XIV. Y cuando ascendí por riguroso escalafón de homicidios a emperador de Roma, ¿qué restaba del imponente imperio de Octavio y Marco Aurelio? Quedaba un inmenso territorio erosionado por el roce de todos los vicios, amenazado desde el exterior por los bárbaros de más diversos bufidos y pelajes, minado en el interior por los nietos y biznietos de los bárbaros que se habían infiltrado en la vida pública a horcajadas sobre el caballo de Troya de las matronas cachondas, una nación exprimida y depauperada por los agiotistas, una república de cornudos y bujarrones donde ya nadie cultivaba la apetencia de sentarse en el trono, porque sentarse en el trono constituía experimento más mortífero que echarse al coleto una jicara de cicuta.
XV. Así las cosas, subí yo al gobierno con dos miras precisas: reconstruir el devastado imperio y morir en mi cama con los coturnos puestos, esta última empresa más difícil de sacar a flote que la otra, si uno se atenía a los antecedentes inmediatos. Oído al tambor en los postreros cincuenta años:
al óptimo soberano y ejemplar hijo de familia Alejandro Severo se lo echaron al pico sus soldados, acompañado de su admirable madre Mammea, que también obtuvo su mortaja;
le correspondía el trono a Gordiano I, mas Gordiano I se dio bollo a sí mismo al tener la noticia de cómo el exorbitante Maximino (un metro noventa centímetros de altura) se había cargado a su hijo Gordiano II;
en cuanto a Maximino, y de igual modo a Máximo, a quien el gigantón había designado como César, fueron tostados por la tropa;
le tocaba el turno a Balbino, y lo peinaron alegremente los pretorianos;
venía en la cola Gordiano III que, al par de su tutor y regente Misisteo, recibió matarili de Felipe el Árabe;
un lustro más tarde los oficiales de Decio madrugaron a dicho Felipe el Árabe, durante la conmemoración de la batalla de Verona, en tanto que a su hijo Felipe el Arabito le llenaban la boca de hormigas en Roma, doce años no más tenía el pobrecito;
Decio a su vez fue traicionado por sus generales y entregado a los godos para que esos bárbaros le dieran la puntilla;
Galo al bate, lo rasparon sus milicianos y, después del consumatum est, se pasaron a las filas de Emiliano;
los mismos destripadores le extendieron pasaporte a Emiliano, a los pocos meses, por consejos de Valeriano;
el sufrido y progresista Valeriano cayó en manos del persa Sassanide Sapore, lo torturaron aquellos asiáticos, lo castraron sin compasión, lo volvieron loco a cosquillas, lo enjaularon como bestia y, de postre, le arrancaron el pellejo en tiritas, ¡caníbales!;
a Galieno, poeta inspirado e hijo de Valeriano, lo siquitrillaron unos conjurados, inducidos a la degollina por un general de nombre Aureolo;
Claudio II, que vino luego, le cosió el culo a Aureolo, en justiciera represalia;
la peste, o un veneno con síndrome de peste, ayudó a bien morir a Claudio II;
apareció entonces un tal Quintilio, hízose pasar por hermano del difunto, pero no tardó en suicidarse, lo cepillaron es la verdad histórica, a los 17 días de vestir púrpura imperial;
surgió inesperadamente Aureliano, mano de hierro, el único en el pay roll con categoría de emperador romano, lo cual no impidió que el liberto Mnesteo, asesorado en el de profundis por el general Macapur, le cantara la marcha fúnebre;
llamaron a Tácito, un venerable anciano de 75 años que ninguna aspiración de mando albergaba en su arrugado pecho, lo coronaron contra su voluntad y al poco rato le cortaron el resuello;
y como Floriano, hermano y heredero de Tácito, pretendió el muy ingenuo gobernar sin el respaldo del ejército y sin la aquiescencia del senado, no transcurrieron tres meses sin que le doblaran la servilleta;
entró en escena Probo, un tío inteligente y precavido que logró mantenerse seis años sobre el caballo, creyó entonces haber llegado al momento de hacer trabajar a los soldados en la agricultura, le fabricaron en el acto su traje de madera;
un año después fue limpiado Caro misteriosamente, unos dicen que fue un rayo y otros dicen que su suegro;
quedaba Numeriano, hijo de Caro, mas el prefecto Arrio Apro lo puso patas arriba;
y en ese instante me adelanté yo al proscenium y, para no ser el de menos, descabellé a Apro y le compré su nicho, mientras Carino, legítimo aspirante a la corona, era borrado del mapa por la mano de un tribuno a quien el mentado Carino le barrenaba la esposa;
¿es éste un imperio honorable o una trilogía de Esquilo?
