Arturo Pietri - La visita en el tiempo

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La visita en el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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En La visita en el tiempo, Arturo Uslar Pietri recrea la vida de Don Juan de Austria, general y hombre de Estado español, hijo natural del emperador Carlos V y Bárbara de Blomberg. Nacido en 1545, fue criado secretamente por Luis de Quijada, mayordomo del emperador. Famoso por su gallardía, Felipe II lo reconoció como hermano, lo instaló en la corte y le concedió los honores propios del hijo del emperador.
Habían proyectado dedicarle a la iglesia, pero lo impidió su carácter belicoso.
Demostró sus condiciones de general y ambicionó reinar más que nada en el mundo; su corta existencia transcurriría en un constante conflicto entre el sueño y la realidad.

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Durante semanas había discutido los planes con los comandantes. Había ahora, sin los venecianos, más facilidad de entenderse. El plan no parecía ofrecer dificultades.

Se reunirían en Messina, pasarían por Palermo y desde la costa sur de Sicilia cruzarían el corto mar que los separaba de La Goleta. A cada momento volvía el recuerdo del Emperador. Los viejos marinos repetían en todos sus detalles la forma en que fue realizada aquella campaña tantos años atrás. Don Juan oía y preguntaba todos los detalles.

Sentía que retomaba en sus manos, por primera vez, una campaña del Emperador. Quería seguirla paso a paso. «Todos van a estar comparándome con él y no quiero salir fallo.» Las noticias no eran malas. La flota turca parecía estar lejos, no había fuerzas musulmanas importantes en Túnez; la guarnición española de La Goleta estaba avisada y lista en espera de la expedición. Pomposos letrados le hablaban de la vieja historia.

Cómo Escipión organizó la guerra contra Cartago. No se parecía a lo de él. No iba a destruir, sino a fundar. «Vamos a crear un reino cristiano en la otra orilla.» «Eso no se ha visto desde las Cruzadas.» Ya entrado septiembre llegó de Madrid Juan de Soto con sus esperadas y no claras noticias. La conversación fue un inagotable interrogatorio. No lograba ver claro en las respuestas del secretario.

De lo que contaba Soto salía un confuso y oscuro panorama de evasivas y pretextos.

Describía a un Antonio Pérez distinto del que había conocido. Tenía un inmenso poder y lo ejercía. Todo pasaba por sus manos. «¿Qué dijo Antonio?» Muchas cosas distintas en diferentes ocasiones. Desde luego no ponía reparos a la empresa y le parecía muy bien. Elogiaba a Don Juan y se mostraba su amigo, pero volvía a hablar de las dificultades políticas. Un reino vasallo en África traería muchos problemas. Soto había hablado también con el rey. Se había interesado mucho por la salud de Don Juan. «Creen que Vuestra Alteza está muy enfermo.» Calló y puso mala cara. Luego comentó con aire resignado: «No se engañan. Todo el mundo lo ve. Mi salud nunca ha sido buena.» Soto trató de desmentirlo afectuosamente. Don Juan recordó casi rencorosamente sus males, los dolores del estómago, los síntomas del mal de Nápoles que creía haber adquirido, el agua de palo, las horribles pócimas que los médicos le obligaban a tomar, y aquellos largos desganos de hacer y hasta de vivir que le venían con frecuencia.

No negaba, ni prometía nada el rey. Faltaba lo peor. Quería que se demoliera la fortaleza de La Goleta. Estalló: «Es absurdo. Hacer una gran expedición para destruir la única fortaleza que España tiene en África. La carcajada va a resonar desde Constantinopla hasta Venecia. No se hace un esfuerzo militar tan grande para eso».

Eso no lo hubiera querido nunca el Emperador. Estaba seguro. Ni aun en los días de Yuste, viejo y acabado como estaba, hubiera ordenado cosa semejante. Sentía lo que hubiera dicho. Casi lo podía oír en una secreta resonancia: «Destruir La Goleta, nunca. Reforzarla y partir de ella a dominar toda la tierra de los infieles».

No había para qué preguntar sobre el reino prometido. La respuesta del rey era evidente. La sola idea de desmantelar la fortaleza era la manera más clara de oponerse a aquella esperanza que le había sido dada por dos Papas.

Salió al fin con el resto de la flota a Messina. En Sicilia lo aguardaban con impaciencia y buenas noticias. La flota turca parecía estar lejos. La guarnición española, prevenida, los aguardaba cada día en La Goleta. De Messina siguieron a Palermo a completar recursos y reclutar gente. Avanzaba septiembre y el mar comenzaba a descomponerse. Se reunieron al fin en Trapani, frente a la costa africana. Todo parecía dispuesto, pero hubo que suspender la salida varias veces por el mal tiempo.

