Italo Calvino - Los Amores Difíciles

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Todas las espléndidas historias, entre cómicas y amargas, que Italo Calvino reunió en 1970 con el título de Los amores difíciles, hablan de la dificultad de comunicación entre personas que, por alguna inesperada circunstancia, podrían iniciar una relación amorosa. En realidad, son historias acerca de cómo una pareja no alcanza nunca a establecer ese mínimo vínculo afectivo inicial, aunque todo parezca favorecerlo. Pero, para Calvino, quien tan bien conoce esa zona de silencio en el fondo de las relaciones humanas, en ese desencuentro reside precisamente no sólo el motivo de una desesperación, sino también el elemento fundamental -cuando no incluso la esencia misma- de la relación amorosa.

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– ¿Buena pesca? -gritó Delia.

– Lo poco que hay -contestaron-. Es el año.

A Delia le gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no ("frente a ellos", decía, "no me siento con la consciencia tranquila", se encogía de hombros y todo terminaba ahí). Ahora el bote se acostaba a la barca, cuyo barniz descolorido y surcado de grietas se levantaba en pequeñas escamas, y el remo atado con una anilla de cáñamo al escalmo gemía cada vez que frotaba la madera astillada de la borda, y una pequeña y herrumbada ancla de cuatro puntas se había enganchado bajo la tabla estrecha del asiento en una de las nasas de mimbre erizadas de algas rojizas, secas quien sabe hacía cuanto tiempo, y sobre el montón de redes teñidas de tanino y bordeadas de redondas tajadas de corcho, centelleaban en sus filosas envolturas de escamas, ya de un gris mortecino, ya de un turquesa resplandeciente, los peces boqueantes; las branquias todavía palpitaban mostrando, debajo, un rojo triángulo de sangre.

Usnelli seguía callado, pero esta angustia del mundo humano era lo contrario de la que le comunicaba poco antes la belleza de la naturaleza: así como allá le faltaban las palabras, aquí una avalancha de palabras se precipitaba en su cabeza: palabras para describir cada verruga, cada pelo de la flaca cara mal afeitada del pescador viejo, cada plateada escama de mújol.

En la orilla había otra barca en seco, volcada, sostenida por caballetes, y de la sombra salían las plantas de los pies descalzos de unos hombres dormidos, los que habían estado pescando durante toda la noche; cerca, una mujer toda vestida de negro, sin cara, ponía una olla sobre un fuego de algas, del que subía una larga humareda. La orilla en aquella cala era de guijarros grises; las manchas de colores desteñidos eran los delantales de los niños que jugaban, los más pequeños vigilados por las hermanas mayorcitas y regañonas, y los mayores y más despabilados, con cortos calzones hechos de viejos pantalones de adulto, corrían arriba y abajo entre los escollos y el agua. Más lejos empezaba a extenderse una orilla de arena recta, blanca y desierta, que de un lado se perdía en un cañaveral ralo y en terrenos baldíos. Un joven vestido de fiesta, todo de negro, incluso el sombrero, con el bastón al hombro y un ato colgando, caminaba junto al mar a lo largo de la playa, marcando con los clavos de los zapatos la friable costa de arena: seguramente un campesino o un pastor de un pueblo del interior que había bajado a la costa para ir a algún mercado y que seguía el camino pegado al mar buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril mostraba los hilos, el terraplén, los postes, la cerca, después desaparecía en un túnel y volvía a empezar más adelante, desaparecía, salís nuevamente, como las puntadas de una costura irregular. Por encima de los guardacantones blancos y negros de la carretera, asomaban unos olivos bajos; más arriba las colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales o solamente de piedras. Un pueblo encastrado en una grieta entre aquellas alturas se alargaba hacia arriba, las casas una sobre otra, separadas por calles en escalera, empedradas, hundidas en el medio para que corriera el arroyuelo de deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas las casas había cantidad de mujeres, viejas o envejecidas, y en los pretiles, sentados en fila, cantidad de hombres, viejos y jóvenes, todos en camisa blanca, y en medio de las calles en escalera los niños jugando en el suelo y algún muchachito mayor tendido a través con la mejilla apoyada en un peldaño, durmiendo allí porque estaba un poco más fresco que dentro de la casa y olía menos, y posadas en todas partes y volando nubes de moscas, y en cada muro y en la orla de papel de periódico que cubría el manto de cada chimenea, el infinito punteado de excremento de mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras y más palabras, apretadas, entrelazadas las unas sobre las otras, sin espacio entre las líneas, hasta que poco a poco era imposible distinguirlas, eran una maraña de la que iban desapareciendo incluso los menudos ojales blancos y sólo quedaba el negro, el negro más total, impenetrable, desesperado como un grito.

