– Espina me llamó para darme sus quejas -dijo el mayor Paredes-. Que si no le sacas a ese portero le pegará un tiro. Estaba rabioso.
– Ya ordené que le retiraran al soplón -dijo él, aflojándose la corbata-. Por lo menos, ahora sabe que está vigilado.
– Te repito que es trabajo inútil -dijo el mayor Paredes-. Antes de retirarlo, se lo ascendió. ¿Por qué se pondría a conspirar?
– Porque le ha dolido dejar de ser Ministro -dijo él-. No, él no se pondría a conspirar por su cuenta, es tonto para eso. Pero lo pueden utilizar. Al Serrano cualquiera le mete el dedo a la boca.
El mayor Paredes encogió los hombros, hizo una mueca escéptica. Abrió un armario, sacó un sobre y se lo alcanzó. El hojeó distraídamente los papeles, las fotografías.
– Todos sus desplazamientos, todas sus conversaciones telefónicas -dijo el mayor Paredes-. Nada sospechoso. Se ha dedicado a consolarse por la bragueta, ya ves. Además de la querida de Breña, se ha echado otra encima, una de Santa Beatriz.
Se rió, dijo algo más entre dientes, y, por un instante, él las vio: gordas, carnosas, las tetas colgando, avanzaban la una sobre la otra con un regocijo perverso en los ojos. Guardó los papeles y fotografías en el sobre y lo puso en el escritorio.
– Las dos queridas, las partidas de cacho en el Círculo Militar, una o dos borracheras por semana, ésa es su vida -dijo el mayor Paredes-. El Serrano es un hombre acabado, convéncete.
– Pero con muchos amigos en el Ejército, con decenas de oficiales que le deben favores -dijo él-. Yo tengo olfato de perro fino. Hazme caso, dame un tiempito más.
– Bueno, si tanto insistes haré que lo vigilen unos días más -dijo el mayor Paredes-. Pero sé que es inútil.
– Aunque está retirado y sea tonto, un general es un general -dijo él-. Es decir, más peligroso que todos los apristas y rabanitos juntos.
HIPÓLITO era un bruto, sí don, pero también tenía sus sentimientos, Ludovico y Ambrosio lo habían descubierto esa vez del Porvenir. Tenían tiempo todavía y estaban yendo a tomarse un trago cuando se apareció Hipólito y agarró a cada uno del brazo: les convidaba una mulita. Habían ido a la chingana de la avenida Bolivia, Hipólito pedido tres cortos, sacado ovalados y encendido el fósforo con mano tembleque. Se lo notaba muñequeado, don, se reía sin ganas, se pasaba la lengua por la boca como un animal con sed, miraba de costado y le bailaba el fondo de los ojos.
Ludovico y Ambrosio se miraban como diciendo qué tiene éste.
– Parece que andaras con algún problema, Hipólito -dijo Ambrosio.
– ¿Te quemaron en el veinte, hermano? -dijo Ludovico.
Hizo que no con la cabeza, vació su copa, le dijo al chino otra vuelta. ¿Qué pasaba entonces, Hipólito?
Los miró, les aventó el humo a la cara, por fin se había animado a soltar la piedra, don: le fregaba este merengue del Porvenir. Ambrosio y Ludovico se rieron. No había de qué, Hipólito, las viejas locas se echarían a correr al primer silbatazo, era el trabajo más botado, hermano. Hipólito se vació la segunda copa y los ojos se le saltaron. No era miedo, conocía la palabra pero no lo había sentido nunca, él había sido boxeador.
– No jodas, no nos vas a contar otra vez tus peleas -dijo Ludovico.
– Es una cosa personal -dijo Hipólito, apenado.
Le tocó a Ludovico pagar otra vuelta, y el chino, que los había visto embalados, dejó la botella sobre el mostrador. Anoche no había dormido por este merengue, calculen cómo será. Ambrosio y Ludovico se miraron como diciendo ¿se loqueó? Háblanos con la mayor franqueza, Hipólito, para algo eran amigos. Tosía, parecía que se atrevía y se arrepentía, don, por último se le atracó la voz pero lo soltó: una cosa de familia, una cosa personal. Y, sin más, les había aventado una historia de llanto, don. Su madre hacía petates y tenía su puesto en la Parada, él había crecido en el Porvenir, vivido ahí, si eso era vivir. Limpiaba y cuidaba carros, hacía mandados, descargaba los camiones del Mercado, se sacaba sus cobres como podía, a veces metiendo la mano donde no debía.