Alguien habló de un puerto olvidado, que quedaba cerca, y que había servido para concentrar flotas en las guerras púnicas. Ordenó buscarlo. Hallaron una ancha rada donde podían caber centenares de galeras. Lo rebautizó Puerto Austria. El 7 de octubre, aniversario de Lepanto, salieron en la tarde. «A esta hora, hace dos años, ya estaba decidida la batalla.» Al día siguiente estaban ante el Golfo de Túnez. Al fondo se destacaba La Goleta junto al canal de la laguna. Empezaron a oírse disparos de cañón. Hubo alarma. Eran las salvas de la fortaleza para saludar la flota. Parecía buena señal. Los veteranos recordaban: «No hay que confiarse, nos saludan los nuestros, pero los otros pueden estar emboscados esperándonos».

Los muros y la playa se llenaron de gente y banderas que saludaban. Vinieron algunos esquifes que trajeron a bordo a los jefes. Traían noticias tranquilizadoras. No parecía haber resistencia del lado de Túnez. La guarnición turca se había retirado y gran parte de la población se había ido detrás de ella abandonando la ciudad.

Desde la fortaleza pudieron ver a la distancia el blanco cúmulo de las casas. Todo en silencio. Ni llegaba ruido ni se veía gente. Con mucha cautela el marqués de Santa Cruz subió hasta la ciudad. En el camino topó con el alcalde y su corto séquito asustado. Le dijeron que la ciudad estaba abierta y casi solitaria.

Al día siguiente avanzó Don Juan a caballo con un fuerte destacamento hacia la población.

Todos comentaban con asombro aquella extraña quietud. Toparon con emisarios de Santa Cruz que confirmaron que no había resistencia y que la ciudad abandonada estaba en sus manos.

Don Juan dispuso que las tropas se detuvieran. «Más tarde entrarán para el saqueo.

Pueden coger todo lo que quieran, pero no voy a permitir que maten ni que incendien.» A la entrada lo aguardaban los pocos dignatarios que habían quedado. Zalemas, reverencias. La cabalgata tomó el camino de la Alcazaba. Calles vacías, puertas y ventanas cerradas. A veces asomaba, entre trapos negros, una silueta de mujer con un niño de la mano para desaparecer pronto detrás de una puerta. Avanzaban callados, invadidos por aquel silencio de vacío. «Más parece un cementerio que una ciudad.» «Es como si hubiera pasado la peste.» El alcalde y sus asustados acompañantes explicaban a su manera. La gente había huido, pero regresaría. Habían tenido temor de un ataque sangriento, pero volverían. La trama de la intriga local se fue desenvolviendo.

Odiaban a los turcos. Detestaban al reyezuelo Muley-Hamida. No faltaron los cuentos de crueldades. Le había sacado los ojos a su padre.

Penetraron en el palacio. Parecía más grande por vacío. Muros, jardines, bosques, huertas, torres, balcones, arcos labrados, tapices hondos y largos divanes. Mucho rumor de agua de fuentes, de chorros, de albercas y acequias. «Estos palacios moros suenan a agua.» Recordó Don Juan a Granada. «Pero Granada era una ciudad viva. Esta está muerta», añadió Soto. Por los vacíos salones llegaron hasta el diván del rey. Allí se detuvieron. El alcalde quiso entregar las llaves simbólicas a Don Juan. Este hizo señal al marqués de Santa Cruz para que las recibiera. Cuando se retiraron los moros, los cristianos se dispersaron por los dilatados espacios.

Antes de bajar a los jardines Don Juan dio la orden del saqueo. Un rato después empezó a llegar el lejano vocerío de la soldadesca. Al resonar de voces, gritos, alaridos de mujeres, estruendo de maderas rotas, Soto se asomó a una alta ventana y vio en las calles cercanas grupos de soldados agobiados de trapos, de muebles, cargados de 170171 líos enormes. Había disputas. Alguno llevaba una mansa mujer de la mano a la que seguía un niño. El resto de la ciudad se veía solo. En grupos se mostraban el botín y hacían trueques. «Así es la guerra.» Algunos esclavos negros, con chaquetas doradas y anchos pantalones, los acompañaban. Dentro del palacio había una extraña paz. Nadie recordaba nada semejante.

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