Juan Arreola - La Feria

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Una de las grandes obras de Arreola. Sale a la luz pública en 1963. Con matices plenarios desdibuja la retórica significación de Zapotlán.
La feria es una novela que no se ajusta a los modelos formales e imperantes en los tiempos de su aparición (1963), si bien ya se hablaba de que la modernidad había llegado a la novelística mexicana gracias a obras como Al filo del agua, de Agustín Yáñez, y Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
Juan José Arreola se desentiende del orden lógico de la novela tradicional (inicio-clímax-desenlace) y en vez de eso ofrece una serie de cuadros y viñetas con aparente falta de composición para contar una historia, asimismo, imprecisa según los cánones. ¿Qué cuenta Arreola en La feria? Muchas cosas y ninguna en especial, o mejor, da cuenta de hechos y situaciones, de personajes y voces que, al aglutinarse, dan cuerpo a la vida de una población, Zapotlán el Grande.
En La feria se ve la constante preocupación que ha templado a las sociedades latinoamericanas, la disyuntiva tradición-modernidad, como una constante que ha inquietado a los gobiernos y a los grupos de élites en la lucha por el poder para presentar un proyecto de nación.

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Entonces me dijo que uno de sus mozos era miembro de nuestra Comunidad Indígena, y que él le daba dinero para que lo tuviera al tanto de todo, y que supo que yo quería matarlo. Me enseñó una credencial de coronel y me dijo que tenía rifles y ametralladoras para que todos sus mozos nos recibieran a balazos el día que le fuéramos a ocupar las tierras.

Entonces yo le dije que no íbamos a ir solos, sino que las fuerzas del Gobierno nos iban a dar posesión. Él se rió y me dijo que mi patrón, el presidente municipal don Faustino, lo había acompañado a México a ver a las autoridades agrarias y que allá les dijeron que sus tierras estaban seguras y que nosotros no podíamos hacerles nada, porque ellos tenían detenido el pleito.

Entonces le dije: "¿De qué se asusta? Todos estamos dentro del Gobierno, yo y los otros cuatro cabezales tenemos credenciales firmadas por el Gobernador, y ustedes se manejan desde más arriba".

Entonces don Abigail me dijo: "Mira Pedro Bernardino, tú y yo tenemos hijos, a lo mejor se matan entre ellos o nos matan a nosotros. Lo que quiero es que no andemos a la greña. Chócala".

Dejó la pistola, me dio la mano y la chocamos tres veces. "Súbete, te llevo a tu casa". "Gracias, todavía puedo andar". Y luego, como me vio la soga en el hombro, me preguntó qué andaba buscando. "Una bestia que se me desbalagó".

Entonces me dijo: "Mira Pedro Bernardino, no tarda en venir aquí a la laguna un muchacho con unas bestias mías. Allí anda tu caballo. Cuando venga dile que es tuyo, y si no te lo da, tú vas mañana por él, o si quieres, yo te lo mando. Lo único que te pido es que de hoy para adelante tú mismo me digas cómo van los asuntos de la comunidad".

Yo le contesté: "Mire don Abigail, venga a mi casa cuando quiera y yo le informaré, pero no espere que vaya a tocarle a la suya, porque ése no es mi deber".

***

– ¿Se acuerda de que usted dijo que podía hacerme una vela de a doscientos pesos?

Don Fidencio ya iba a cerrar su tienda y traía las llaves en la mano, después de un día de malas ventas. Se quedó viendo a la mujer y la recordó: era la que había estado manoseando una noche todas las velas. Le iba a decir una barbaridad, pero la mujer se le adelantó, sacando del rebozo un montoncito de pesos de plata:

– Aquí le traigo veinte pesos a cuenta para que me la empiece, la quiero de veinte arrobas, cueste lo que cueste. Déme un recibito.

Don Fidencio contó las monedas mecánicamente, y en un pedacito de papel de estraza, con que acostumbraba liar las velas por el medio, escribió con lápiz: "Recibí de María Palomino la suma de veinte pesos, a cuenta de una vela de veinte arrobas de cera cuyo valor será de…"

– Si quiere déjele pendiente lo del precio, eso es lo de menos. Lo que yo quiero es que sea la vela más grande y que dé más luz porque se la vamos a poner a Señor San José. Cada ocho días le voy a ir trayendo lo que pueda. Pero que sea de cera líquida…

***

Septiembre 15

Hoy hace cuatro meses, un día vulgar como cualquier otro, quedó de pronto convertido en una fecha macabra. Hubo a medio día un terremoto.

