Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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Que lo pensarás, que lo fuera, qué más da. Además ni siquiera tuve que hacer putadas. Como a las cuatro llegó el niño, con el cuento de que había dejado una herramienta en el jardín. Le abrí la puerta, me miró muy serio y yo pensé: Lo mato. Pero traía todo. Muchísimo dinero. Como para ponerme a bailar. Y yo pensando: Va a venir mi mamá y nosotros contando su lana en el garaje. Y el niñito mirándome. Hasta que ya le dije: Vete por tu herramienta, la semana que viene se te va a hacer ver a una niña rica encuerada.

En la casa había miles de lugares para esconder cosas pero nunca es lo mismo un billete que una billetiza. No podía quedarse debajo de la cama. Es más, prefería llevarme el botín a la escuela que dejarlo en mi casa. Peor todavía con el olfato natural que tiene mi mamá para el dinero, aunque creo que sólo huele los billetes chicos. Me gustaría preguntarte si me parezco a mi mamá. Deberías de saberlo, si es que pretendes escribir mi vida. El día del atraco me di cuenta de que las dos teníamos la mismita lógica. Cuando ellos se ponían a hablar de mí, yo me metía al clóset y los oía perfecto. ¿Sabes qué es lo que separaba nuestras dos recámaras? Una tablita de medio centímetro de grueso. Más las puertas de los dos clósets, que ya en la noche estaban casi siempre abiertas. Me acomodaba encima de las bolsas de ropa vieja, y así como los escuchaba hablar de mí, sabía todo lo que decían de mis hermanos, y hasta me había enterado de rollos bien no sé, privados. ¿Nunca viste a mi papá de cerca? Creo que fue a la agencia una vez. O dos, no sé. Bueno, pues tú lo ves y te imaginas que hace mucho deporte, ¿ajá? Igual hasta creerías que es boxeador, o jugador de americano. Depende si se pinta el pelo o no. Oye, ¿sabías que mi papá es impotente? Cómo vas a saber, si igual no lo has ni visto. Pero no se le para, así le toques el Himno Nacional. La primera vez que lo oí no sabía lo que era la impotencia. Yo juraba que era algo así como escasez de vitaminas. Luego ya me enteré y hasta me preguntaba cómo habíamos nacido nosotros tres. Pero según esto mi papá tuvo una enfermedad, y al final mi mamá terminó pagando la factura. O los dos, pues. Creo que luego se calentaban y se decían cosas, pero siempre en voz baja y con la tele prendida.

¿Dónde iba yo a esconder toda esa lana? Pues en el clóset, claro. Pero lo más curioso fue que me encerré primero en mi cuarto, luego en el clóset, y entonces me di cuenta de que no estaba sola. O sea, si estaba sola, pero del otro lado estaba mi mamá. Y te juro que yo la oía respirar. O más bien resollar, como que había estado llorando un poquito antes. Me quedé quieta, casi sin respirar. Y ella siguió sacando los cajones. Sacó tres, yo la oía como si estuviera en mi recámara. Luego no sé qué hizo, sólo la oí gritarles a mis hermanos que dejaran de hacer ruido porque estaba tratando de dormirse. Y ellos le contestaron desde el jardín. Yo no quería saber qué estaba haciendo mi mamá, ni me importaba lo que hicieran mis hermanos, creo que me bastaba con saber que no podían fastidiarme. Por eso me di el gusto de contar el dinero, acomodarlo con toda calma en el mero centro de una de las bolsas, cerrar el clóset con muchísimo cuidado y ponerme a brincar como loca en mi cama. Media hora después, mi mamá abrió la puerta y me descubrió haciendo multiplicaciones. Traía los ojos rojos, los pómulos hinchados. Parecía más borracha que chillona. No es que me esté burlando; me molesta sentir piedad por ella. De la lástima al desprecio te puedes ir a pie, ¿me entiendes? Igual yo no quería ser como ella, ni me sentía mal por estafarla con todo y Cruz Roja, pero eso no quería decir que me agradara despreciarla, ¿ajá? En mi familia éramos como monumentos. Nunca nos decíamos nada muy importante, pero contábamos con nuestra honorable y decorativa presencia. La Madre. La Hija. El Padre. El Más Pequeño. Cada uno con su espacio en el paisaje. Si mi mamá iba a ser La Madre, yo no podía sentir lástima por ella. Seria como apiadarse de la Santa Madre Iglesia. O no sé, del Monumento a la Madre. Me hizo adiós con la mano y yo en ese momento regresé a mis cálculos. Si al día siguiente el dólar amanecía igual, me iban a dar doce mil novecientos cuarenta y tres dólares. Un coche nuevo. Nueve viajes a Europa con todo pagado. Treinta meses de renta de la casa en que vivíamos. Once años de colegiaturas en la Secundaria Ejecutiva.

