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Italo Calvino: Los Amores Difíciles

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Italo Calvino Los Amores Difíciles

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Todas las espléndidas historias, entre cómicas y amargas, que Italo Calvino reunió en 1970 con el título de Los amores difíciles, hablan de la dificultad de comunicación entre personas que, por alguna inesperada circunstancia, podrían iniciar una relación amorosa. En realidad, son historias acerca de cómo una pareja no alcanza nunca a establecer ese mínimo vínculo afectivo inicial, aunque todo parezca favorecerlo. Pero, para Calvino, quien tan bien conoce esa zona de silencio en el fondo de las relaciones humanas, en ese desencuentro reside precisamente no sólo el motivo de una desesperación, sino también el elemento fundamental -cuando no incluso la esencia misma- de la relación amorosa.

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Lo que nunca hubiera debido mirar era la playa. Y la miró. Daban las doce y en la arena los parasoles con sus círculos concéntricos negros y amarillos arrojaban sombras negras donde los cuerpos se achataban, y la hormigueante multitud de bañistas se lanzaba al mar, y no había más patines en la orilla, y apenas regresaba uno era tomado por asalto antes de tocar tierra, y el borde negro de la superficie azul se movía en continuas salpicaduras blancas, especialmente entre las cuerdas donde bullía el hervidero de niños, y a cada ola blanda se levantaba un griterío cuyas notas eran tragadas súbitamente por el estruendo. En el mar abierto, frente a la playa, ella estaba desnuda.

Nadie lo hubiera sospechado al ver sólo su cabeza asomar fuera del agua, y apenas los brazos y el pecho, mientras nadaba con circunspección, sin sacar jamás el cuerpo a la superficie. Podía pues dedicarse a buscar ayuda sin exponerse demasiado. Y para verificar lo que podían ver de ella ojos extraños, la señora Isotta se detenía de vez en cuando y trataba de mirarse, flotando casi vertical. Y veía con ansiedad los rayos del sol parpadeando en límpidas reverberaciones submarinas, y aparecían algas flotantes y velocísimos bancos de pececitos estriados, y en el fondo la arena ondulada, y arriba su cuerpo. Girando en vano con las piernas apretadas, trataba de esconderlo a su propia mirada: la piel del nítido vientre era de una blancura reveladora entre el moreno del pecho y el de los muslos, y ni el movimiento de una ola ni el navegar entre dos aguas de las algas semisumergidas confundían lo oscuro y lo claro de su vientre. La señora volvió a nadar de la misma manera híbrida, manteniendo el cuerpo lo más bajo posible pero sin detenerse, se volvía para mirar hacia atrás con el rabillo del ojo: y a cada brazada toda la blanca amplitud de su persona aparecía a la luz en sus contornos más reconocibles y secretos. Y, afanosa, cambiaba la manera y la dirección de sus movimientos, y giraba en el agua, se observaba en todas las inclinaciones y con todas las luces, se retorcía sobre sí misma; y siempre la seguía el desnudo cuerpo ofensivo. Era una fuga de su cuerpo lo que estaba intentando, como de otra persona a quien ella, la señora Isotta, no conseguía salvar en una coyuntura difícil y no le quedaba sino abandonarla a su suerte. Y, sin embargo, ese cuerpo tan rico e inocultable había sido para ella una gloria, un motivo de complacencia; sólo una contradictoria cadena de circunstancias en apariencia lógicas podía convertirlo ahora en un motivo de vergüenza. O no, tal vez su vida seguía consistiendo sólo en la vida de la señora vestida que había sido cada uno de sus días, y su desnudez le pertenecía tan poco, era un estado inconveniente de la naturaleza que se revelaba de vez en cuando, maravillando a los seres humanos y a ella en primer lugar. Ahora la señora Isotta recordaba que, aun sola o en confianza con su marido, su desnudez siempre había ido acompañada de un aire de complicidad, de ironía entre incómoda y gatuna, como si se pusiera por momentos unos disfraces divertidos pero extravagantes, en una especie de carnaval secreto entre marido y mujer. A tener un cuerpo la señora se había acostumbrado con cierta reticencia, después de la desilusión de los primeros años románticos, y lo había asumido como quien aprende a disponer de una propiedad por muchos codiciada. Ahora la conciencia de este derecho suyo reaparecía de entre los antiguos miedos, en la amenaza de aquella playa vocinglera.