La aventura de un esquiador

En el telesilla había cola. El grupo de muchachos que había llegado con el autobús formaba fila, apoyándose en los esquíes paralelos y a cada paso que daba la cola -una larga cola que, en lugar de avanzar en línea recta, como hubiera podido, trazaba un zigzag casual, que unas veces subía, otras bajaba- batiendo los pies o resbalando de costado, según el lugar donde se hallaban, y de pronto afirmándose en los palos, cargando a menudo el propio peso en los vecinos de abajo, o tratando de liberar las raquetas de los palos de debajo de los esquíes de los vecinos de arriba, tropezando con los propios que se torcían, agachándose para ajustar los cierres y deteniendo así toda la fila, quitándose los anoraks o las tricotas y volviendo a ponérselos según saliera o desapareciese el sol, metiendo los mechones de pelo debajo de las orejeras de lana o los faldones de la camisa a cuadros dentro del cinturón, buscando el pañuelo en el bolsillo y sonándose las narices rojas y heladas, y en todas estas operaciones quitándose y poniéndose nuevamente los mitones que a veces se caían en la nieve y había que pescarlos con la punta del palo: esta agitación de pequeños gestos desordenados recorría la fila y culminaba en un frenesí cuando se trataba de abrir el cierre de cremallera de todos los bolsillos para buscar las monedas escondidas para el billete o el pase y tenderlo al hombre del telesilla que los perforaba, y después meter todo en el bolsillo, y los mitones, y unir los dos palos, uno con la punta metida en la raqueta del otro para sujetarlos con una sola mano, todo esto superando la pequeña subida de la plazoleta donde había que estar preparados para acomodar el ancla del telesilla debajo del asiento y dejarse arrastrar de golpe hacia arriba.

El muchacho de las gafas verdes estaba en medio de la cola, aterido, y tenía al lado un gordo que empujaba. Y mientras estaban allí, pasó la chica de la capucha celeste-cielo. No se puso en la cola; avanzaba, cuesta arriba, por el sendero. Y subía con los esquíes ligera como si caminase.

– ¿Qué hace ésa? ¿Quiere subir con sus propias piernas? -se preguntó el gordo que empujaba.

– Lleva pieles de foca -dijo el muchacho de las gafas verdes.

– La quiero ver cuando llegue al trecho más empinado -dijo el gordo.

– ¡Le durará poco lo de hacerse la lista, ya verás!

La chica avanzaba sin esfuerzo, con un movimiento regular de sus altas rodillas -era de piernas muy largas, metidas en pantalones tirantes, sujetos en los tobillos- que acompasaba el subir y bajar de los palos relucientes. En aquel aire helado y blanco el sol era como un dibujo amarillo y nítido, con todos sus rayos: en las superficies nevadas sin una sombra, sólo por su centelleo se distinguían salientes y anfractuosidades y el suelo batido de la pista. En el anorak celeste-cielo la cara de la muchacha rubia era de un rosa que se ponía rojo en las mejillas, contra la blanca felpa del interior de la capucha. Reía hacia el sol, entrecerrando apenas los ojos. Subía ligera con sus pieles de foca. Los muchachos del grupo del autobús, con las orejas heladas, los labios quemados, las narices moqueando, no podían quitarle los ojos de encima, y se hacían empujar en la cola, hasta que ella desapareció detrás de un talud. A medida que les llegaba el turno, con los mismos tropezones iniciales y los mismos arranques en falso, los del grupo empezaban a subir de a dos, arrastrándose en la pista casi vertical. Al muchacho de las gafas verdes le tocó el mismo telesilla que el gordo que empujaba. Y, a media subida, volvieron a verla.

– Pero, ¿cómo hizo ésa para llegar hasta ahí?

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