Italo Calvino - Los Amores Difíciles

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Todas las espléndidas historias, entre cómicas y amargas, que Italo Calvino reunió en 1970 con el título de Los amores difíciles, hablan de la dificultad de comunicación entre personas que, por alguna inesperada circunstancia, podrían iniciar una relación amorosa. En realidad, son historias acerca de cómo una pareja no alcanza nunca a establecer ese mínimo vínculo afectivo inicial, aunque todo parezca favorecerlo. Pero, para Calvino, quien tan bien conoce esa zona de silencio en el fondo de las relaciones humanas, en ese desencuentro reside precisamente no sólo el motivo de una desesperación, sino también el elemento fundamental -cuando no incluso la esencia misma- de la relación amorosa.

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En aquel lugar el recorrido del telesilla flanqueaba una especie de valle ancho en el que un sendero de tierra batida se internaba entre las dunas de nieve acumulada y unos abetos ralos, festoneados de encaje de hielo. La muchacha celeste-cielo avanzaba con su paso preciso y ese impulso hacia delante de las manos enguantadas que apretaban sin ansiedad la empuñadura de los palos.

– ¡Uuuh! -le gritaban desde el telesilla subiendo con las piernas tiesas-. ¡Casi llega antes que nosotros!

La chica tenía su sonrisa amable en los labios, y el muchacho de las gafas verdes se turbó y no se atrevió a seguir bromeando, porque ella bajaba las pestañas y él se sintió como borrado.

Apenas llegó a la cima, se lanzó cuesta abajo, detrás del gordo, los dos pesados como sacos de patatas. Pero lo que él buscaba a tumbos por la pista era volver a ver el anorak celeste-cielo, y se lanzó hacia abajo en línea recta para mostrarse valiente y al mismo tiempo disimular su poca gracia al tomar las curvas.

– ¡Pista! ¡Pista! -gritaba inútilmente, porque también el gordo y todos los del grupo bajaban gritando:

– ¡Pista! ¡Pista! -y se iban cayendo uno por uno sentados o de morros, y sólo él seguía hendiendo el aire doblado en dos sobre los esquíes, hasta que la vio. La chica seguía subiendo, fuera de la pista, por la nieve virgen. El muchacho de las gafas verdes la rozó al pasar como una flecha, se clavó en la nieve y desapareció en ella de cabeza.

Pero en el fondo de la bajada, con el aliento entrecortado, enharinado de nieve de la cabeza a los pies, ¡ánimo!, estaba de nuevo con todos los demás haciendo la cola del telesilla, y de nuevo, ¡ánimo!, arriba hasta la cima. Esta vez la encontró, ella también bajaba. ¿Cómo? Para ellos, campeón era el que bajaba en línea recta como un loco.

– Bah, tan gran campeona no es la rubia -se apresuró a decir el gordo, con alivio.

La chica celeste-cielo iba bajando a gusto, tomando los zigzags con precisión, es decir, que hasta el final no se sabía si quería doblar o qué, y de pronto la veían bajar en dirección opuesta a la anterior. Era como si bajara con calma, deteniéndose cada tanto erguida sobre sus largas piernas, para estudiar el recorrido; pero entretanto los del autobús no conseguían seguirla. Hasta que incluso el gordo admitió:

– ¡Caramba! ¡Esquía como una diosa!

Por qué, no hubieran sabido explicarlo, pero esto era lo que los dejaba con la boca abierta: todos los movimientos le salían con facilidad, como si se adaptaran perfectamente a su persona, sin excederse ni un centímetro, sin sombra de turbación o de esfuerzo o de amor propio empeñado en hacer algo a toda costa, sino haciéndolo así, naturalmente; e incluso adoptando, según el estado de la pista, ciertos gestos un poco inseguros, como de quien camina en puntas de pies, que era una manera muy suya de superar las dificultades sin demostrar si las tomaba o no en serio, en una palabra, no con el aire seguro de quien hace las cosas como se debe, sino con una pizca de timidez, como si estuviera tratando de remedar a alguien que esquía bien, y resultara que ella esquiaba cada vez mejor: así era cómo la muchacha celeste-cielo iba con los esquíes.

Entonces, uno tras otro, bajando, torpes, pesados, con «cristianias» frangolladas, forzando en «slalom» las «curvas quitanieves», los del autobús le iban detrás, y trataban de seguirla, de superarla, gritando, haciéndose bromas, pero todo lo que conseguían era precipitarse desordenadamente cuesta abajo, con movimientos desconjuntados de los hombros, los brazos con los palos hacia delante, los esquíes que se cruzaban, los cierres de las botas que saltaban, y por dondequiera que pasaban la nieve se abría en agujeros de sentadas, caídas de costado, zambullidas de cabeza.

