Juan Arreola - La Feria

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Una de las grandes obras de Arreola. Sale a la luz pública en 1963. Con matices plenarios desdibuja la retórica significación de Zapotlán.
La feria es una novela que no se ajusta a los modelos formales e imperantes en los tiempos de su aparición (1963), si bien ya se hablaba de que la modernidad había llegado a la novelística mexicana gracias a obras como Al filo del agua, de Agustín Yáñez, y Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
Juan José Arreola se desentiende del orden lógico de la novela tradicional (inicio-clímax-desenlace) y en vez de eso ofrece una serie de cuadros y viñetas con aparente falta de composición para contar una historia, asimismo, imprecisa según los cánones. ¿Qué cuenta Arreola en La feria? Muchas cosas y ninguna en especial, o mejor, da cuenta de hechos y situaciones, de personajes y voces que, al aglutinarse, dan cuerpo a la vida de una población, Zapotlán el Grande.
En La feria se ve la constante preocupación que ha templado a las sociedades latinoamericanas, la disyuntiva tradición-modernidad, como una constante que ha inquietado a los gobiernos y a los grupos de élites en la lucha por el poder para presentar un proyecto de nación.

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– ¿Y qué tal si se casa con ella?

– Qué casarse ni qué ojo de hacha. Él tiene una novia formal en Guadalajara, y aquí y en otros pueblos nomás anda buscando muchachas que le hagan el áijale. Dicen que se mete con las criadas de su casa y hasta con las hijas de sus mozos. A todas les dice que va a casarse con ellas. ¿Y pasa usted a creer que todas estas ignorantes se tragan el paquete? Y allí se quedan, como burras enquelitadas, esperando que vaya a pedirlas…

***

Cuando ya don Fidencio cerraba su tienda, entró una mujer que se puso a examinar detenidamente las velas de cera. Había de todos tamaños, unas delgadas como lápices y otras gruesas como barras de albañil. La mujer iba de unas a otras, tentaba y soltaba las de a diez, las de a veinte y las de a cincuenta centavos. Don Fidencio perdía la paciencia, pero estaba acostumbrado a perderla. En sus manos sonaban las llaves. Ya había cerrado una puerta. El reloj de la Parroquia dio las nueve, pero a él ya se las habían dado desde antes en el estómago:

– ¿Cuál de todas se va a llevar?

La mujer tenía en una mano cinco velas de a diez y una de a cincuenta en la otra, con aire calculador:

– ¿Pesan lo mismo?

Don Fidencio tomó las velas y las puso en los platillos de la balanza. Pesaron igual. La compradora volvió a tomar la vela de a cincuenta y le clavó la uña sucia del dedo gordo. El cerero tuvo un estremecimiento de rabia.

– ¿Son de cera líquida?

Don Fidencio alzó los ojos al cielo en una oración enfurecida: "Señor, hace treinta años que hago todas las velas de cera que se prenden en el pueblo. Las velas de los muertos, las de primera comunión y los cirios pascuales. Uso con permiso del señor Cura el sello del curato, como una garantía. Y las gentes vienen a preguntarme: ¿Son de cera líquida? Y le clavan la uña a mis velas…"

Porque las velas de cera se calan con la uña. Si uno siente como que la uña se atrapa al clavarla, son de cera líquida. Cuando hay parafina, la uña se resbala. Calar las velas de don Fidencio es un sacrilegio. Todas las noches, antes de cerrar, el cerero borra con los dedos las ofensivas huellas de desconfianza.

La mujer abandonó las velas chicas y puso los ojos y las manos en los velones de a dos pesos.

– ¿Son las más grandes que tiene?

– Su boca es medida, señora. Si las quiere más grandes, yo se las hago del tamaño de un poste. Si se le hacen chicas las de a dos pesos, puedo hacerle una de a doscientos…

– ¿De veras puede hacer una vela de a doscientos pesos?

– Sí hombre, cómo no, para que usted alumbre con ella toda la Parroquia…

Los ojos de la mujer se iluminaron de pronto, como si ya estuviera ante semejante espectáculo. Se sintió avergonzada por la velita de a veinte centavos que iba a llevar y se decidió por una más grande.

– Voy a llevar una de a cincuenta. Déjeme escoger…

– Todas son iguales, señora, todas son iguales.

– Sí, pero hay unas que están muy manoseadas. Déme ésta que está más limpiecita… no, mejor esta otra. A ver, déjeme ver…

Don Fidencio hizo un acopio final de paciencia, como el que hacía todas las noches en la mesa de su casa, esperando que le sirvieran el chocolate en agua. Tomó la vela elegida y la envolvió por el medio con un pedacito de papel esquinado y detuvo la punta suelta con un pellizco de cera campeche. La mujer pagó y se fue con su vela en la mano. Pero poco más allá de la puerta se devolvió a preguntar muy resuelta:

– ¿De veras puede usted hacerme una vela de a doscientos pesos? Dígame, ¿dará más resplandor que doscientas de a peso?

