Yo era otra y contemplaba la catedral con nuevos ojos. Pero la extraordinaria perfección del templo barrió la riqueza de las nuevas experiencias. Indefensa, vulnerable y absorta, me dejé llevar por la abrumadora intensidad de la belleza.
El año comenzó mal. Cuando llegué el tres de enero a Madrid, lo primero que me encontré fue un mensaje de la madre de Margarita. «Llámame urgentemente.»
Era un mensaje raro porque yo apenas la conocía. Llamé a Luis y no estaba. No, nadie sabía dónde había ido ni cuándo volvería. Me puse nerviosa y seguí llamando a los demás amigos, Emilio, Teresa, Félix. Sólo Teresa me dio una información en clave. «Algunos se han ido de vacaciones. A otros les han invitado a quedarse.» No esperé más y llamé a la madre de Margarita, que me pidió que fuera a visitarla.
Dejé atrás el Museo del Prado y subí por la Academia hasta la tapia del Retiro. La mañana era fría, soleada, daba gusto andar. Pasé ante la Puerta de Alcalá y seguí hasta O'Donnell.
Al llegar al portal de Margarita el corazón me latía con fuerza. El nombre de su padre brillaba en una placa pulidísima de metal dorado. Debajo del nombre se leía: Doctor en Medicina, segundo izquierda. La vivienda era a la derecha. Llamé y abrió una doncella uniformada que me hizo pasar a una sala en penumbra. Se cruzó en la puerta con la madre de Margarita, que vino hacia mí, me dio un beso y, cogiéndome de la mano, me dijo: «Ven a mi cuarto. Allí estaremos bien.»
Un mirador vestido con cortinas transparentes, una camilla con falda azul, dos butacas con flores y abajo la calle. Las copas de los árboles rozaban el mirador del primer piso. Empezaban a encenderse las luces de las aceras. «Dame tu abrigo, dame», insistió nerviosa. Y lo depositó sobre la cama enorme, cubierta por una colcha también azul. Las paredes estaban empapeladas con un papel a rayas que marcaba caminos estrechos de arriba abajo, sendas cuajadas de flores amarillas, rosas, azules. Me fijaba en estos detalles porque no me atrevía a mirar de frente a la madre de mi amiga y preguntarle: ¿Qué pasa? ¿Por qué me ha llamado? ¿Qué le ocurre a Margarita?
Retrasaba el momento de oír su confidencia, su ruego o su reproche. También ella, vestida de negro, delgada, rubia como la hija pero con el pelo corto ligeramente peinado hacia atrás, parecía tomarse un tiempo para afrontar del mejor modo lo que quisiera decirme. Llamó al timbre, pidió unas tazas de té, se sentó frente a mí. Recordé que sólo la había visto otra vez. Un día que acompañé a Margarita para que dejara los libros en casa antes de ir al cine. Cuando el té estuvo servido, la madre de mi amiga se dispuso a hablar. Se veía que le costaba esfuerzo pronunciar unas palabras que le preocupaban, que la tenían tensa y agobiada hasta el extremo de derramar un poco de té cuando levantó la taza para beber. Y otra vez, al dejarla sobre el plato, tropezó con la cucharilla de plata, mal colocada, descuidadamente apoyada en el centro del plato.
«Han detenido a Margarita», dijo al fin. Y la frase brotó como un chorro de miedo, un grito de indignación, una negativa a aceptar esa realidad insólita en una familia como la suya.
«¿Por qué?», pregunté estúpidamente, puesto que yo debería saber por qué, debería imaginar la causa del desastre. Y eso fue lo que replicó la mujer con un agudo acento de ira.
«¿Por qué? Tú lo sabrás. Tú y esa pandilla de revoltosos que andáis metidos en cosas que no os importan en lugar de estudiar.» Impresionada por la falta de control con que se había dirigido a mí, me levanté instintivamente. Ella trató de dominarse y cambió de actitud.
«Perdona, hija mía. Seguramente tú no tienes culpa de nada. Tú, como mi hija, tontas perdidas, haciendo caso a esos chicos de la universidad. Y a propósito de esos chicos, es importante que me digas la dirección de ese Luis, la dirección y el nombre de sus padres. Necesito localizarle, necesito que vaya a declarar que mi hija no tiene nada que ver con sus acciones subversivas…» El calificativo me sonó extraño en boca de esa madre de aspecto dulce y educado. Seguí levantada y me limité a decir. «Yo no sé nada, no sé la dirección de Luis ni el nombre de sus padres. Lo siento…» Me fui hacia la puerta y me deslicé pasillo adelante hasta encontrar la salida guiada, sobre todo, por el instinto de huida.
