Ángeles Mastretta - Mal De Amores

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Mal de amores es la historia de una pasión entretejida a la historia de un país, de una guerra, de una familia, de varias vocaciones desmesuradas. Emilia Sauri, la protagonista de esta inquietante novela, nace en una familia liberal y tiene la fortuna de aprender el mundo de quienes lo viven con ingenio, avidez y entereza. Cobijada por la certidumbre de que el valor no es tal sin la paciencia, busca su destino enfrentando las limitaciones impuestas a su género y los peligros de su amor a dos hombres: desde su infancia por Daniel Cuenca, inasible aventurero y revolucionario, y en su madurez por Antonio Zavalza, un médico cuya audacia primera está en buscar la paz en mitad de la guerra civil. Regida por la mejor tradición de las novelas costumbristas, Mal de amores es una novela cuya prosa nítida y rápida consigue arrobarnos con su maestría, mientras nos regala los delirios de una invocación amorosa cuya desmesura nos contagia de futuro y esperanza.

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– No le pienses mucho -dijo Antonio acariciando su melena en desorden.

Emilia le regaló una sonrisa mezcla de luz y dudas y tomó las manos que le paseaba por la cabeza para guiarlas a otros rumbos.

Eran las diez de la mañana cuando entró a su casa con la cara de una niña traviesa y un toque de aire en sus pasos. Reunidos en el comedor, los Rivadeneira y los Sauri la oyeron entrar y se miraron con la complicidad que el caso requería. Entre los cuatro hacían una cabeza de presagios tan apta como la de Refugio. Habían desayunado juntos para asegurarse de que estaban de acuerdo, y no debían preocuparse por Emilia que de seguro dormía por fin entre los brazos de Zavalza. Cuando la oyeron entrar, se miraron en silencio y siguieron bebiendo su café. Emilia irrumpió en ese silencio con el gesto de un pájaro y los besó a uno por uno. Fue a sentarse junto a su padre, se sirvió café, tomó aire y les dijo con una sonrisa:

– Soy bígama.

– El cariño no se gasta -le contestó Milagros Veytia.

– Ya iré viendo -dijo Emilia sin quitar de su boca la sonrisa de bienestar que le tenía tomado el cuerpo.

– Par de sinvergüenzas -soltó Josefa-. No he visto tanta fortuna ni en las novelas. Un hombre como Rivadeneira no aparece jamás. Pero dos, destinados a una misma familia, si lo ponemos por escrito no lo cree nadie.

– No son tan santos como tú crees -dijo Milagros-. Ellos también han de tener otros líos. ¿Verdad Diego?

– No sé si les alcance el cuerpo para tanto -dijo Diego.

– Ojalá y sí. Me sentiría yo menos culpable -ambicionó Josefa.

– ¿Tú de qué tienes que sentirte culpable?

– preguntó Emilia.

– De transigir con ustedes -respondió Josefa levantándose-. A ver cuál dios las protege.

– El tuyo -dijo Milagros-. Con el tuyo nos basta.

XXVII

El siguiente año, 1917 según todos los que aún podían llevar la cuenta, entró en vigor un decreto disponiendo que los impuestos federales se pagaran en plata. A Diego Sauri se le constipó un catarro de tanto lamentar que la revolución y su locura hubieran servido para hacer presidente a un hombre que no por ser más joven que él se veía menos viejo y no por ser antiporfirista, le imponía al país obligaciones distintas a las del porfiriato. Un congreso de representantes, formado por los vencedores de la guerra, aprobó la existencia de una nueva Constitución. Milagros Veytia sobrevivió con Rivadeneira al terrible incendio que se desató en la estación de Buenavista cuando llegó ahí el tren en que ellos viajaban: un carro parque había estallado frente a sus ojos produciendo la más aterradora feria de luces y detonaciones, tras lo cual Milagros tuvo pretexto para dedicarse a correr toda suerte de riesgos alegando que ni la muerte verdadera la espantaría tanto como ya se había espantado esa vez. Josefa volvió a rodarse la escalera por bajarla corriendo. Rivadeneira no dejó de darle vueltas al rompecabezas que había puesto en su entresijo el general Álvaro Obregón al retirarse del gobierno carrancista para comprar un rancho en el que construir un emporio agrícola, él, cuya estrella militar tenía deslumbrado a medio país. Sol García parió una hija tres meses después de morir su marido y Emilia supo a plenitud que es posible conciliar la serenidad con el lujo de las pasiones desmesuradas.