Por toda respuesta, don Fidencio apagó la luz de su establecimiento.

***

Uno de nuestros reporteros encontró por la calle 15 de Mayo a cinco individuos en fuerza de carrera, tanto que si no se saca, le dan también su caballazo. A una cuadra de distancia encontró a cinco o seis gendarmes, pero como éstos echaban balazos a diestra y siniestra, y las balas no respetan caras cuchas ni caras cortadas, nuestro reportero tuvo, como es muy natural, que esconderse en el templo de la Merced, porque dice que la vida no retoña.

Ya que pasó el peligro, al menos para él, salí») a la calle y ve que los reos escaparon, unos por la calle de Cuauhtémoc, rumbo al sur, otros rumbo al norte, y otros siguieron de frente, atravesando la casa del Caballito. Cuando ya no pudo nuestro reportero ver el movimiento, se encaramó en el campanario de la Merced, y de allí vio que uno de los reos que iba ya en el cerro, cayó en tierra en el momento en que se oyeron detonaciones de armas; pero se levantó en seguida y siguió su camino, por lo que se cree que uno de los prófugos va herido. Hay quien asegura que fue Francisco Vegines.

Otro de nuestros reporteros encontró por Colón a dos de los prófugos, que paso a paso siguieron su camino sin que nadie se atreviese a molestarlos.

***

– "¡Aquí es Colima, aunque no haya cocos!" Así me dijo y me bajó del tren. Yo no sé por qué, pero siempre tuve ganas de ir a Colima, me gustan mucho las huertas. "Si me llevas a Colima, me caso contigo", le dije a Filiberto. Y él me prometió llevarme allá al viaje de bodas, pero no llegamos más que a Tuxpan, tan cerquita de aquí. Y allí pasamos la luna de miel. Y de nada me habría servido que fuera en Colima, porque en ocho días no salimos para nada. Comíamos en el cuarto. Ahora, ya de viuda, ¿qué voy a hacer vieja y sola en Colima? Nomás iría a acordarme de Filiberto.

***

Como la segunda sesión de intercambio cultural debía desarrollarse en mi casa, tomé algunas precauciones. El invitado fue un historiador de Sayula, hombre de edad y de costumbres morigeradas, que se pasa la vida investigando en soledad los archivos regionales. Es una persona respetable y goza de cierto prestigio en virtud de que ha descubierto y publicado diversos documentos acerca de las fundaciones franciscanas en el sur de Jalisco durante el siglo dieciséis. Últimamente se dedica a escribir la historia exhaustiva de las Provincias de Avalos, y nos prometió leernos un capítulo que atañe a Zapotlán. En realidad todos desconocemos, o más bien dicho, desconocíamos la historia de nuestro pueblo, y a decir verdad, yo hubiera dado lo que me pidieran por no haberla conocido nunca, si es que los hechos sucedieron tal y como los relata este buen hombre de Sayula.

Nuestro invitado tomó las cosas con parsimonia. Nos saludó a todos amable y fríamente. Es hombre de poca parola y se estuvo callado hasta que llegó el momento de la lectura. Rehusó el café y los refrescos, y ni siquiera quiso probar un dulcecito. Pidió un vaso de agua. Puso su portafolio sobre la mesa y sacó un impresionante montón de cuartillas escritas a mano. Se quitó los anteojos y se estuvo limpiándolos durante varios minutos con su pañuelo; se los ponía y se los volvía a quitar hasta que no quedó en ellos, según parece, la más mínima partícula de polvo. Luego extrajo del portafolio un frasco de medicina y un gotero. Creo que todos contamos las gotas que iban cayendo en el vaso, lentas y espaciadas, como de una clepsidra: fueron ochenta y cinco. Bebió un pequeño sorbo, y después de hacer un gesto de amargura, nos preguntó que si estábamos listos. Como el silencio seguía siendo general y completo, yo tomé la iniciativa y le indiqué que nuestra sesión quedaba abierta en su honor. Al hacerlo, tuve la impresión de que contraía una grave responsabilidad frente a todos los concurrentes. El historiador carraspeó varias veces y en distintos tonos, para afinarse la garganta, y dijo con voz tranquila y opaca: "La traición y los traidores en Zapotlán el Grande, durante las guerras de Conquista, de Independencia y de Reforma. Capítulo décimo primero de la Historia General de las Provincias de Ávalos, desde su descubrimiento hasta nuestros días."

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