Aquella noche no pude dormir. Como una pesadilla, la escena del estudio volvía a repetirse una y otra vez en mi imaginación. Trataba de revivir mis impresiones, la sorpresa, el miedo, la humillación y la vergüenza. Y la certidumbre irreparable de la cobardía de Sergio.
La tortura del insomnio me acompañó hasta el amanecer. Esperaba la llegada del día como una salvación. Pero ¿qué esperaba? Nada que pudiera hacer retroceder el tiempo hasta un momento antes de la irrupción de la madre de Sergio en nuestra intimidad. Nada ante la sorprendente conducta de Sergio. Nada después de las palabras pronunciadas y de las que no se pronunciaron. Reconstruí el instante en que decidí desaparecer. Fue una decisión urgente y perfectamente lúcida. Como un relámpago me había deslumbrado la claridad inevitable de un final. Nunca jamás, me repetía. Es el final y para siempre.
Cuando abandoné el estudio, las últimas palabras que oí se referían a mí: «Se lo haremos saber a Octavio. Debe saberlo. Es nuestra obligación.» Pero Octavio no lo supo nunca. No fue necesario. A primera hora del día siguiente llegó un telegrama. «Octavio ha muerto. No vengas. Sigue carta. Te quiero mucho. Mamá.»
«¡Qué día, cielo santo! Qué día para morir», lloriqueó doña Lola. Había esperado en la puerta de mi habitación, convencida de la catástrofe que encerraba el papel azul doblado. «El día de Todos los Santos, ¿será posible?» Una serenidad imprevisible me dominaba. La conciencia del derrumbe total había alejado el temor a ese derrumbe. La catástrofe me pertenecía, la había aceptado, ya era mía, y no me amenazaría nunca más. Lentamente desayuné, me arreglé, decidí poner un telegrama a México antes de ir a la facultad. Llamé a Margarita muy temprano y le di la noticia de la muerte de Octavio. Prometió ir a buscarme a la segunda hora de clase, en cuanto ella resolviera sus ocupaciones más urgentes.
Doña Lola me miraba un poco extrañada: «Ay, qué malo es estar tan serena. Llora y desahógate, hija mía, que te sentirás mejor.» Pero no podía llorar. «Llama a don Lucas, que era amigo de tu padrastro y se portó tan bien contigo…» «Es demasiado tarde», le contesté. Y ella se me quedó mirando sorprendida, temerosa de que hubiese perdido la razón. «Querrás decir demasiado temprano, criatura», observó. Cuando alcancé la calle miré atrás y allí estaba, asomada tras los visillos viéndome partir, preocupada por mí y sin saber cómo emplear su compasión cargada de buenas intenciones.
Margarita me dejó hablar. «Lo esperaba», le dije, «pero no tan pronto. O si. En realidad sabía que ocurriría pero no me atrevía a calcular cuándo… Mi madre no ha tenido mucha suerte. Y luego está su terrible pesimismo. Aunque ese pesimismo le va a servir ahora de consuelo. A ella le da miedo la felicidad. Siempre que ocurre algo bueno se siente en falta. Cree que es una aberración ser feliz, algo que no se espera de la condición humana. Por eso hay que pagar un precio enorme por los momentos felices…»
Yo hablaba y hablaba, y Margarita me dejaba hablar. Era la medicina que necesitaba. Era mi terapia. «Recuerdo a mi madre siempre de negro, negro sobre negro. Primero fue España. Y luego México, que no es alegre. Parece alegre por el color. Pero mi madre se dio cuenta enseguida, comprendió que la naturaleza, el fondo del pueblo mexicano es en blanco y negro. Captó esa ausencia de color en lo más profundo de lo mexicano. El color, allí, arropa lo externo, es lo externo. Pero por dentro el negro lo invade todo… El negro es la nada, el vacío, el no ser. El blanco es la fría luz de la conciencia, la percepción de lo que está bien, la verdad en estado puro e inalcanzable. Sin embargo, el color es una agresión, es la confusión, el exceso, el derroche. Me parece que mi madre siente la vida en "blanco y negro.»