Dormía en la casa de Antonio Zavalza, comía con él en la de sus padres, desayunaba camino al hospital, cenaba donde el hambre de la media noche encontrara su estómago. Todo, hasta la política, que vista de lejos le parecía un espectáculo muy atractivo, corrió por ese año como los ángeles que cruzan los salones cuando se hace un silencio. Y de todo, Emilia guardaba un recuerdo minucioso que hacía las delicias de Zavalza. Oírla recordar los acontecimientos de la semana, como si quedaran lejos y merecieran archivarse en el país de la memoria, le gustaba tanto que una tarde, después de comer, la llevó a caminar la ciudad en busca de un regalo. Bajo la tarde pálida del sábado, se llegaron hasta las calles estrechas en las que se alineaban las tiendas de muebles que fueron apareciendo durante los años de la revolución, con el fin de vender en ellas las extravagancias que llegaban a diario desde las haciendas saqueadas o las casas que los ricos abandonaron intactas, para no correr el riesgo de morirse cuidándolas.

La mecedora estaba colgada de un gancho cerca del cielo raso. Era una de esas piezas de encino que llevan el respaldo y los barrotes labrados. En el cabezal tenía la cara de un viejo sonriente, acorralado por sus barbas y sus bigotes. Zavalza pidió que la bajaran. Cuando la tuvo enfrente le mostró a Emilia la cara del viejo y quiso saber si ella pensaba que aquel grabado podría ser un buen oyente. Emilia probó el asiento columpiándose con energía y le preguntó a Zavalza si pensaba irse. Zavalza dijo que nunca se iría por propia voluntad, pero que necesitaba estar seguro de que aunque así fuera, ella tendría siempre un escucha con el que recuperar el tejido de memorias que hilaba empeñosa y febril, como quien teje una obra de arte.

– A él podrás contarle todo -dijo Zavalza-. Hasta lo que no me puedes contar a mí.

Emilia lo llamó celoso y se levantó a besarlo para borrarle de la imaginación todo lo que su ceño fruncido conjeturaba. No hablaban nunca del tema Daniel, pero sabiendo de su inclinación a recordar como quien borda, era lógico que Zavalza tuviera como una piedra la certidumbre de que ninguno de sus encantos y aventuras había ella olvidado en dos años.

Volvieron a la casa con la mecedora. En la puerta de la calle, Zavalza quiso que su mujer se acomodara en ella para cruzar el umbral cargándola con todo y silla. Emilia cedió a sus deseos con una solemnidad poco usual. Acomodó los pliegues de su falda, alzó los pies del suelo, cerró los ojos y avisó que estaba lista. Zavalza vio un temblor agitando sus pestañas oscuras y antes de levantarla se acercó a oír la boca con la que ella murmuraba algo parecido a una jaculatoria. Al sentirlo cerca, Emilia le extendió un beso como un cheque en blanco. Un minuto de cielo los tocó con su embriaguez y su audacia. Luego él alzó la silla y entró en la casa cargando aquel botín de penas y glorias que la vida había tenido la generosidad de poner en sus brazos.

Aquel había sido un día largo: en la madrugada una mujer tuvo a bien parir triates, más tarde un hombre llegó con el brazo a medio arrancar por el machete de su compadre y, para culminar, madame Moré irrumpió como a la una dando gritos presa de una apendicitis que operaron sin quedar seguros de que sobreviviría. Madame Moré era una vieja simpática y cariñosa cuya fama de puta europea había traído a Puebla cuarenta años antes a hombres de todas las regiones del país. Con el tiempo estaba convertida en una especie de abuela exótica dispuesta a pregonar por fin que su condición de europea le venía de un zuavo que tras dormir una noche sobre el petate de una zacapoaxtla, le dejó sembrada en la barriga una niña de ojos verdes y pelo rubio cuyo nacimiento avergonzó al pueblo entero. Horrorizada de haber prohijado semejante rareza, su madre había hecho viaje a la ciudad para dejarla en manos de alguien que tuviera el desfalco de una piel tan clara como la suya. El único sitio de blancos al que la zacapoaxtla pudo colarse a las once de la mañana sin que nadie se lo impidiera, fue el honorable quilombo cercano a la estación del ferrocarril. Ahí, dormida en mitad de un cuarto de blancas mujeres dormidas, dejó a la criatura con la tranquilidad de que entre ellas nadie encontraría extraños su color y sus rasgos. Emilia y Antonio la habían adoptado sin más a pesar de la pestilente fama que la acompañaba, desde la primera tarde en que se presentó a consulta. Porque desde entonces, los entretuvo sentarse a escucharla soltar refranes o describir con minucia las intimidades de todos aquellos que alguna vez se refugiaron contra el poblado vello zacapoaxtla que cubría su blanquísimo pubis bretón.

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