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Italo Calvino: Los Amores Difíciles

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Italo Calvino Los Amores Difíciles

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Todas las espléndidas historias, entre cómicas y amargas, que Italo Calvino reunió en 1970 con el título de Los amores difíciles, hablan de la dificultad de comunicación entre personas que, por alguna inesperada circunstancia, podrían iniciar una relación amorosa. En realidad, son historias acerca de cómo una pareja no alcanza nunca a establecer ese mínimo vínculo afectivo inicial, aunque todo parezca favorecerlo. Pero, para Calvino, quien tan bien conoce esa zona de silencio en el fondo de las relaciones humanas, en ese desencuentro reside precisamente no sólo el motivo de una desesperación, sino también el elemento fundamental -cuando no incluso la esencia misma- de la relación amorosa.

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La mano, escondida debajo de la chaqueta negra, había permanecido casi separada de él, encogida y con los dedos contraídos hacia la muñeca, no una verdadera mano, sino ahora una mano sin sensibilidad, como no fuera la sensibilidad del árbol de los huesos. Pero como la tregua concedida por la viuda a su propia impasibilidad con aquella imprecisa mirada a su alrededor había terminado en seguida, en la mano volvió a circular sangre y coraje. Y fue entonces cuando, al retomar contacto con la mórbida corva de la pierna, él se dio cuenta de que había llegado a un límite: los dedos corrían por el ruedo de la falda, más allá venía el salto de la rodilla, el vacío.

Era el final, pensó el soldado Tomagra, de aquella orgía secreta: y ahora, al pensarlo, parecía bien mísera en su recuerdo, aunque la hubiera agigantado codiciosamente mientras la vivió: una torpe caricia bajo una chaqueta de seda, algo que de ningún modo se le podía negar, precisamente por su lamentable condición de soldado, y que discretamente la señora, sin demostrarlo, se había dignado concederle.

Pero en su intención de retirar, desolado, la mano, se interrumpió al observar cómo tenía ella la chaqueta sobre las rodillas: no ya doblada (y sin embargo, así le había parecido al principio), sino echada con desncuido, de modo que una parte colgaba delante de las piernas. Así, era en una guarida cerrada: quizás una última prueba de confianza que le daba la señora, convencida de que la desproporción entre ella y el soldado era tal que él seguramente no la aprovecharía. Y el soldado evocaba con esfuerzo lo que hasta entonces había ocurrido entre él y la viuda tratando de descubrir algo en el recuerdo de la actitud de ella que indicase que condescendía a algo más, y ya volvía a pensar en sus propios gestos como si fueran superficiales e insignificantes, roces o frotes casuales, o como si entrañaran una intimidad decisiva que le impedía, ahora, echarse atrás.

Su mano cedió a esta última forma del recuerdo, porque, antes de que hubiese reflexionado bien sobre lo irreparable del acto, ya superaba el obstáculo. ¿Y la señora? Dormía. Había abandonado la cabeza, con el fastuoso sombrero, contra un ángulo y tenía los ojos cerrados. ¿Debía él, Tomagra, respetar ese sueño, fuese verdadero o fingido, y retirarse? ¿O era un expediente de mujer cómplice, que ya hubiera debido conocer, y por el que debía en cierto modo demostrar gratitud? El punto al que había llegado no le permitía dilaciones, no le quedaba sino seguir adelante.

La mano del infante Tomagra era pequeña y corta, y sus durezas y callosidades estaban bien amalgamadas al músculo haciéndola suave y uniforme; el hueso no se sentía y el movimiento nacía más de nervios, pero con suavidad, que de falanges. Y esa mano pequeña hacía movimientos continuos, generales, minúsculos, para mantener la totalidad del contacto viva y encendida. Pero cuando al fin un primer estremecimiento recorrió la morbidez de la viuda, como un fluir de lejanas corrientes marinas por secretas vías subacuáticas, el soldado se quedó tan sorprendido que, como si supusiera que hasta ese momento ella no se había dado cuenta de nada, como si verdaderamente hubiese dormido, asustado, retiró la mano.

Ahora, con las manos sobre las propias rodillas, estaba encogido en el asiento, como cuando la señora había entrado: comprendió que se comportaba de una manera absurda. Entonces se puso a golpear con los tacones, a desentumecerse las piernas, con lo cual parecía igualmente ansioso por restablecer los contactos, pero aquella prudencia suya era también absurda, como si quisiera recomenzar desde el principio su pacientísima tarea y no estuviera ahora seguro de las ya profundas metas que había alcanzado. ¿Pero las había alcanzado realmente? ¿O había sido sólo un sueño?