De pronto no pude continuar. Margarita escuchaba, respetuosa, mis desordenadas confesiones. «Perdona mi desahogo», le dije, «lo estaba necesitando.» Ella sonrió en silencio, esperando. Porque era evidente que no había terminado. Que quizá lo más importante era lo que me faltaba por decir. Estábamos sentadas ante el velador de un café que solíamos frecuentar últimamente. A esa hora, el lugar estaba tranquilo. Sólo algunos viejos miraban pasar las sombras de los recuerdos a través del cristal. Me armé de valor y dije: «He terminado para siempre con Sergio…»
Pasaron los días y yo circulaba de un lado a otro llevada por las rutinas cotidianas. Mi congoja oscilaba entre el recuerdo de la muerte de Octavio y la increíble deserción de Sergio. Escribí a mi madre una carta larga y meditada. Por primera vez fui yo la consejera, la protectora, «por favor, cuídate mucho. No caigas en tu eterno negativismo. No entiendo por qué no aprovechas este momento para hacer un viaje a España. Franco vive, pero el país también vive, y es tu país… Hay que tener el valor para regresar. El valor moral, porque a ti no va a ocurrirte nada. Te fuiste voluntariamente y puedes volver cuando quieras».
Mi carta se cruzó con la suya. «Ya sé lo que vas a decirme: que regrese a España. Pero no puedo ni quiero. La hacienda me necesita por ahora y Merceditas está la pobre tan desconcertada que no puedo pensar en abandonarla aunque tenga a su marido y a sus tíos. Está embarazada y se lamenta de que el niño no haya nacido a tiempo para que lo conociera Octavio. Pero el niño no nacerá hasta junio y quiero estar aquí cuando eso ocurra. En cuanto a ti, termina tu carrera tranquila y luego ya hablaremos. Quizás en el verano te apetezca venir. En este momento sólo serías una más a sufrir y yo quiero evitarte el sufrimiento…»
El otro sufrimiento, el que mi madre no podía imaginar, persistía. Sergio no daba señales de vida, pero no me sorprendió.
Con Margarita, el día de nuestro encuentro, analicé minuciosamente las razones de la incoherente actitud de Sergio. ¿Dónde estaba su rebeldía? ¿Dónde sus afanes revolucionarios, sus ataques al sistema, su enardecimiento cuando ensalzaba la libertad de costumbres de los jóvenes en Londres o en París? Todo era un gran engaño, una falacia, una ambivalencia profunda. Margarita movió la cabeza dubitativamente: «No estoy tan segura de que las cosas sean exactamente así. Sergio hubiera sido valiente ante un comisario de policía que hubiese entrado en su estudio a detenerle. Valiente y firme. Pero su madre es otra cosa. No es que él esté de acuerdo, es que se considera incapaz de liberarse. Sergio puede ir a la cárcel por su actividad política, pero no romperá con su familia por ti…»
Me convenía a medias esa argumentación. Más bien creía que yo le gustaba, le atraía, y no encontró la menor resistencia para que llegáramos a ser amantes. Y nada más. En eso me daba la razón Margarita: «No dudes que aquí y en la clase social de Sergio, a pesar de sus ideas tan opuestas a las de su familia, acabará coincidiendo con ellos en la elección de una mujer para toda la vida…»
Se acercaban las Navidades y yo estaba dispuesta a pasarlas con Amelia y su familia. Necesitaba salir de Madrid y la idea de estar unos días con amigos tan queridos me llenaba de tranquilidad. Había recibido varias cartas de México. De Merceditas que contestaba a una mía. De doña Adela, don Ramón y Rosalía. De mi madre que trataba de mostrarse alegre y me deseaba toda clase de venturas para el año nuevo. También añadía un mensaje de Remedios: «A mi niña, que nos regrese pronto, que es una alegría oírla hablar y reír por esta casa tan vacía…»
La tarde del día veintidós salía yo de Madrid. Esa mañana llegó un centro de rosas rojas, capullos a medio abrir.
«De invernadero, Juana, mira qué cosa más bonita…», dijo doña Lola al pasármelas a mi cuarto. Entre las rosas asomaba un sobre blanco con una tarjeta en la que había una sola palabra escrita: «Perdóname.» La rompí en mil pedazos y le entregué las flores a doña Lola: «Para usted. Yo me marcho esta tarde…»
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