A cada caída, apenas alzaban la cabeza, la buscaban con la mirada. Cruzando la avalancha de muchachos, la chica celeste-cielo avanzaba con sus movimientos ligeros, y el pliegue recto de los pantalones tirantes apenas se doblaba en un balanceo cadencioso, y no se sabía si su sonrisa era de participación en las hazañas y en los contratiempos de los compañeros de descenso, o la señal de que ni siquiera los veía.

Entretanto el sol, en vez de cobrar más fuerza al acercarse el mediodía, se atería hasta desaparecer, como absorbido por un papel secante. El aire se llenó de ligeros cristales incoloros que volaban oblicuos. Era la nevisca: no se veía a dos pasos. Los muchachos esquiaban a ciegas, gritando y llamándose, y a cada momento se salían de la pista, y zas, se caían. El aire y la nieve eran ahora del mismo color, blanco opaco, pero aguzando en él la vista, apenas disminuía la densidad, divisaban la sombra celeste-cielo suspendida en medio, volando de aquí para allá como en una cuerda de violín.

La nevisca había dispersado la cola del telesilla. El muchacho de las gafas verdes se encontró sin darse cuenta cerca de la caseta de la estación de salida. A los compañeros no se los veía. La chica de la capucha celeste-cielo ya estaba allí. Esperaba el ancla que ahora se desenroscaba de la rueda.

– ¡Pronto! -le gritó el hombre del telesilla, atrapando al vuelo el ancla y reteniéndola para que la chica no se fuera sola.

Bajando torpemente en cuña, consiguió sentársele al lado, apenas a tiempo para partir con ella, y estuvo a punto de hacerla caer al agarrarse a la madera. La chica mantuvo el equilibrio por los dos, hasta que él consiguió acomodarse bien, farfullando quejas a las cuales respondió con una suave risa como un gluglú de pintada, que el anorak, estirado hasta cubrirle la boca, sofocaba. La capucha celeste-cielo, como el yelmo de una armadura, sólo le descubría la nariz que era un poco aguileña, los ojos, algún rizo en la frente y los pómulos. Así la veía, de perfil, el muchacho de las gafas verdes, y no sabía si alegrarse de estar con ella en la misma ancla del telesilla, o avergonzarse de verse allí todo embadurnado de nieve, con el pelo colgando sobre las sienes, la camisa que se le embolsaba entre la tricota y el cinturón y que por no perder el equilibrio al mover los brazos no se atrevía a acomodarse, y ya la miraba de reojo, ya estaba atento a la posición de los esquíes para que no salieran del sendero de hormigón en los momentos de tracción demasiado lenta o demasiado tensa, y era siempre ella la que salvaba el equilibrio, riendo con su gluglú de pintada, mientras él no sabía qué decir.

Había dejado de nevar. El aire neblinoso también se abrió y en el desgarrón apareció un cielo finalmente azul y el sol resplandeciente y las montañas nítidas, heladas, una por una, sólo aquí y allá emplumadas las crestas por los suaves jirones de la nube de nieve. La chica encapuchada dejó asomar la boca y el mentón.

– Se ha puesto bueno otra vez -dijo-, ya lo decía yo.

– Sí -dijo el muchacho de las gafas verdes-, muy bueno. Y la nieve está bien.

– Un poco blanda.

– Ah, sí.

– Pero a mí me gusta -dijo ella-, y la bajada en la niebla tampoco está mal.

– Cuando se conoce la pista… -dijo él.

– No, así -dijo ella-, adivinándola.

– Yo ya la hice tres veces -dijo el muchacho.

– ¡Bravo! Yo una sola, pero subí sin telesilla.

– La vi. Se había puesto las pieles de foca.

– Sí. Ahora que hay sol subo a la montaña.

– ¿A qué montaña?

– Más allá de la estación de telesilla. A la cresta.

– ¿Y qué hay allá arriba?

– Se ve el glaciar como si lo tocaras. Y las liebres blancas.

– ¿Las qué?

– Las liebres. A esa altura las liebres en invierno tienen el pelo blanco. Las perdices también.

– ¿Hay perdices?

– Perdices blancas. Con las plumas blanquísimas. En verano en cambio tienen las plumas café con leche. ¿Usted de dónde es?

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