Carlos Zafón - El Palacio de la Medianoche

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El Palacio de la Medianoche. Ambientada en la Calcuta de los años treinta, El Palacio de la Medianoche comienza una noche oscura en la que un teniente inglés lucha por salvar las vidas de dos niños de una amenaza impensable. A pesar de las insoportables lluvias del monzón y el terror que lo asedia en cada esquina, el joven británico logra ponerlos a salvo, pero no sin perder su propia vida… Años más tarde, cuando los dos niños, Ben y Sheere, están en víspera de celebrar su decimosexto cumpleaños, la amenaza reaparece en sus vidas y esta vez no los dejará escapar tan fácilmente. Con la ayuda de sus valientes amigos, los dos hermanos deberán desafiar el terror que los acecha en las sombras de la noche y enfrentarse al enigma más aterrador de la historia de la ciudad de los palacios.

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– No le escuches, Ben -dijo Sheere-. Este hombre mató a nuestro padre. Cuanto diga o pretenda hacernos creer no tiene más valor que la porquería que cubre este agujero.

– Duras palabras para pronunciarlas de un amigo -comentó Jawahal pacientemen-te.

– Moriría antes que ser su amiga…

– Nuestra amistad, Sheere, es cuestión de tiempo -murmuró Jawahal.

La sonrisa ecuánime de Jawahal se desvaneció al instante. A un gesto de su mano, Sheere salió proyectada contra el otro extremo del vagón, embestida por un ariete invisi-ble.

– Ahora descansa. Muy pronto estaremos juntos para siempre…

Sheere impactó contra la pared de metal y cayó al suelo inconsciente. Ben se lanzó tras ella, pero la férrea presión de Jawahal le retuvo.

– Tú no vas a ninguna parte- dijo Jawahal y después, dirigiendo una mirada helada a los demás, añadió-: El próximo que tenga algo que decir verá sus labios sellados por el fuego.

– Suélteme -gimió Ben sintiendo que la mano que le asía el cuello estaba a punto de descoyuntarle las vértebras.

Jawahal le soltó instantáneamente y Ben se desplomó contra el suelo.

– Levántate y escucha -ordenó Jawahal-. Tengo entendido que formáis una espe-cie de fraternidad en la que habéis jurado ayudaros y protegeros hasta la muerte. ¿Es cier-to?

– Lo es -dijo Siraj desde el suelo. Un puño invisible golpeó con fuerza al muchacho y lo derribó como a un muñeco de trapo.

– No te he preguntado a ti, chico -dijo Jawahal-. Ben, ¿piensas responder o experi-mentamos con el asma de tu amigo?

– Déjele en paz. Es cierto -respondió Ben.

– Bien. Entonces permíteme felicitarte por la fabulosa labor que has desempeñado al traer a tus amigos hasta aquí. Protección de primera clase.

– Dijo que nos iba a conceder una oportunidad -recordó Ben.

– Sé lo que dije. ¿En cuánto valoras la vida de cada uno de tus amigos, Ben?

Ben palideció.

– ¿No entiendes la pregunta o quieres que averigüe la respuesta de otro modo?

– La valoro como la mía. Jawahal sonrió lánguidamente. -Me cuesta creerlo -afir-mó.

– Lo que usted crea o deje de creer me trae sin cuidado.

– Entonces vamos a comprobar si tus bonitas palabras se corresponden con la realidad, Ben -indicó Jawahal-. Éste es el trato. Sois siete, sin contar a Sheere. Ella queda fuera de este juego. Por cada uno de vosotros siete, hay una caja cerrada que contiene… un misterio.

Jawahal señaló una hilera de cajas de madera pintadas en diferentes colores y que se alineaban una junto a la otra como una fila de pequeños buzones.

– Cada una de ellas tiene un orificio en la parte delantera que permite meter la mano, pero no sacarla hasta después de unos segundos. Es como una pequeña trampa para curiosos. Imagina que cada una de esas cajas contiene la vida de uno de tus amigos, Ben. De hecho, así es, pues en cada una hay una pequeña Placa de madera con el nombre de todos vosotros. Puedes introducir tu mano y sacarla. Por cada caja en la que metas tu mano y extraigas su pasaporte, liberaré a uno de tus amigos. Pero, por supuesto, hay un riesgo. Una de las cajas, en vez de la vida, contiene la muerte.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Ben.

– ¿Has visto alguna vez un áspid, Ben? Una pequeña bestia de temperamento volá-til. ¿Sabes algo de serpientes?

– Sé lo que es un áspid -replicó escuetamente Ben, sintiendo que las rodillas le flo-jeaban.

– Entonces te ahorraré los detalles. Te basta con saber que una de las cajas oculta un áspid.