Un túnel se les vino encima. La oscuridad era cada vez más espesa y entonces Tomagra, primero con gestos tímidos, de vez en cuando encogiéndose como si estuviera en los primeros avances y se maravillase de su audacia, después siempre tratando de convencerse de la extrema confianza a la que había llegado con la mujer, adelantó una mano temblorosa como una gallinita hacia el pecho de ella, grande y un poco abandonado a su peso, y a tientas trataba de explicarle la miseria y la insoportable felicidad de su estado, y su necesidad, no de otra cosa, sino de que ella saliera de su reserva.

La viuda, efectivamente, reaccionó, pero con un brusco gesto de defensa y rechazo. Esto bastó para arrinconar a Tomagra en su ángulo, torciéndose las manos. Pero era probablemente una falsa alarma: una luz en el corredor había inspirado a la viuda el temor de que el túnel terminara de pronto. Tal vez: ¿o era que había pasado el límite, había cometido alguna horrible incorrección con la señora, tan generosa ya? No, ahora no podía haber nada prohibido entre ellos: y más aún, el gesto de ella era una señal de que todo era verdadero, de que ella aceptaba, que participaba. Tomagra se acercó de nuevo. En estas reflexiones se había perdido, claro está, mucho tiempo, el túnel no duraría mucho más, no era prudente dejarse descubrir de repente por la luz, Tomagra esperaba ya el primer gris de las paredes, pero cuanto más esperaba, más arriesgado era atreverse, claro que el túnel era largo, él lo recordaba larguísimo de sus otros viajes, claro que si hubiera aprovechado en seguida habría tenido mucho tiempo por delante, ahora era mejor esperar el final, pero como no terminaba nunca, quizás ésta sería la última oportunidad para él, ahora la oscuridad disminuía, ahora terminaba.

Estaban en las últimas estaciones de un trayecto de provincias. El tren se iba vaciando; de los pasajeros del compartimiento los más se habían apeado, los últimos empujaban las maletas, se preparaban para bajar. Terminaron por quedar solos el soldado y la viuda, muy juntos y separados, los brazos cruzados, mudos, mirando el vacío. Tomagra tuvo todavía necesidad de pensar: «Ahora que todos los lugares están libres, si quisiera estar tranquila y cómoda, si yo le molestara, cambiaría de asiento…».

Algo lo contenía y lo asustaba todavía, tal vez en el pasillo la presencia de un grupo de fumadores o una luz que se había encendido porque caía la noche. Entonces pensó en correr las cortinas que daban al pasillo, como cuando uno quiere dormir: se levantó con pasos de elefante, comenzó con lento y meticuloso cuidado a soltar las cortinas, a extenderlas, a sujetarlas. Cuando se volvió, la encontró acostada. Como si quisiera dormir: pero además de tener los ojos abiertos y fijos, había caído hacia atrás, manteniendo intacta su compostura de matrona, con el majestuoso sombrero siempre encajado en la cabeza apoyada en el brazo del asiento.

Tomagra estaba de pie a su lado. Para proteger el simulacro de sueño, quiso oscurecer también la ventanilla y se inclinó sobre ella para soltar la cortina. Pero era sólo una manera de cumplir sus torpes gestos sobre el cuerpo de la viuda impasible. Entonces dejó de atormentar el ojal de la cortina y comprendió que debía proceder de otro modo, demostrarle toda su improrrogable situación de deseo, aunque sólo fuera para explicarle el equívoco en que sin duda ella había incurrido, como diciéndole: «Mire, usted ha sido condescendiente conmigo porque cree que los soldados pobres y solos como nosotros tenemos una remota necesidad de afecto, pero en cambio, esto es lo que soy, así he recibido su cortesía, mire hasta qué punto de imposible ambición he llegado, ya lo está viendo».

Y como ahora estaba claro que nada conseguía maravillar a la viuda, más aún, todo parecía en cierto modo previsto por ella, al infante Tomagra no le quedaba sino actuar de modo que no cupiera ya ninguna duda, y que finalmente su furia amorosa consiguiera alcanzarla también a ella, su mudo objeto.

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