Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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De cualquier modo había que moverse rápido. No podías darte el lujo de que te ficharan en una mesa, ni en un salón, ni a la entrada de un hotel. Me pasaba dos horas en el MGM, dos en el Caesars, dos en el Mirage, dos en el Treasure Island. Ahora calcula cuánta coca me metía, si por cada dos horas me tenía que dar los cuatro jalones reglamentarios. Súmale que a la alberca me iba en ácido, y que luego en el cuarto me ponía trifásica. Burbujitas, pastillas, jalones, y unos besos tremendos, de repente. No podría contarte bien cómo era, creo que no alcanzaba ni a enterarme. Y además tú no quieres que te cuente, ya ves cómo los diablos de la guarda sufren de horribilísimos ataques de celos. Lo que quiero explicarte es que el carrito nunca se paraba. Dormía poco y se me olvidaba comer, pero igual el negocio me obligaba a hacer no se, vida social. También llegó a pasar que me llevaran a cenar tres veces en la misma noche. Si fuera dueña de un casino, lo primero que haría sería poner un letrero: Escote obligatorio. Supermario decía que en el hotel salía oxigeno por los tubos de aire frío; yo creo que los escotes son más efectivos que el oxigeno. Además de tener despierto a medio mundo, provocan que la gente apueste más.

De pronto me quitaba un ratito las gafas. Había que dejar que los ojos hicieran su trabajo. Pura actuación barata, pero productiva. Luego me las ponía otra vez y regresaba a mi jueguito. Supermario juraba que me ponía las gafotas para que no se dieran cuenta de la puta divertida que me estaba dando. Y a veces si tenía toda la razón. Mis Ojos iban volando por una carretera, recibiendo señales de un chingo de satélites. El patrocinador en turno, los otros jugadores, la ruleta, el tapete, las manos del crolípier, los mirones, las mesas, los que andan dando vueltas con el bote de plástico hasta el culo de fichas. Había que verlo todo y moverse rápido. Cada casino era como una Pista, veías aviones llegando y despegando todo el tiempo, y yo odiaba perderme de un buen vuelo. Cuando llegaba al cuarto me veía en el espejo y movía la boca: si tenía el labio tieso de algún lado, le paraba a la coca y me iba a la alberquita. Por eso te decía que no podía durar, era un suicidio. Y además para la tercera semana ya no sentía igual.

O sea que me metía cada vez más y subía cada día menos, a veces no quería ni salir del cuarto. Supermario se encargaba de pagar los ciento veinte dólares de cada noche en el Mirage. Con mi dinero, ofcourse, hasta que me di cuenta que me quedaban doscientos, y ya no iba a ir por más. ¿Sabes qué hice? Le pedí a Supermario quinientos prestados, le saqué tres gramitos para el postre, le dije que volviera en un par de horas y en poco más de media me largué al aeropuerto. ¿Me creerlas que a la noche ya estaba yo en New York? Nieve por todas partes, un frío francamente chingativo y mi casa cubierta de polvo, pero igual me sentía otra vez en la tierra. Tenía los tres gramos, más setecientos dólares y el refri vacío. Pobre, pobre, la señorita Schmidt. Y aparte sin saber que a los dos días iba a andar persiguiendo vendedores de coke-and-smoke. Digamos que era la otra cara del tobogán. Otra vez el maldito aperrizaje forzoso, pero ya con un chingo de turbulencias nuevas.

Welcome to the next level. Press red button to stangame. Game over Game over. Game over. Apenas me bajé de los últimos jalones y que empiezo a perder. Todo el tiempo en picada. No sabes lo espantoso que es andar por New York buscando patrocinador a medio enero. ¿Quieres que tus lectores se pongan a chillar? Pídeles que se acuerden de la última vez que se tiraron por veinticinco pinches dólares a un vejete apestoso. Twentyfive bucks, you got it? Todo con tal de no bajarme de la nube. Según yo no era adicta, o sea todavía, pero apenas me daban un jalón y ya quería quedarme a vivir en ese estado. State of Confusion, USA. Mierda, qué rico era.

No tenías que esperar ni un pinche momentito para treparte al trono del planeta.