Lo bueno de mi madre es que salía mucho. Por ejemplo, esa tarde se fue con mis hermanos. Pensé en ir a su cuarto y meterme en su clóset, pero como que me sonó una alarma. Vi la hora: cuatro y media. Podía escaparme un ratito, pero no sabía si me iban a cerrar la casa de cambio. Y de repente sentía una no sé, comezón por cambiarlo. Si me encontraban muchos miles de dólares podían sospechar lo que quisieran, pero si veían pesos: Toma, pinche ratera. No sé, me entró la paranoia. En diez minutos me arreglé con pura ropa de mi mamá, y hasta unos anteojitos de no sé cuál de mis abuelas muertas. No sabía si me veía de verdad más grande, pero me salí así. Tomé un taxi del sitio de la esquina y en no más de veinte minutos ya tenía los dólares: doce mil exactos, más un montón de pesos para gastarme. Llegué hablando en inglés, y ya sabrás que había un tlahuica de cajero: Yo Janey tú Tarzán, pinche nativo. Ni mi nombre me preguntó, el güey. Camino de regreso me compré no sé cuántas revistas, un pastel poca madre para mi solita y hasta le di propina al ruletero. Niña rica, ¿me entiendes?

Tendrías que haber oído el escándalo que armaron en la noche. Mis hermanos ya se habían dormido y ellos estaban solos en su cuarto, pegándose de gritos en secreto. Mi papá casi casi no creía que le hubieran robado la lana de la Cruz Roja. Pero también le dijo algo chistoso: Ni modo de anunciarlo. ¿Qué pedo? ¿Cómo que ni modo? De plano tuve que meterme al clóset y sentarme a escuchar con toda calma. Y así file como supe dónde estaba la bronca. Resulta que de todo lo que había recolectado mi mamá, sólo llevaba la mitad a depositar al banco. Y como ya le habían chingado esa mitad, tenía que entregar la otra. O sea su ganancia. O sea que yo no era quien le robaba a la Cruz Roja. Mi mamá era la voluntaria, la piadosa, la misericordiosa, la verdadera pinche ladrona. Yo nada más era la mano de la justicia. ¿Tú sabes cuántas veces había hecho lo mismo’ Hice cuentas y vi que ya iban por lo menos dos años de comiditas cada mes. Y ahora la muy mezquina estaba inconsolable no porque le hubieran robado, sino sólo porque le habían frustrado uno entre veintitantos robos. Y mi papá cobrándome por gastar mucho gas.

Me habría indignado, pero antes oí un dato que me dejó helada. Mi mamá dijo: Tuve que venir en la tarde a sacar el dinero que apenas había guardado en la mañana. Algo así, ¿ajá? Pero dijo venir. Venir en la tarde. ¿Ves por qué te pregunto si me parezco mucho a mi mamá? ¿No crees que sea muy chistoso que tanto ella como yo escondiéramos nuestros robos en el clóset? Me preguntaba: ¿Cuánto habrá en ese clóset? Apenas había perdido el sueño por trece mil y ya lo estaba perdiendo otra vez por no sabía cuánto. Al final me dormí, pero hasta dormidita seguí acechando el clóset. De verdad que así andaba, como fiera. Acechando. No me cabía en la cabeza que mis papás guardaran una cantidad de ese tamaño, mientras en nuestra casa no había ni chocolates. ¿Te conté que los pránganas nos compraban recortes? Igual ni sabes que existen los recortes de chocolate, y que hay alguien que los vende y otros que se los tragan: el prángana y sus hambreados.

Luego también pensé: ¿Y si mejor me fugo con lo que ya tengo? Pero como seguía haciendo cálculos, me di cuenta de que el sueldo de mi papá, ya en dólares, con trabajos pasaba de dos mil. No podía vivir sola con medio año de sueldo de mi papá. Iba a acabar robando, igual que ellos. Tenía que haber un modo de quitarles más. Aunque me descubrieran. Total, yo iba a estar lejos. ¿Qué era lo peor que iban a poder hacer? ¿Maldecirme? ¿Desheredarme? Antes de que eso sucediera, mis papacitos me iban a heredar en vida. De todos modos iban a seguir desfalcando a la Cruz Roja, ¿ajá? Aunque tampoco lo tenía tan fácil. Había que inventar un plan, hallar el escondite, prepararlo todo. Nunca me imaginé que el chiste me iba a llevar un año. Ni que en ese solo año me iba a botar enteros mis ahorros. Poco más de mil dólares por mes, sin que nadie jamás se diera cuenta. Además, tú ya sabes cómo somos las niñas ricas de verdad. No lo cuentes: nos gusta ser discretas.

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