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Septiembre 2
Mi cuerpo no suele durar más de ocho días en estado de calma. Viene luego generalmente un sueño a interrumpirlo, o la excitación se produce de un modo cualquiera. Una imagen, un recuerdo o una lectura bastan para provocarla. Y luego, la caída. Qué desdichado soy…
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Algo más sobre Alejandrina. Para definirla, tendría que recurrir a preciosos y diversos objetos: a una porcelana de Sévres, a un durazno, a un ave del paraíso, a un estuche de terciopelo, a una concha nácar llena de perlas sonrientes…
No me atrevo a calcular su edad. Mi mujer dice que pasa de los cuarenta, pero que se defiende con la crema. (Matilde la ha usado tres o cuatro veces y está asombrada con el resultado). Para mí, es una mujer sin edad, imponderable… Diario se cambia de vestido, pero siempre usa el mismo perfume. Su guardarropa es notable. Más que hechuras de costurera, sus trajes parecen obras de tapicería, y yendo a la moda, recuerda sin embargo ciertas damas antiguas, toda almohadillada y capitonada, resplandeciente de chaquiras y lentejuelas…
Ni la dura realidad comercial de cada día (hemos pasado toda la semana de vendedores) ha logrado disminuir en mí su atractivo. Ahora andamos solos ella y yo, porque Virginia renunció al tercer día de caminatas y Rosalía no pudo acompañarnos porque trabaja en el bufete.
Es curioso, hablando del espíritu con Alejandrina me he olvidado de todos mis quehaceres habituales, y yendo con ella me siento realmente acompañado. Es infatigable para hablar y caminar, tan delicada de alma y tan robusta de cuerpo.
Puesto que más de una vez se nos ha hecho tarde, ayer comí con ella en el hotel. Aprecia los buenos manjares y los consume con singular apetito. Una vez satisfecha, vuelve con mayor animación al tema de la poesía. Viéndola y oyéndola paso las horas. Nunca se me había hecho tan evidente la presencia del espíritu en su condición carnal…
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– ¿Ha visto usted semejante cosa? Este hombre que parecía tan serio, allí lo tiene usted de la ceca a la meca, cargándole el tambache de menjurjes y de versos inmorales a esa sinvergüenza. ¿Que no habrá un alma caritativa para que se lo vaya a contar a Matildita?
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Septiembre 10
Cuando mi paz de ocho días queda hecha pedazos, me entrego al remordimiento y trato de borrar mi falta a cualquier precio.
Pasan los días y me doy cuenta de que la vida se ha cobrado ya de un modo excesivo el valor de mi pecado. La tristeza y la desdicha son tan grandes en comparación de ese gozo mezquino, que siento lástima de mí.
Hoy, miércoles, hace ocho días que hablé por última vez con María Helena. Sólo volví a verla dos veces más, y a cierta distancia. Fue la mejor conversación que tuvimos, y recuerdo con pena que ella me negó que fuera a marcharse, tal como yo lo sabía por una amiga suya.
Volví muy contento de su casa, pensando en una larga felicidad. El lunes estuve en una tienda, comprando el regalo para su próximo cumpleaños, sin saber que ella se había ido el domingo.
¡Qué dolor tan grande al encontrar la casa vacía! Y la lluvia, qué papel tan triste jugaba en esos momentos. Yo me dejaba mojar, negándome a aceptar la realidad…
María Helena va a cumplir apenas catorce años, y yo la perdono.
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Desde hace quince días fueron prohibidas por bando municipal la letra y la música de
Déjala güevón
ponte a trabajar,
llévala a bañar,
cómprale jabón…
y el domingo pasado, durante la serenata, fueron detenidos como cincuenta léperos que la decían o la cantaban. Pero todavía surgen incidentes.
No solamente a los novios, sino a las parejas de casados y hasta "a personas de edad respetable, en fin, dondequiera que se encuentran un hombre y una mujer, no falta un jovenzuelo que les dirija este insulto que deshonra a toda la población masculina. Instantáneamente, las parejas quedan disueltas: las novias cierran la ventana ruborizadas, y las personas que circulan por la calle se separan sin despedirse.
