Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– Ni siquiera te diste cuenta que el carro es nuevo -dijo él Chispas.

– De veras -dijo Santiago-. ¿El viejo vendió el Buick?

– No, éste es mío -el Chispas se sopló las uñas-. Lo estoy pagando a plazos. No tiene ni un mes. ¿Y qué van a hacer al Callao?

– Entrevistar al Director de Aduana -dijo Santiago-. Carlitos y yo estamos haciendo unas crónicas sobre el contrabando.

– Ah, qué interesante -dijo el Chispas; y después de un momento-. ¿Sabes que desde que entraste a trabajar, compramos “La Crónica” todos los días en la casa? Pero nunca sabemos qué escribes. ¿Por qué no firmas tus artículos? Así te irías haciendo conocido.

Ahí estaban los ojos burlones y estupefactos de Carlitos, Zavalita, ahí el malestar que sentías. El Chispas cruzó Barranco, Miraflores, dobló por la avenida Pardo y tomó la Costanera. Hablaban con largas pausas incómodas, sólo Santiago y el Chispas, Carlitos los observaba de reojo, con una expresión intrigada e irónica.

– Debe ser interesantísimo ser periodista -dijo el Chispas-. Yo no podría, soy negado hasta para escribir cartas. Pero ahí tú estás en tu elemento, Santiago.

Periquito estaba esperándolos en la puerta de la Aduana con las cámaras al hombro, y un poco más adelante, la camioneta del diario.

– Te busco un día de éstos a la misma hora -dijo el Chispas-. Con la Teté ¿de acuerdo?

– Bueno -dijo Santiago-. Gracias por traernos, Chispas.

El Chispas estuvo un momento indeciso, la boca entreabierta, pero no dijo nada, se limitó a hacer adiós con la mano. Vieron alejarse el auto por los adoquines encharcados.

– ¿De veras es tu hermano? -Carlitos movía la cabeza, incrédulo-. Tu familia anda podrida en plata ¿no?

– Según el Chispas están al borde de la quiebra -dijo Santiago.

– Ya quisiera estar yéndome a la quiebra así -dijo Carlitos.

– Hace media hora que espero, conchudos -dijo Periquito-. ¿Oyeron las noticias? Gabinete militar, por los líos de Arequipa. ¿Los arequipeños lo sacaron a Bermúdez. Esto es el fin de Odría.

– No te alegres tanto -dijo Carlitos-. El fin de Odría es el comienzo ¿de qué?

VIII

EL DOMINGO siguiente Ambrosio la esperó a las dos, fueron a una matiné, tomaron lonche cerca de la plaza de Armas y dieron un largo paseo. Hoy va a ser, pensaba Amalia, hoy va a pasar. Él se la quedaba a veces mirando y ella se daba cuenta que también estaba pensando hoy será. Hay un restaurant en Francisco Pizarro que es bueno, dijo Ambrosio cuando oscureció. Era criollo y chifa a la vez; comieron y tomaron tanto que apenas podían caminar. Hay un baile por ahí cerca, dijo Ambrosio, vamos a ver. Era una carpa de circo levantada detrás del ferrocarril. La orquesta estaba sobre un tabladillo y habían colocado esteras en la pista para que la gente bailara sin pisar el barro.

A cada rato Ambrosio se iba y volvía con cerveza en unos vasitos de papel. Había mucha gente, las parejas daban saltitos en el sitio por falta de espacio; a veces comenzaba una pelea pero nunca terminaba porque dos forzudos separaban a los tipos y los sacaban en peso. Me estoy emborrachando, pensaba Amalia.

Con el calorcito que aumentaba se sentía mejor, más libre, y de repente ella misma jaló a Ambrosio a la pista. Se mezclaron con las parejas, abrazados, y nunca terminaba la música. Ambrosio la apretaba fuerte, Ambrosio le daba un empujón a un borracho que la había rozado, Ambrosio la besaba en el cuello: era como si todo eso pasara lejísimos, Amalia se reía a carcajadas.

