Marcos Aguinis - La gesta del marrano

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En los años que precedieron a la conquista de América estalló la persecución de los judíos en españa, que culminó con su expulsión en masa. Esta novela narra la historia de Francisco Maldonado da Silva y sus peripecias frente al fanatismo inquisitorial, la hipocresía y la despótica corrupción del Nuevo Mundo. Una novela que también habla elocuaentemente de nuestro tiempo y del derecho a la libertad de conciencia.

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– Intentó matarse -lo justifica su cuñado-, ha sufrido mucho.

– Mi padre pidió clemencia -cuenta Francisco-: pidió clemencia y fue reconciliado; pero con sanciones y la vestimenta del sambenito. Téngalo presente: ni la confesión borra nuestra culpa, ni la clemencia nos devuelve la libertad. Sobre nosotros pesan dos condenas y debemos elegir: una es la condena a recibir pasivamente las arbitrariedades del Santo Oficio. La otra es luchar contra el Santo Oficio hasta que Dios decida. No existe ya para nosotros otra libertad que la del espíritu. Conservémosla, defendámosla.

Tomé Cuaresma y Sebastián Duarte lo miran escépticos. Es una arenga irreal. Francisco les aprieta las manos, pronuncia el Shemá Israel y recita versículos del salterio. Los conmina a no rendirse. Con apasionamiento les recuerda cómo luchó Sansón contra los filisteos.

– Si de morir se trata, que a ellos no les resulte ligera nuestra muerte.

Apaga la llama, abre la puerta sigilosamente y se introduce en la celda vecina. Se repite el susto de los reos y los gestos tranquilizadores de Francisco. Uno de los cautivos cae de rodillas al confundido con Jesús.

– No soy Jesús -sonríe y lo ayuda a levantarse-: soy su hermano. Soy judío. Mi nombre es Eli Nazareo, siervo del Dios de Israel.

Los alienta a resistir, les recuerda que cada hombre tiene una chispa divina, que el Santo Oficio exhibe mucho poder pero no es todopoderoso.

– Los jueces son hombres y nosotros somos hombres. Somos iguales, somos sagrados.

Regresa al corredor donde la trémula antorcha languidece y se desliza hacia el patio interno. Decide celebrar el éxito de su escaramuza con otro jugoso tomate. Se arrastra hacia el muro y, adherido al paramento, avanza hasta la soga que aún cuelga de su ventanuco. Trepa ayudándose con los pies descalzos y las rodillas que se afirman en los nudos como le enseñó Lorenzo Valdés en su infancia. Antes de penetrar en el ominoso encierro llena sus pulmones con el aire de la noche. Saca el barrote que escondió entre los tirantes y lo reubica en su sitio. Es necesario ocultar las pistas de su acción para volverla a repetir. Ese hombre que estuvo cerca de la muerte por su descomunal ayuno, que irritó los nervios del Tribunal y no se dejó someter por los mejores eruditos del Virreinato, pone ahora en movimiento una oculta reserva de energía que sus guardianes no pueden siquiera imaginar.

No existe documentación que atestigüe el encuentro de Francisco Maldonado da Silva con el capitán grande Manuel Bautista Pérez. Ambos tienen la misma edad, aunque sus vidas, goces y suplicios no han cursado por el mismo andarivel. Sin embargo, llama la atención que Manuel Bautista Pérez súbitamente volviese a mandar mensajes a los cautivos ordenándoles retractarse de las confesiones extorsivas. Su cuñado Sebastián Duarte lee el texto en clave que le entrega un sirviente sobornado: contiene las mismas palabras pronunciadas noches atrás por esa fantástica aparición llamada Eli Nazareo: «no confesar ni pedir misericordia; defender nuestra libertad de creencia».

Eli Nazareo recorre las prisiones como el profeta Elías cuando visita la mesa pascual: casi invisible, como una maravillosa niebla. Si no hubiera discutido, escrito y resistido durante años, si todo su protagonismo se hubiera reducido únicamente a esta temeraria agitación, Francisco Maldonado da Silva habría satisfecho la duda que tenía con su historia y los principios de solidaridad. La analogía que trazó su padre entre un templo y la persona es puesta en práctica por este hombre que extrae oro de la adversidad.

A los inquisidores les fastidia que varios prisioneros empiecen a revocar sus confesiones porque, dicen, las hicieron bajo tortura. Deben repetir audiencias, convocar más testigos y movilizar calificadores, provocadores y espías que les arranquen la verdad escatimada.

Francisco es descubierto al atravesar la huerta. Un negro salta sobre él y pide ayuda a los gritos.