XVI. Único salidero para escapar del magnicidio era la aplicación de la teoría euclidiana de las proporcionalidades y proporciones, y conste que estas tímidas inmersiones en las linfas de la cultura griega son consecuencia de las prédicas de Ateyo Flaco, erudito esclavo corintio que me llevaba las frutas secas del jentáculum (desayuno, caballeros) a la cama. El cálculo aritmético señalaba que, si existían cuatro emperadores en vez de uno, las posibilidades de degollar a un emperador se reducían a un veinticinco por ciento. Y si ninguno de los cuatro príncipes tenía su asiento en Roma, cuando los ciudadanos capitolinos, que eran los más tenebrosos, decidieran sacarles los tuétanos y arrojar sus cadáveres al Tíber, veríanse compelidos a sobrellevar agotadoras expediciones hasta remotas comarcas para transportar los cuatro fiambres, acortándose así el veinticinco a un reconfortante cinco por ciento, menos del cinco si alojaba a Maximino en Milán, colocaba a Constancio Cloro en Germania, establecía a Galerio en la futura Yugoslavia y yo me largaba a Nicomedia, en el Asia menor, lo más lejos posible de estos lombrosianos.
XVII. Otrosí. La razón más usual de morir los emperadores romanos se originaba de esta guisa: a los generales triunfantes se les subían los humos a la cabeza y decidían asesinar a sus soberanos con el propósito de sustituirlos en el solio máximo. Y como los generales triunfantes eran imprescindibles para mantener a raya a los francos, británicos, germánicos, alamanes, borgoñeses, iberos, lusitanos, yacigios, carpos, bastarnos, sármatas, godos, ostrogodos, gépidos, hérulos, batrianos, volscos, samnitas, sarracenos, sirios, armenios, persas y demás vecinos que aspiraban a recuperar sus regiones tan honestamente adquiridas por nosotros, ocurrióseme la idea de seleccionar tres generales, los tres generales más verracos del imperio (mi mejor y más obediente amigo, un segundo a quien convertí en mi yerno y un tercero a quien convertí en yerno de mi mejor y más obediente amigo) y otorgarles tanto rango de emperadores como el que yo disfrutaba, con igual ración de púrpura que yo, aunque la verdad era que no mandaba sino el suscrito.
XVIII. Es esa la tetrarquía, una mesa con tres patas en el aire y una sobre la tierra, un absolutismo sin déspota, un centralismo sin ombligo, una circunferencia sin centro y, más allá de sus contornos formales, una tentativa institucional, no de resucitar a Roma porque eso era pedir la luna, sino al menos de momificar su cadáver, como hacían los egipcios con sus difuntos más queridos para evitar que la familia se les pudriera ante sus ojos.
Severo Severiano Carpóforo Victorino ocupan la mesa más apartada en la taberna del liberto Casio Cayo, gladiador retirado, cartaginés de progenie, lo atestiguan pigmentación y pasa. Casio Cayo, tras despanzurrar idóneamente a cuanto adversario de red o escudo se le puso por delante en la arena, ha instalado este expendio de vinos y viandas, era legítimo que explotara en alguna forma una popularidad adquirida a costa de tantos riesgos y tanta eutanasia. El propietario en persona, cíclope de alquitrán y ébano, atiende a sus clientes, tansporta jarras de vino y los platones de cordero humeante, sepulta las monedas en un inmenso carriel de gacela que cuelga de su cintura.
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