Las visitas a la cárcel de mujeres de Yeserías me estremecían. La algarabía de los visitantes, la imposibilidad de entenderse con la hermana, la madre, la amiga que se agarraba a los barrotes al otro lado del pasillo que nos separaba mientras gritaba para hacerse oír, me dejaba una sensación de descenso a los infiernos. Margarita sonreía. No trataba de hablar. Nos miraba y sonreía y nos enviaba saludos con la mano.
Parecía tan dueña de sí como siempre. Como cuando iba a los suburbios a repartir obsequios, como cuando tomaba la palabra en las reuniones informales de las tabernas o en esas otras que yo no conocía, en las que decidían las posturas a tomar, las acciones a emprender. Las que la habían conducido allí, a la convivencia con ladronas, prostitutas, seres violentos o débiles, seres abandonados. Mujeres a las que ella -estaba segura- había empezado ya a dirigirse para tratar de ayudarlas a subsistir, para invitarlas a extraer lo positivo de una situación que las apartaba provisionalmente del submundo que habitaban.
Luis había desaparecido. «Yo creo que estará fuera. Seguro que le ayuda su familia. Su padre es de izquierdas», me decían sus amigos. «Le conviene perderse por ahí hasta que esto se serene.» Al parecer eran los únicos en peligro, Margarita y él. Los demás seguimos asistiendo a clase y dejamos de reunirnos. Hasta que un día, a la salida de la facultad, allí estaba Luis. Se limitó a decirme. «Esta tarde a las siete en la salida del metro de Ópera. Desde allí iremos a un sitio nuevo.» No explicó dónde había estado ni cuándo había decidido regresar. La normalidad volvió a cubrir con un manto protector la vida de todos nosotros. Volvimos a beber y charlar y discutir. «Margarita saldrá pronto, ya lo veréis», había dicho Luis. «No tienen ninguna prueba contra ella; su padre se está moviendo, y además no les interesa tener estudiantes detenidos en este momento, cuando los americanos empiezan a estar interesados en España.» Un día apareció Margarita en la puerta del café. Todos la vitoreamos, olvidados de tomar las mínimas precauciones que presidían nuestros encuentros.
La detención de Margarita influyó decisivamente en mí. Ya no podía seguir siendo una espectadora que observa las piruetas peligrosas de los otros. Tenía que dar el paso definitivo. Cuando planteé a Luis mi deseo de compartir su compromiso político movió la cabeza dubitativo. «Tú estás en una situación delicada, Juana. Te pueden poner en la frontera y negarte la entrada en España…»
Pero yo insistí y razoné y le expliqué la necesidad de encontrar mi verdadera identidad, de salir de mis brumas, y sentirme de una vez para siempre arraigada en mi país.
Emilio y Félix, los dos únicos de Económicas del grupo, también querían unirse. El resto de los amigos se retiró a la discreta bruma de las aulas. No volvimos a reunirnos en cafés y tabernas. Ahora había lugares más seguros. Viviendas habitadas por familias nada sospechosas, garajes, talleres. El laberinto de las catacumbas.
Se acercaba el final de 1951. Hacía ya dos años que vivía en España. Los amigos de Octavio me llamaron para invitarme a cenar en Nochebuena: «Juana, no se te ve. Ya no sabemos qué decir a los mexicanos.»
Acepté sin pensarlo y hasta me quedé un poco sorprendida de ese asentimiento a un plan que no prometía mucho. En la cena estaba Sergio, el hijo mayor del matrimonio anfitrión. Nunca había coincidido con él en las pocas visitas que les hice al poco tiempo de llegar a Madrid. «Entonces estaba fuera», aclaró cuando se lo dije. Me sentaron a su lado, frente a los abuelos, en la mesa ovalada resplandeciente de luces, centros de flores, plata. Sergio me preguntó: «¿Qué estudias?» «Historia de América», le contesté. «¿Y tú?» Él se rió entre dientes: «Yo ya soy viejo. Terminé la carrera hace dos años. Y trabajo…» Era economista, había estado dos años en Londres y acababa de encontrar un puesto interesante en una empresa de importación. También era profesor auxiliar de uno de sus antiguos catedráticos.
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