MIENTRAS el auto bajaba por la carretera central, él leía papeles, subrayaba frases, anotaba los márgenes. El sol desapareció a la altura de Vitarte, la atmósfera gris se fue enfriando a medida que se acercaban a Lima. Eran ocho y treinta y cinco cuando el auto paró en la Plaza Italia y Ambrosio bajó corriendo a abrirle la puerta: que Ludovico estuviera a las cuatro y media en el Club Cajamarca, Ambrosio. Entró al Ministerio, los escritorios estaban vacíos, tampoco había nadie en Secretaría. Pero el doctor Alcibíades estaba ya en su mesa, revisando los diarios con un lápiz rojo entre los dedos. Se puso de pie, buenos días don Cayo, y él le alcanzó un puñado de papeles: estos telegramas de inmediato, doctorcito. Señaló la Secretaria, ¿no sabían las damas ésas que tenían que estar aquí a las ocho y media?, y el doctor Alcibíades miró el reloj de la pared: sólo eran ocho y media, don Cayo. El se alejaba ya. Entró a su oficina, se quitó el saco, se aflojó la corbata. La correspondencia estaba sobre el secante: partes policiales a la izquierda, telegramas y comunicados en el centro, a la derecha cartas y solicitudes. Acercó la papelera con el pie, comenzó con los partes. Leía, anotaba, separaba, rompía. Terminaba de revisar la correspondencia cuando sonó el teléfono: el general Espina, don Cayo ¿está usted? Sí, sí estaba, doctorcito, pásemelo.
EL señor de cabellos blancos le sonrió amistosamente y le ofreció una silla: así que el joven Zavala, claro que Clodomiro le había hablado. En sus ojos había un brillo cómplice, en sus manos algo bondadoso y untuoso; su escritorio era inmaculadamente limpio.
Si, Clodomiro y él eran amigos desde el colegio; en cambio a su papá, ¿Fermín, no?, no lo había conocido, era mucho más joven que nosotros, y de nuevo sonrió: ¿así que había tenido problemas en su casa? Sí, Clodomiro le había contado. Bueno, era la época, los jóvenes querían ser independientes.
– Por eso necesito trabajar -dijo Santiago-. Mi tío Clodomiro pensó que usted, tal vez.
– Ha tenido suerte -asintió el señor Vallejo-. Justamente andamos buscando un refuerzo para la sección locales.
– No tengo experiencia, pero haré todo lo posible por aprender pronto -dijo Santiago-. He pensado que si trabajo en “La Crónica" tal vez podría seguir asistiendo a las clases de Derecho.
– Desde que estoy aquí no he visto a muchos periodistas que sigan estudiando -dijo el señor Vallejo-. Tengo que advertirle algo, por si no lo sabe. El periodismo es la profesión peor pagada. La que da más amarguras, también.
– Siempre me gustó, señor -dijo Santiago-. Siempre pensé es la que está más en contacto con la vida.
– Bien, bien -el señor Vallejo se pasó la mano por la nevada cabeza, asintió con ojos benévolos-. Ya sé que no ha trabajado en un diario hasta ahora, veremos qué resulta. En fin, Quisiera hacerme una idea de sus disposiciones. -Se puso muy grave, engoló algo la voz-. Un incendio en la Casa Wiese. Dos muertos, cinco millones de pérdidas, los bomberos trabajaron toda la noche para apagar el siniestro. La policía investiga si se trata de accidente o de acto criminal. No más de un par de carillas. En la redacción hay muchas máquinas, escoja cualquiera.
Santiago asintió. Se puso de pie, pasó a la redacción y cuando se sentó en el primer escritorio las manos le comenzaron a sudar. Menos mal que no había nadie. La Remington que tenía delante le pareció un pequeño ataúd, Carlitos. Era eso mismo, Zavalita.
