasoneaba y hacía cuentas todo el tiempo para no pensar, y no pensar, y no pensar. Nefastófeles podía contar con todo, menos con mis planes. Era lo único que de veras me tranquilizaba: imaginar su beta al día siguiente de la supermierdada que pensaba hacerle. Algo que no se le olvidara nunca, que pudiera dolerle por años. Una bala expansiva que perforara sus bolsillos y le hiciera cagada la moral. No era un simple berrinche, ni puro odio podrido. Eran ideas sensatas, claras, bien planeadas, y la prueba es que todavía las tengo. El que yo me haya ido de New York sin herir de muerte a Nefastófeles no significa que ya renuncié a joderlo. Hay unas carcajadas que ese cabrón me está debiendo desde el noventaiuno, y que te juro que las va a pagar, aunque igual no sea yo quien se las cobre.

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