Juan Saer - La Pesquisa

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Relato fascinante, aguda reflexión sobre la racionalidad, el crimen y la locura, La pesquisa es la gran novela policial de Juan José Saer. Pichón Garay, el conocido personaje de otros libros de Saer, narra durante una cena con amigos en su región natal, el misterioso caso de un hombre que en París se dedica a asesinar ancianas y que es perseguido implacablemente por la policía. La historia se entrelaza con el descubrimiento de un enigmático manuscrito, cuya búsqueda desemboca en un largo viaje en lancha por un río sin orillas. Lúcidamente, Saer le hace un guiño a sus lectores cuando pone en boca del narrador aquello que es la premisa básica de su escritura:?…por el solo hecho de existir, todo relato es verídico…?.

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En contraste con la piecita de la entrada, en el salón de estar reinaba un desorden que, para ser preciso, tendría que calificar de encarnizado. El azar puede ser devastador, pero nunca es metódico ni meticuloso. Y aunque es verdad que, desde cierto punto de vista, todo lo que se refiere a los actos humanos es locura, sería prudente reservar esa palabra para designar algo específico y que es, no extraño a la razón, sino el resultado de una razón propia que ordena el mundo según un sistema de significaciones sin fisuras, y por eso mismo impenetrable desde el exterior. Morvan sabía que la puesta en escena que se desplegaba en la habitación tenía un sentido para el que la había organizado, pero ese sentido nunca se haría evidente a nadie que no fuese su propio organizador. Había casi demasiado sentido, infinitamente más de la cantidad irrisoria que una mente ordinaria se resigna a aceptar del mundo opaco y casi mudo: y en ese orden propio, las cosas, retiradas de sus fines habituales, simbólicos o prácticos, eran reintegradas con un signo diferente, igual que esos objetos de la civilización técnica que, cuando se pierden en la selva, son recuperados por una tribu ignota e inscriptos en la evolución necesaria de una cosmografía que existe desde la noche de los tiempos y que pretende haber previsto, en un punto exacto del porvenir, la aparición ineluctable de esos objetos.

Como las figuras de ciertas esculturas que emergen, fragmentarias pero reconocibles, de la piedra bruta, del caos de sillas dadas vuelta, de vajilla rota, de libros dispersos y deshojados, de quemaduras, de manchas de salsa, de ceniza, de sangre, de excremento, de ropa desgarrada, de lámparas caídas y de sillones reventados a puñaladas de los que brotaban resortes retorcidos y borbotones de estopa, quedaban signos legibles de lo que había sucedido la noche anterior. Había habido una cena para dos personas y, probablemente después de la cena, una partida de cartas, ya que las cartas estaban todavía dispuestas sobre una mesita, en la que había también dos copas de cognac milagrosamente intactas y unas fichas de colores que servían para marcar los puntos. La ceremonia habitual de esa religión en la que el oficiante era también el dios y el demiurgo, la doctrina y la interpretación, la iglesia y el creyente, la redención y el castigo, el alfa y el omega en una palabra, había interrumpido la partida de cartas en el momento en que la víctima propiciatoria iba ganando justamente, a juzgar por el montoncito de fichas que había de su lado, y que era su lugar podía ser deducido de modo inequívoco por el estado del sillón dado vuelta en el suelo de ese lado de la mesa, y por las gotas de sangre que manchaban el montoncito de fichas ganadoras. En cuanto a la viejecita número veintiocho, estaba tendida en la misma mesa en que había servido la cena, a juzgar por la vajilla rota, los restos de rosbif, de papas al horno, de queso, de ensalada y de torta de chocolate que decoraban el suelo alrededor de la mesa. Morvan dedujo que, a causa de sus huesos fatigados, de sus dolores frecuentes de piernas y de caderas, de su corazón frágil y de sus pulmones apelmazados por un principio de enfisema, la dueña de casa, para no tener que levantarse a cada rato, había preferido depositar todos los platos del menú en una punta de la mesa y reservar la otra para la cena propiamente dicha, lo cual le permitía ganar en reposo y en intimidad. Decir que en vida debió haber tenido un buen pasar en razón del aspecto más que confortable que presentaba de modo evidente el departamento antes del huracán, que tal vez gozaba de una buena jubilación e incluso de rentas jugosas, es perder el tiempo en detalles superfluos, en nimiedades, teniendo en cuenta su aspecto en ese momento, tan poco afín con cualquier idea de extracción social y aun de ente morfológicamente humano. Ya desde antes de haberla sometido a la labor del cuchillo, el demiurgo meticuloso, al designarla, probablemente por puro azar, en una de esos cruces imprevisibles que crean la oportunidad, como objeto de su ritual, la había despojado de todo rasgo concreto, carne, nervios, sentimientos, memoria, acordándole únicamente la posibilidad de ser durante una noche la encarnación tangible de un principio contra el que él estaba en guerra total. En vida había sido más bien delgada, y tal vez hermosa cuando joven, y, sin duda, a pesar de sus años, en pleno invierno, debía pagarse sesiones de bronceado integral en algún instituto de belleza porque, aunque arrugada, tenía la piel parejamente oscura, de un color más bien agradable, en la que la palidez de la muerte no había logrado filtrarse. Pero, y disculpen mi insistencia, también sobre la palabra muerte habría que ponerse de acuerdo, y si aceptamos que únicamente al sujeto le es acordado el privilegio de morir, a esa altura de los acontecimientos la noción misma de muerte desaparecía. El hombre, o lo que fuese, la había atado a la mesa, boca arriba, un hilo grueso a la altura de la frente, que pasaba por debajo de la mesa y que mantenía la cabeza inmóvil, otro a la altura de los muslos y un tercero que inmovilizaba los pies. Le había tapado la boca con cinta adhesiva para impedirle gritar y después, viva probablemente, le había abierto con el cuchillo eléctrico que todavía seguía enchufado un enorme tajo que iba desde la garganta hasta el pubis. Después había dado vuelta los labios de la herida hacia afuera, de modo tal que por la forma la herida semejaba una enorme vagina -era difícil saber si esa había sido la intención del artista que había trabajado la carne, pero era más difícil todavía evitar de hacer de inmediato la asociación. Desangrado, con las vísceras afuera, a causa de las arrugas también, el cuerpo parecía más una muñeca de plástico desinflada, o, mejor todavía, la cascara oscura de un fruto descompuesto mucho tiempo atrás, o, y tal vez esta sea la mejor comparación, una bolsa de arpillera vacía, de la que una mano furiosa acababa de vaciar el contenido de estopa para diseminarlo al voleo por el salón.