Después el suelo comenzó a girar y ella se prendió de Ambrosio para no caerse: me siento mal. Sintió que él se reía, que la arrastraba y de repente la calle. El friecito en la cara la despertó a medias. Caminaba del brazo de él, sentía su mano en la cintura, decía ya sé por qué me has hecho tomar. Estaba contenta, no le importaba, ¿dónde estaban yendo?, parecía que la vereda se hundía, aunque no me digas yo sé dónde. Reconoció el cuartito de Ludovico entre sueños. Estaba abrazando a Ambrosio, juntaba su cuerpo al de Ambrosio, con su boca buscaba la boca de Ambrosio, decía te odio, Ambrosio, te portaste mal, y era como si fuera otra Amalia la que estuviera haciendo esas cosas. Se dejaba desnudar, tumbar en la cama y pensaba de qué lloras, bruta. Luego la rodearon unos brazos duros, un peso que la quebraba, una sofocación que la ahogaba. Sintió que ya no reía ni lloraba y vio la cara de Trinidad, cruzando a lo lejos. De pronto, la remecían. Abrió los ojos: la luz del cuartito estaba encendida, apúrate decía Ambrosio, abotonándose la camisa. ¿Qué hora era? Las cuatro de la mañana. Tenía la cabeza pesada, el cuerpo adolorido, qué diría la señora. Ambrosio le iba pasando la blusa, sus medias, sus zapatos y ella se vestía a la carrera, sin mirarlo a los ojos. La calle estaba desierta, ahora el vientecito le hizo mal. Se dejó ir contra Ambrosio y él la abrazó.

Tu tía se sintió enferma y tuviste que acompañarla, pensaba, o te sentiste enferma y tu tía no te dejó salir. Ambrosio le acariciaba a ratos la cabeza, pero no hablaban. El ómnibus llegó cuando apuntaba una luz floja sobre los techos; bajaron en la plaza San Martín y era de día, canillitas con periódicos bajo el brazo corrían por los portales. Ambrosio la acompañó hasta el paradero del tranvía. ¿Esta vez no sería como la otra vez, Ambrosio, se portaría bien esta vez? Eres mi mujer, dijo Ambrosio, yo te quiero. Permaneció abrazada a él hasta que llegó el tranvía. Le hizo adiós desde la ventanilla y lo estuvo mirando, viéndolo achicarse a medida que el tranvía lo dejaba atrás.

EL auto bajó por el paseo Colón, contorneó la plaza Bolognesi, tomó Brasil. El tráfico y los semáforos lo demoraron media hora hasta Magdalena; luego, al salir de la avenida, avanzó rápido por calles solitarias y mal iluminadas y en pocos minutos estuvo en San Miguel: dormir más, acostarse temprano hoy. Al ver el auto, los guardias de la esquina saludaron. Entró a la casa y la muchacha estaba poniendo la mesa. Desde la escalera echó una ojeada a la sala, al comedor: habían cambiado las flores de los jarrones, los cubiertos y las copas de la mesa brillaban, todo se veía ordenado y limpio. Se quitó el saco, entró al dormitorio sin tocar. Hortensia estaba en el tocador, maquillándose.

– Queta no quería venir cuando supo que el invitado era él. Anda -su cara le sonreía desde los espejos; él arrojó el saco sobre la cama, apuntando a la cabeza del dragón: quedó oculta-. La pobre oye Landa y comienza a bostezar. Tiene que soplarse a cada vejestorio por ti, deberías invitarle algún buen mozo de vez en cuando.

– Que les den de comer a los choferes -dijo él, aflojándose la corbata-. Voy a darme un baño. ¿Quieres traerme un vaso de agua?

Entró al cuarto de baño, abrió el agua caliente, se desnudó sin cerrar la puerta. Veía cómo se iba llenando la bañera, cómo la habitación se impregnaba de vapor. Oyó a Hortensia dar órdenes, la vio entrar con un vaso de agua. Tomó una pastilla.

– ¿Quieres un trago? -dijo ella, desde la puerta.

– Después que me bañe. Sácame ropa limpia, por favor.

Se sumergió en la bañera y estuvo tendido, sólo la cabeza afuera, absolutamente inmóvil, hasta que el agua comenzó a enfriarse. Se jabonó, se enjuagó en la ducha con agua fría, se peinó y pasó desnudo al dormitorio. Sobre el lomo del dragón había una camisa limpia, ropa interior, medias. Se vistió despacio, dando pitadas a un cigarrillo que humeaba en el cenicero.

Luego, desde el escritorio llamó a Lozano, a Palacio, a Chaclacayo. Cuando bajó a la sala, Queta había llegado. Tenía un vestido negro con un gran escote y se había hecho un peinado con moño, que la avejentaba.

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