– Ben, no lo hagas -dijo Ian, Jawahal le dirigió una mirada maliciosa.

– Ben. Estoy esperando. No creo que nadie te ofrezca un trato más generoso en toda la ciudad de Calcuta. Siete vidas y sólo una posibilidad de error.

– ¿Cómo sé que no miente? -preguntó Ben. Jawahal alzó un largo dedo índice y negó lentamente frente al rostro de Ben.

– Mentir es una de las pocas cosas que no hago, Ben. Y lo sabes. Ahora decídete o, si no tienes valor para afrontar el juego y demostrar que tus amigos te son tan caros como nos quieres hacer creer, dilo claramente y le pasaremos el turno a otro con más agallas.

Ben sostuvo la mirada de Jawahal y asintió finalmente.

– Ben, no -repitió Ian.

– Dile a tu amigo que se calle, Ben -indicó Jawahal-, o lo haré yo.

Ben dirigió una mirada suplicante a Ian. -No lo hagas más difícil, Ian.

– Ian tiene razón, Ben -dijo Isobel-. Si nos quiere matar, que lo haga él. No te dejes engañar.

Ben alzó una mano pidiendo silencio y se encaró a Jawahal.

– ¿Tengo su palabra? Jawahal le miró largamente y, por fin, asintió. -No perdamos más tiempo -concluyó Ben dirigiéndose hacia la hilera de cajas que le aguardaban.

Ben contempló detenidamente las siete cajas de madera pintadas en diferentes colores y trató de imaginar en cuál de ellas Jawahal podía haber ocultado la serpiente. Intentar descifrar la mentalidad con la cual habían sido dispuestas era como tratar de reconstruir un puzzle sin conocer la imagen que componía. El áspid podía estar oculto en una de las cajas del extremo o en las del centro, en una de las pintadas en colores vivos o la que lucía una brillante capa negra. Cualquier suposición era superflua y Ben descubrió que su mente se quedaba en blanco ante la decisión que había de tomar inmediatamente.

– La primera es la más difícil-susurró Jawahal-. Escoge sin pensar.

Ben examinó su mirada insondable y no apreció en ella más que el reflejo de su rostro pálido y asustado. Contó mentalmente hasta tres, cerró los ojos e introdujo la mano en una de las cajas bruscamente. Los dos segundos que siguieron se hicieron interminables, mientras Ben esperaba sentir el contacto rugoso de un cuerpo escamoso y la punzada letal de los colmillos del áspid. Nada de eso sucedió; tras aquel lapso de espera agónica, sus dedos palparon una placa de madera y Jawahal le ofreció una sonrisa deportiva.

– Buena elección. El negro. El color del futuro. Ben extrajo la tablilla y leyó el nombre que había escrito sobre ella. Siraj. Dirigió una mirada inquisitiva a Jawahal y éste asintió. El crujido de las esposas que sujetaban al endeble muchacho se escuchó claramente.

– Siraj -ordenó Ben-. Baja de este tren y aléjate.

Siraj se frotó las muñecas doloridas y miró a sus compañeros, abatido.

– No pienso irme de aquí -replicó.

– Haz lo que Ben te ha dicho, Siraj -Indicó Ian tratando de contener el tono de su voz. Siraj negó.

Isobel le sonrió débilmente. -Siraj, vete de aquí -suplicó la muchacha-. Hazlo por mí. Siraj dudó, desconcertado.

– No tenemos toda la noche -dijo Jawahal-. Te vas o te quedas. Sólo los tontos desprecian la suerte. Y esta noche tú has agotado tu reserva de suerte para el resto de tu vida.

– ¡Siraj! -ordenó Ben, terminante-. Lárgate ahora. Ayúdame un poco.

Síraj dirigió una mirada desesperada a Ben, pero su amigo no cedió un milímetro en su expresión severa e imperativa. Finalmente, asintió cabizbajo y se dirigió hacia la compuerta del vagón.

– No te detengas hasta llegar al río -indicó Jawahal-, o te arrepentirás.

– No lo hará -respondió Ben por él.

– Os esperaré gimió Siraj desde el escalón del vagón,

– Hasta pronto, Siraj -dijo Ben-. Márchate ya. Los pasos del muchacho se alejaron por el túnel y Jawahal alzó las cejas señalando que el juego continuaba.

– He cumplido mi promesa, Ben. Ahora te toca a ti. Hay menos cajas. Es más fácil elegir. Decídete rápido y otro de tus amigos salvará su vida.

Ben posó sus ojos sobre la caja contigua a la que había elegido en primer lugar. Era tan buena como cualquier otra. Lentamente, extendió la mano hasta ella y se detuvo a un centímetro de la trampilla.

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