No olvides que no existo

Mírame bien: no soy Supermán. Óyeme mujer, yo soy tu Diablo Guardián. He venido hasta aquí para seguirte a ti, mi boleto de regreso hace rato lo perdí. Ya sé lo que dicen si me ven pasar: tengo cola que me pisen y no sé rezar.

Yo soy aquel que explora tu interior, soy Caín y soy Abel en tu retrovisor… ¡Mi Cielo!

Rap del Diablo Guardián, parte I (anexo a 12 tulipanes de procedencia no especificada).

Lo había citado lejos, en un bar solitario cuya mediocridad difícilmente justificaba el desplazamiento. Tres kilómetros. La explicación, pensó Pig tantas veces que a las dos horas tuvo que prohibirse el pensamiento, sólo podía estar en el sigilo autoritario con el que ella propuso el nombre del bar, de manera que sugerir una segunda opción habría parecido inconsecuente. De hecho, ni siquiera le dio el nombre. Tampoco le aclaró cómo lo supo todo: ¿tenía Pig cara de tulipán, O de Diablo Guardián? Rosalba sólo dijo que se fuera por Insurgentes, que diera vuelta en Álvaro Obregón, luego en Cuauhtémoc. Que a tres cuadras vería una puerta de madera con un letrero pequeñito, ahí era. Y a Pig le pareció que lo estaba invitando a asaltar un banco.

Rosalba solía llevar unas gafas amarillas lo suficientemente horribles para disimular el poder de sus ojos, y esa tarde se las había quitado. Tenía los ojos anchos y profundos, como esas madonas eslavas que acostumbran mirar desde un enigma en tal modo hermético que sólo previa defunción se puede entrar en él. Pig supo entonces que la sola desnudez de ese rostro asimétrico era más que bastante para convencerlo de cualquier cosa, literalmente. Ojos que viajan pronto de la humedad al fuego, montados sobre pómulos escarpados y casi desdeñosos, de modo que los labios, al extenderse, dibujaban la clase de sonrisa frente a la cual sólo un completo miserable podría decir que no. Pues sólo esa sonrisa mitigaba, hasta el extremo de borrarla por completo, la angustia provocada por los ojos hondos y voraces que parecían siempre esperar más. Ojos crepusculares, de emperatriz en el destierro, miraban dentro de los suyos con la misma fijeza que exige un telescopio. Y a veces más allá, en ese punto donde la mirada inmóvil pasa del alcance telescópico al recorrido quirúrgico, de tal forma que quien así contempla no hace sino exigir tributo y vasallaje: tienes que mirarme.

Pig recordó: le faltaban dos días para saber si se iba o se quedaba. Lo cual hasta ese día le preocupaba poco, y si bien no deseaba que lo despidieran, había sentido, mañana con mañana, una profunda, cosquilleante gana de ser rechazado ahí donde todo le parecía rechazable. Todo menos Rosalba, ahora lo descubría, y se daba a temer como cosa inminente el veredicto adverso.

.-No me conviene nada que te corran -reflexionó Rosalba en voz nunca tan baja para no ser oída por Pig que, de una pieza, permaneció mirándola y dudando si aquel «No me conviene nada…» llevaba dentro cualquier cosa además de conveniencia. Aunque, si lo pensaba, prefería convenirle a serle indiferente.

– ¿Y cómo se hace para con-ve-nir-te? -atacó Pig con sorna inofensiva.

.-No dejando que te corran-contrasonrió ella en completo control, sin molestarse en decorar la situación con la falsa sorpresa de haber sido escuchada.

.-¿Qué gano si me quedo? -resolvió provocarla, estirando su suerte más allá de lo estrictamente recomendable para quien ya sabía lo que podía ganar y a cada instante le fastidiaba un poco más la idea de perder.

.-¿Que qué ganas? Nada, claro, tú nada -bromeó Rosalba, en apariencia distraídamente, mientras miraba a un lado, atrás, arriba. Luego se levantó, cambió de silla y se plantó a su lado-; la que gano soy yo, pero a veces

.-calló, ronroneó, sonrió- me da por compartir.

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