– ¡Aquí!, ¡vengan!, ¡se escapa! -lo aferra con un brazo y con el otro intenta oprimirle el cuello.

Francisco se deja caer. De inmediato brotan del muro los ojos de otros guardias. Con un esfuerzo sobrehumano Francisco tironea los tobillos de su oponente, quien lanza una blasfemia y le descarga un puñetazo que se pierde en el vacío oscuro. El reo se escabulle hacia los matorrales ciegos mientras sus perseguidores chocan entre sí.

– ¿Dónde está, carajo?

– ¡Por ahí, se fue por ahí!

Francisco arroja un cascote a varios metros, para despistarlos.

– ¡Allá va! -se abalanzan en dirección al ruido. Lanza otro cascote y se apresura hacia la soga. Empieza a escalar, le falta aire, le falta vigor.

– Tengo que llegar -se ordena mientras mira anhelante al alto ventanuco y derrama en manos y pies el resto de sus fuerzas.

– ¡Quieto! -exclama un guardia colgándose de sus tobillos.

El prisionero ya no puede resistir, abre los dedos y se desploma sobre su captor. Es el fin de este capítulo.

El inquisidor Gaitán, con los puños cerrados sobre la ancha mesa, propone llevarlo inmediatamente a la cámara de torturas con el ansia de hacerla morir. Pero en el interrogatorio Francisco le deshace el plan. Fiel a su enojosa transparencia, reconoce en seguida lo sucedido porque, de todas formas, no podrá continuar su tarea: algunos presos han confesado y el alcaide muestra el barrote desprendido. El secretario labra su acta con el temor que produce la cercanía de los dementes; el largo texto es sintetizado más adelante en el informe que el Tribunal eleva a la Suprema [52].

141

El alcaide redistribuye prisioneros para desocupar una hermética mazmorra en uno de los fosos que se reserva para castigo. Es tan angosta que no cabe ni mesa ni escabel, sino un poyo donde tienden el colchón de Francisco y una vieja arqueta en la que amontonan el resto de sus pingajos. En lugar de ventanilla sólo existen tres agujeros por donde sólo pasaría una naranja por vez y cierta luz natural. La puerta tiene doble tranca, el corredor es vigilado noche y día por los ayudantes del alcaide y un abnegado fraile dominico tiene la obligación de visitarlo semanalmente para quebrarle la perseverancia, vigilar su alimentación y descubrir a tiempo algún nuevo delito en contra del orden y la fe. El prisionero sufre la severidad del encierro como si el nudo de la horca se cerrase en torno a la garganta. Le sofoca la falta de espacio y la vigilancia perpetua; aunque su olfato ya ha encallecido, se le hace intolerable la nauseabunda humedad de este pozo como si estuviera hundido en una sentina.

A pocas manzanas de la fortaleza, el arzobispo Fernando Arias de Ugarte resiste las tentativas de la Inquisición para llevarse a su capellán y mayordomo, sospechoso de haber cultivado la amistad de los principales judíos presos. El arzobispo había residido en La Plata, donde conoció a ese hombre reposado y confiable que luego de enviudar estudió teología, brindó elocuentes pruebas de devoción y se ordenó sacerdote. Es de origen portugués, vivió en Buenos Aires y Córdoba, labró una razonable fortuna y desea vivir y morir como cristiano. Se llama Diego López de Lisboa y había viajado en la misma caravana de Francisco Maldonado da Silva hasta la ciudad de Salta; ya entonces estaba decidido a borrar su memoria y asumirse como un cristiano pleno. Pero cuando se produjo la detención masiva de judíos, un grupo de agitadores reclamó en el atrio de la catedral que «arresten a ese judío». El aturdido anciano fue a refugiarse en su casa, pero la multitud se concentró ante las ventanas del arzobispo: «Eche Vuestra Señoría al judío de su casa.» El prelado resolvió protegerlo; no obstante, el bufón Burgillos, viendo entrar a Diego López de Lisboa en la iglesia llevándole la falda al arzobispo, se mofó con unas palabras que adquirieron popularidad en Lima: «Aunque más le agarres de la cola, la Inquisición te ha de sacar." Los inquisidores presionan ante el dignatario y piden que les entregue «ese sujeto, muy íntimo amigo de los más esenciales» ya en los calabozos. El prelado pone en riesgo su propia vida y honor: demora. Mientras, en el Tribunal se sustancian los juicios que desembocarán en el Auto de Fe de 1639. Los cuatro hijos de Diego López de Lisboa renuncian definitivamente al comprometedor apellido paterno y, desde entonces en adelante, firman León Pinelo [53].

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