JUNTO al cuarto de la señora estaba el escritorio: tres silloncitos, una lámpara, un estante. Ahí se encerraba el señor en sus visitas a la casita de San Miguel, y si estaba con alguien no se podía hacer ruido, hasta la señora Hortensia se bajaba a la sala, apagaba la radio y si la llamaban por teléfono se hacía negar. Qué mal carácter tendría el señor cuando hacían tanto teatro, se asustó Amalia la primera vez. ¿Para qué tenía tres sirvientas la señora si el señor venía tan de cuando en cuando? La negra Símula era gorda, canosa, callada y le cayó muy mal. En cambio con su hija Carlota, larguirucha, sin senos, pelo pasa, simpatiquísima, ahí mismo se hicieron amigas. No tiene tres porque necesite, le dijo Carlota, sino para gastar en algo la plata que le da el señor. ¿Era muy rico? Carlota abrió los ojazos: riquísimo, estaba en el gobierno, era Ministro. Por eso cuando don Cayo venía a dormir aparecían dos policías en la esquina, y el chofer y el otro del carro se quedaban esperándolo toda la noche en la puerta. ¿Cómo podía una mujer tan joven y tan bonita estar con un hombre que le llegaba a la oreja cuando ella se ponía tacos? Podía ser su padre y era feo y ni siquiera se vestía bien. ¿Tú crees que la señora lo quiere, Carlota? Qué lo iba a querer, querría su plata. Debía tener mucha para ponerle una casa así y haberle comprado esa cantidad de ropa y joyas y zapatos. ¿Cómo, siendo tan guapa, no se había conseguido alguien que se casara con ella?
Pero a la señora Hortensia no parecía importarle mucho casarse, se la veía feliz así. Nunca se la notaba ansiosa de que el señor viniera. Claro que él aparecía y se desvivía atendiéndolo, y cuando el señor llamaba a decir voy a comer con tantos amigos, se pasaba el día dando instrucciones a Símula, vigilando que Amalia y Carlota dejaran la casa brillando. Pero el señor se iba y no volvía a hablar de él, nunca lo llamaba por teléfono y se la veía tan alegre, tan despreocupada, tan entretenida con sus amigas, que Amalia pensaba ni se acuerda de él. El señor no se parecía en nada a don Fermín que con verlo se descubría que era decente y de plata. Don Cayo era chiquito, la cara curtida, el pelo amarillento como tabaco pasado, ojos hundidos que miraban frío y de lejos, arrugas en el cuello, una boca casi sin labios y dientes manchados de fumar, porque siempre andaba con un cigarrillo en la mano.
Era tan flaquito que la parte de adelante de su terno se tocaba casi con la de atrás. Cuando Símula no las oía, ella y Carlota se mataban haciendo chistes: imagínatelo calato, qué esqueletito, qué bracitos, qué piernitas. Apenas si se cambiaba de terno, andaba con las corbatas mal puestas y las uñas sucias. Nunca decía buenos días ni hasta luego, cuando ellas lo saludaban respondía con un mugido y sin mirar. Siempre parecía ocupado, preocupado, apurado, encendía sus cigarrillos con el puchito que iba a botar y cuando hablaba por teléfono decía sólo sí, no, mañana, bueno, y cuando la señora le hacía bromas arrugaba apenas los cachetes y ésa era su risa. ¿Sería casado, qué vida tendría en la calle? Amalia se lo imaginaba viviendo con una vieja beata siempre vestida de luto.
– ¿ALó, aló? -repetía la voz del general Espina Aló- ¿Alcibíades?
– ¿Sí? -dijo, suavemente-. ¿Serrano?
– ¿Cayo? Vaya, por fin -la voz de Espina era ásperamente jovial-. Te estoy llamando desde anteayer y no hay forma. Ni en el Ministerio, ni en tu casa. Ni que te me estuvieras negando, Cayo.
– ¿Me has estado llamando? -tenía un lápiz en su mano derecha, dibujaba un círculo-. Primera noticia, Serrano.
– Diez veces, Cayo. Qué diez, lo menos quince veces.
– Voy a averiguar por qué no me dan los encargos -un segundo círculo, paralelo al anterior-. Dime, Serrano, a tus órdenes.
Una pausa, una tos incómoda, la respiración entrecortada de Espina:
– ¿Qué significa ese soplón en la puerta de mi casa, Cayo? -disimulaba su malhumor hablando despacio, pero era peor-. ¿Es protección o vigilancia o qué mierda es?
– Como ex-Ministro te mereces siquiera un portero pagado por el Gobierno, Serrano -completó el tercer círculo, hizo una pausa, cambió de tono-. No sé nada, hombre. Se habrán olvidado que ya no necesitas protección. Si ese sujeto te molesta, haré que lo retiren.
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