Pasado mediodía, entre los bañistas dispersos en todo el mar empezaba el reflujo hacia la orilla; era la hora del almuerzo en las pensiones, de las comidas ligeras delante de las cabinas, y también la hora en que se goza de la arena más ardiente bajo el sol vertical. Y cascos de barcas, y flotadores de patines que pasaban cerca de la señora, y ella estudiaba las caras de los hombres a bordo, y a veces estaba por decidirse a irles al encuentro; pero cada vez el relámpago de una mirada entre las pestañas, o un movimiento anguloso de los hombros o de los codos la hacían huir con brazadas falsamente desenvueltas, cuya calma ocultaba una fatiga que empezaba a pesarle. Los que iban en barca, solos o en grupo, muchachos todos excitados por el ejercicio físico, o señores de intenciones maliciosas y de mirada insistente, al encontrarla perdida en el mar, la cara compungida que no ocultaba una ansiedad trémula y suplicante, la gorra que le daba una expresión de muñeca un poco consentida, y los hombros suaves girando inciertos, salían en seguida de su nirvana extático o agitado y los que iban acompañados la señalaban con el mentón o con guiños, y los que andaban solos frenando con un remo viraban intencionadamente la proa para cortarle el camino. A su necesidad de ayuda respondían levantando cercos de malicia y sobrentendidos, una zarza de miradas aceradas, de incisivos descubiertos en risas ambiguas, de repentina suspensión de los remos al ras del agua; y a ella no le quedaba sino huir. Algunos nadadores pasaban dando cabezadas ciegas y aplastando la nariz contra el agua y resoplando sin alzar la vista; pero la señora desconfiaba de ellos y los rehuía. En realidad, incluso pasando de largo, los nadadores presa de súbito cansancio se ponían a hacer el muerto y a desentumecer las piernas en un pataleo insensato, y daban vueltas a su alrededor hasta que ella se marchaba mostrando su desdén. Y ahora se había tendido a su alrededor una red de alusiones obligadas, como si cada uno de esos hombres estuviese esperándola y fantaseara desde hacía años con una mujer a la que le ocurriera lo que le había ocurrido a ella, y pasaran los veranos en el mar esperando estar justo ahí en el momento oportuno. No había salida, el frente de las premeditadas insinuaciones masculinas se extendía a todos los hombres, sin brecha posible, y el salvador con el que ella se había obstinado en soñar como si fuera un ser absolutamente anónimo, casi angelical, un bañero, un marinero, estaba segura ahora de que no podía existir. El bañero que vio pasar, el único que con un mar tan tranquilo daba vueltas en barca para prevenir posibles desgracias, tenía labios tan carnosos y músculos tan fundidos a los nervios que nunca hubiera tenido valor de confiarse a sus manos, ni siquiera -pensó en la excitación del momento- para que le abriera una cabina o plantara un parasol.

En sus frustradas fantasías, las personas a las que había esperado poder recurrir eran siempre hombres. No había pensado en las mujeres, y sin embargo, con ellas todo debía de ser más sencillo; sin duda se hubiera despertado una especie de solidaridad femenina en esa coyuntura tan grave, en esa ansiedad que sólo una de ellas podía entender a fondo. Pero las ocasiones de comunicarse con personas de su mismo sexo eran más escasas e inciertas, contrariamente a la peligrosa facilidad de los encuentros con los hombres, y una desconfianza, esta vez recíproca, las dificultaba. Casi todas las mujeres pasaban en patines en pareja con un hombre, celosas e inaccesibles, y buscaban el mar abierto, donde el cuerpo que para la señora Isotta era sólo objeto de vergüenza pasiva, para ellas era el arma de una lucha agresiva y previsible. Algunas barcas se acercaban atestadas de jovencitas gárrulas y acaloradas, y la señora pensaba en la distancia que mediaba entre la ínfima vulgaridad de su aflicción y la volátil despreocupación de las muchachas; pensaba en el momento en que tendría que repetir su petición de ayuda porque seguramente la primera vez no la habrían escuchado; pensaba en cómo cambiarían sus caras al oír la noticia, y no se decidía a llamarlas. Pasó también una rubia bronceada sola en una canoa, llena de suficiencia y de egoísmo, seguramente salía a mar abierto para tomar el sol desnuda, y ni siquiera la rozaba la idea de que la desnudez pudiera ser una desgracia o una condena. La señora Isotta comprendió entonces lo sola que está una mujer, qué rara es entre sus congéneres (tal vez quebrada por el estrecho pacto que tienen con el hombre) la bondad solidaria y espontánea que adivina las llamadas de auxilio y que une con un gesto de connivencia en el momento de la desgracia secreta que el hombre no comprende. Las mujeres jamás la salvarían, y hombres no había. Se sentía en el límite de sus fuerzas.

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