– ¿Qué les dicen a los del Porvenir? -lo interrumpió Ludovico-. A los de Lima limeños, a los de Bajo el Puente bajopontinos, ¿y a los del Porvenir?
– A ti te importa un carajo lo que estoy contando -había dicho Hipólito, furioso.
– Nunca, hermano -le dio una palmada Ludovico-. De repente se me vino esa duda a la cabeza, perdona y sigue.
Que aunque hacía sus añitos que no iba por ahí, aquí dentro, y se había tocado el pecho, don, el Porvenir seguía siendo su casa: ahí empezó a boxear, además.
Que a muchas de las viejas de la Parada las conocía, que algunas lo iban a reconocer, quizás.
– Ah, ya caigo -dijo Ludovico-. No hay motivo para que te amargues, quién te va a reconocer después de tantos años. Además ni te verán la cara, las luces del Porvenir son malísimas, los palomillas se andan volando los faroles a pedradas. No hay motivo, Hipólito.
Se había quedado pensando, lamiéndose la boca como un gato. El chino trajo sal y limón, Ludovico se saló la punta de la lengua, se exprimió la mitad del limón en la boca, vació su copa y exclamó el trago ha subido de categoría. Se habían puesto a hablar de otra cosa, pero Hipólito callado, mirando el suelo, el mostrador, pensando.
– No -había dicho de repente-. No me friega que alguna me reconozca. Me friega el merengue de por sí.
– Pero por qué, hombre -dijo Ludovico-. ¿No es mejor espantar viejas que estudiantes, por ejemplo? Qué más que griten o pataleen, Hipólito. El ruido no hace daño a nadie.
– ¿Y si tengo que sonar a una de ésas que me dio de comer de chico? -había dicho Hipólito, dando un puñetazo en la mesa, Furiosísimo, don.
Ambrosio y Ludovico como diciendo ahorita le da la llorona de nuevo. Pero hombre, pero hermano, si te dieron de comer es que eran buenas personas, santas, pacíficas, ¿tú crees que ellas se iban a meter en líos políticos? Pero Hipólito. No quería dar su brazo a torcer, movía la cabeza como diciendo no me convencen.
– Hoy estoy haciendo esto a disgusto -dijo, al fin.
– ¿Y tú crees que a alguien le gusta? -dijo Ludovico.
– A mí sí -dijo Ambrosio, riéndose-. Para mí es como un descanso, como una aventura.
– Porque vienes de vez en cuando -dijo Ludovico-. Te pasas la gran vida de chofer del jefazo y esto lo tomas a juego. Espérate que te partan el cráneo de una pedrada, como a mí una vez.
– Ahí nos dirás si te sigue gustando -había dicho Hipólito.
Felizmente que a él nunca le había pasado nada, don.
¿CÓMO se había atrevido? Sus días de permiso, cuando no iba a visitar a su tía a Limoncillo, o a la señora Rosario a Mirones, salía con Anduvia y María, dos empleadas de la vecindad. ¿Porque la había ayudado a conseguir este trabajo se creyó que te olvidaste? Iban a pasear, al cine, un domingo habían ido al Coliseo a ver los bailes folklóricos. ¿Porque conversaste con él que ya lo perdonaste? Algunas veces salía con Carlota, pero no muy seguido, porque Símula quería que Amalia la trajera antes del anochecer. Hubieras debido tratarlo mal, bruta. Al salir, Símula las volvía locas con sus recomendaciones, y al volver con sus preguntas. Qué plantón se iría a dar el domingo, venirse desde Miraflores hasta aquí de balde, cómo te requintaría. Pobre Carlota, Símula no la dejaba asomar la nariz a la calle, paraba asustándola con los hombres. Toda la semana estuvo pensando se va a quedar esperándote, a veces le daba una cólera que se ponía a temblar, a veces risa. Pero a lo mejor no vendría, ella le había dicho ni te lo sueñes y diría para qué voy. El sábado planchó el vestido azul brillante que le había regalado la señora Hortensia, ¿dónde vas mañana? le preguntó Carlota, donde su tía. Se miraba en el espejo y se insultaba: ya estás pensando en ir, bruta. No, no iría.
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