Ha habido más de un lance penoso que pudo tener un fatal desenlace, cuando algún caballero ofendido se echó en pos del agresor para castigarlo.
Y lo malo es que no siempre se trata de niños maleducados, sino que muchas veces los insolentes son adultos sin gota de vergüenza.
La copla insultante se atribuye a un zapatero remendón que todo el día se la pasa cantando mientras plancha y cose las suelas. Pero él solamente reconoció ser el autor de otra cancioncilla monótona que dice:
A la Trini le gusta el atole,
el atole le gusta a la Trini,
y que no pasa de allí.
Lo más curioso es que en el pueblo se ha despertado un nerviosismo enfermizo y nadie anda tranquilo del brazo de su dama. Muchos se quejan porque ahora no hace falta cantar la copla ni decir una palabra, ni silbarla. Sino que los vagos zapatean al pasar el ritmo de todos conocido, o simplemente lo tortean con las manos.
El otro día un señor denunció formalmente a un mozo de carnicería, porque al pasar frente al establecimiento del brazo de su esposa, el muchacho, con una risita y una mirada, le dio a entender: "Déjala güevón…"
Tal vez ha sido mejor así. Cuando llegué al hotel de Alejandrina, el empleado de la administración me entregó una carta y un paquetito.
Mis manos temblaron af rasgar el sobre. Sólo había una tarjeta con estas palabras: "Adiós, amigo mío…"
El paquetito contenía un estuche de felpa celeste. Dentro, estaba la piedra de su nombre. Una hermosa alejandrina redonda, tallada en mil facetas iridiscentes…
Incapaz de volver a mi casa en semejante estado de ánimo, me dediqué a vagar, abatido y melancólico, por las calles del pueblo. Tal vez seguí inconscientemente alguno de nuestros inolvidables itinerarios de confidencia y comercio.
Ya al caer la noche, sentado en una de las bancas del jardín, mis ojos se detuvieron en un punto. El lucero de la tarde brillaba entre las nubes. Me acordé de unos versos que leí no sé dónde:
Y pues llegas, lucero de la tarde,
tu trono alado ocupa entre nosotros…
Cabizbajo me vine a la casa, donde me aguardaban otra carta y otro paquete. La gruesa letra de Matilde decía: "Me fui a Tamazula con mis gentes. Cuando te desocupes de acompañar literatas, anda por mí". El paquete contenía los dos frascos de crema de juventud. Uno entero y el otro empezado…
He dormido solo, después de tantos años. En la casa inmensamente vacía, sentí de veras mi soledad.
Guardaré la alejandrina como un precioso recuerdo, pero mañana mismo voy a Tamazula por Matilde.
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Salí de mi casa a las siete de la mañana por el rumbo de la Cofradía del Rosario en busca de una bestia que se me había desbalagado, sin llevar nada más que una soga en el hombro.
Llegando al rancho donde ordeña Filemón, le pregunté por mi caballo. Ya se lo tenía encargado: era criollo y le di el color y el fierro. Filemón me dijo que acababa de realiar pero que no lo había visto.
Me eché para atrás por toda la zona de la laguna, y antes de llegar al rancho de Calvillo me alcanzó don Abigail en su coche y me gritó: "Tú eres Pedro Bernardino". Yo le contesté que sí y lo primero que se me ocurrió fue correr para la laguna, pero luego pensé que iba a aventarme de balazos y mejor me quedé parado esperándolo.
Al bajarse del coche ya traía la pistola en la mano y estaba todavía con un pie en el estribo y otro en el suelo. Yo le metí la pierna en medio de los dos, y con la mano derecha traté de defenderme. Entonces él me dijo que sacara mi pistola para matarnos. Yo le dije que no traía más que lo que Dios me había dado, que le apachurrara a su pistola, que al cabo yo no tenía miedo de morirme, y más ya tan viejo como estoy.
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