Mientras el agente, obedeciendo a una orden de Morvan, llamaba desde el dormitorio al despacho especial, Morvan inspeccionó el departamento. En un ángulo del salón encontró una botella de champaña vacía, que debía haber rodado por el piso cuando el asesino acostó a su víctima en la mesa de operaciones. En la cocina había bastante orden, salvo que el cajón de los cubiertos estaba abierto y que en la pileta se amontonaban fuentes y platos sucios que la dueña de casa había sin duda dejado provisoriamente ahí para pasarlos al lavaplatos cuando la visita se hubiese retirado. La heladera no contenía gran cosa: manteca, un cartón de leche, huevos, cuatro yogures desgrasados y una botella de champaña de reserva. También el dormitorio estaba en orden -el agente ya había terminado de hablar con el despacho especial- de modo que Morvan echó una mirada rápida y se dirigió al baño donde, después de encender la luz, se detuvo más tiempo. No había ningún indicio preciso, aparte de que la ducha había sido utilizada recientemente, pero sólo el laboratorio podría determinar por quién y en qué circunstancias, y sin embargo Morvan tenía en ese lugar la sensación de proximidad y de inminencia que tanto lo angustiaba. Examinó las instalaciones, el lavabo, el bidet, la bañadera, el botiquín, el espejo, con un interés tan reconcentrado que fue recorriendo centímetro a centímetro la superficie pulida que lo reflejaba sin reparar en su propia imagen que, puesto que sus miradas no se encontraron ni una sola vez, parecía tan indiferente de él, como él lo era respecto de ella. Estaba seguro de que era en ese cuarto recubierto de azulejos blancos que brillaban a la luz eléctrica demasiado viva, y que de manera un poco más confusa que el espejo reflejaban lo que ocurría frente a ellos, que el hombre, o lo que fuese, que después iba al salón a atormentar a sus víctimas, se metamorfoseaba en monstruo, que era probablemente ahí donde se desnudaba plegando con cuidado su vestimenta para que no quedara en ella ningún rastro de la ceremonia, y que era ahí adonde volvía para ducharse y vestirse, y salir después a la calle cerrando tras de sí la puerta con doble llave, restituido a la envoltura humana que le servía para traspapelarse en la muchedumbre. En ese paréntesis de desnudez se liberaba en él lo que en la monotonía de los días grises y sin salida permanecía adormilado, oscuro, apelmazado, y el cuarto de baño era el lugar sacrosanto donde el dios desconocido, habiéndolo elegido por alguna razón misteriosa entre esa muchedumbre casi infinita que se le parecía tanto, se encarnaba en él.

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