De Colima, donde el fenómeno alcanzó proporciones desastrosas aunque hicieron menos argüende que nosotros, emigraron muchas familias en busca de tranquilidad. Como la vida es muy cara en Manzanillo, una de ellas decidió venir a establecerse a Zapotlán.

María Helena llegó el día cuatro de junio pero yo no recuerdo haberla visto hasta el día veintiuno; por lo menos, ése fue el primer encuentro decisivo. Yo sabía que tarde o temprano tendría que irse, pero nunca imaginé que se fuera tan pronto, y sobre todo del modo que lo hizo. Como todavía no puedo olvidarla, tengo pensado ir a Colima a decirle que soy un hombre formal y que no estoy de acuerdo en que nuestro noviazgo termine.

Pero por de pronto, ha sido una experiencia más, y negativa como las anteriores:

Ofelia,
Esther,
Conchita,
Luz María…

María Helena también me dejó, como quiera que haya sido. Estos cinco nombres tan distintos, suenan del mismo modo en mis oídos. De ellos, el de Luz María es el más ingrato, el de Ofelia el más humillante, el de Conchita el más gris, el de Esther el más importante y el de María Helena el más luminoso…

***

– Aquí las Fiestas Patrias no son más que pretexto para divertirse y alborotar en nombre de la Independencia y de sus héroes. Ayer, día dieciséis, un modesto desfile por la mañana, y por la tarde… juegos de cucaña: palo ensebado, puerco ensebado y barril ensebado… El apogeo del sebo. Más tarde, bajo una lluvia que año con año desluce estos días, hubo combate de flores: coches llenos de muchachas y coches llenos de muchachos se lanzaron unos a otros ramos enlodados de cempasúchiles y santamarías…

– Bueno, pero hay que reconocer que la noche del quince fue inolvidable. La ceremonia del Grito no falla nunca, llueva o truene. Y esta vez, el discurso en loor de los héroes estuvo a cargo de Gilberto, el joven juez de Letras que se ha ganado las simpatías de todos. Esa noche los cohetes, la algarabía y las campanas tuvieron sentido, porque eran como la justa continuación de las palabras de Gilberto. Los colores de nuestra Enseña Nacional parecían teñirse de nuevo en la sangre entusiasmada, en la fe y en la esperanza de todos. Allí en la Plaza de Armas fuimos efectivamente los miembros de la gran familia mexicana, y nos sentimos alegres y conmovidos bajo la lluvia pertinaz…

***

– Me acuso Padre de que escribí un cuento.

– ¿De qué se trata?

– No. Aquí está. Se lo dejo. Mañana vengo otra vez a confesarme.

***

Pitirre en el jardín

Pitirre andaba en el jardín.

En una banca estaba sentada una señora con una niñita en los brazos. La niña le gustó a Pitirre. "¿Me deja darle una vueltita a su niña?", le dijo Pitirre a la señora.

Pitirre se llevó a la niñita entre unas matas de trueno. Sacó una botellita y le dijo que bebiera un traguito. La niña dio un trago grandote. Luego comenzó a crece y crece. Se hizo una muchacha grande. Más grande de lo que Pitirre quería. Luego se casó con ella y tuvo su noche de bodas bajo las matas de trueno.

Después sacó otra botellita y la muchacha volvió a dar un trago grandote. Luego comenzó a hacerse chiquita, chiquita. Pitirre la tomó en sus brazos, le puso un caramelo en su boquita y se la llevó a su mamá.

La señora dijo: "Qué niño tan mono". Luego le dijo a la niñita: "Dile muchas gracias". Pero la niña, que se había hecho muy chiquita, ya no sabía hablar. Sólo hizo: "Ta, ta". Miró a Pitirre con mucho sentimiento, no por lo que le había hecho bajo las matas de trueno, sino por haberla dejado tan chiquita.

Cosas como ésta hacía Pitirre en el jardín.

***

Don Fidencio labra la cera como su padre y como su abuelo: colgando los pabilos en los bordes de una gran rueda que gira horizontal, suspendida a una altura que corresponde al tamaño de los cordoncillos, según sean las velas de a diez centavos, de a veinte o de a cincuenta.

Sentado frente a un cazo de cobre puesto sobre brasas de carbón, don Fidencio les va echando la cera a los pabilos, bañándolos con un angosto resmillón. Con la mano izquierda hace girar lentamente la rueda, y así se sigue, de pabilo en pabilo, que se van enfriando al dar vuelta, hasta que engordan las velas según sean de a diez, de a veinte o de a cincuenta…

Ya que están bien frías, don Fidencio pule las velas rodándolas sobre una mesa de madera, lisa como un espejo. Luego les corta la cola y les arregla la punta. Ya que están bien torneadas, les graba su sellito de garantía con polvo de oro.

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