Antonio Molina - Beatus Ille

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Juego de falsas apariencias y medias verdades que terminan por desvelar una sola verdad última, Beatus Ille reveló a uno de los jóvenes narradores más rigurosos y mejor dotados de nuestra llteratura actual.
Minaya es un joven estudiante, implicado en las huelgas universitarias de los años 60, que se refugia en un cortijo a orillas del Guadalquivir para escribir una tesis doctoral sobre Jacinto Solana, poeta republicano, condenado a muerte al final de la guerra, indultado y muerto en 1947 en un tiroteo con la Guardia Civil. La investigación biográfica permite a Minaya descubrir la huella de un crimen y la fascinante estampa de Mariana, una mujer turbadora, absorbente, de la que todos se enamoran. Envuelto por las omisiones, deseos y temores de los habitantes del cortijo, Minaya se acerca lentamente hacia la verdad oculta. La indagaci6n del protagonista de Beatus Ille permlte al autor una delicada evocación literaria, de impecable belleza expresiva, con técnica segura y eficaz, de una época, de una casa y los personajes que en ella viven y se esconden.

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– Así que no le hagas caso a Utrera -dijo Manuel, con esa ironía triste que usaba siempre para hablarle a Minaya de su familia- cuando te cuenta los méritos de nuestros antepasados. Todos esos cuadros del patio y de la galería se los compraba mi abuelo, tu bisabuelo, a los mismos aristócratas tronados que le vendían sus fincas.

Como avergonzándose de haber nacido donde nació y de llevar el nombre que llevaba, pero sin atreverse a descubrir del todo la vergüenza o a cultivar abiertamente el desdén, pues no ignoraba que sólo la casa y el nombre vinculado a ella lo habían salvado del fusilamiento y de la obligación del coraje, exigiéndole a cambio una pasiva lealtad que, según envejecía, dejaba de ser el límite nunca derribado y la medida exacta de la resignación y el fracaso para convertirse en una de sus costumbres. Quién era entonces el hombre de apostura altiva y casi heroica de la fotografía nupcial, el que fue ascendido a teniente por méritos de guerra después de saltar a pecho desnudo sobre una trinchera enemiga sin más auxilio que una pistola arrebatada a un cadáver y un grupo de milicianos asustados para matar a tiros a quienes disparaban contra ellos una ametralladora italiana, dónde buscó y obtuvo el valor necesario para casarse con Mariana abandonando sin el menor escrúpulo a la muchacha en cuya lánguida compañía había pasado seis años de noviazgo con la complacencia siempre en guardia de doña Elvira, que entendió como una injuria personal ese arrebato de su hijo y no se lo perdonó nunca.

– Y no sólo eso -recordaba Medina-, sino que también fue capaz de buscarse un empleo en la embajada española en París, supongo que por mediación de Solana, y lo tenía todo preparado para marcharse allí al día siguiente de su boda, imagínese, él, que se había vuelto de Granada sin terminar la carrera por no contrariar a su madre. Así que si Mariana no llega a morir como murió ahora su tío de usted sería miembro del gobierno republicano en el exilio, o algo parecido.

Muchas veces, a lo largo de los años que le fue dado sobrevivir a la lenta rendición de su voluntad, Manuel miró la fotografía de su boda sintiendo que no era él el hombre que aparecía en ella, no porque no creyera haber poseído alguna vez el brío o la locura precisos para enfrentarse a su madre y vencer el miedo que le hacía vomitar antes de un ataque en el frente, sino porque nunca había creído merecer la ciega ternura y el cuerpo ofrecido de Mariana, y miraba sus fotos y el dibujo de Orlando con la misma devoción ilimitada e incrédula y el mismo asombro con que la miró a ella y se vio a sí mismo en los espejos del dormitorio cuando al final la tuvo blanca y desnuda entre sus brazos. Fue ese Solana, declaró Mágina o esa parte de Mágina donde sobrevivía el orgullo no vencido, fue él quien lo hizo rojo y quien lo animó a enredarse con esa golfa, dijeron voces agraviadas en el salón donde aún estaban expuestas las mantelerías bordadas y la vajilla de plata que iban a ser la dote de la novia tan bruscamente abandonada, reliquias ya de su melancólico destino. Y sin decirle nada, a pesar de que ella estaba preparando el vestido de novia y mi primo lo sabía, contaba muchos años después el padre de Minaya, porque Mariana estaba muerta y la guerra que la trajo a Mágina había terminado, pero el orgullo y la imperiosa capacidad de desprecio seguían intactos, tal vez incluso ennoblecidos, como la estatua del general Orduña, por las señales del heroísmo y el oprobio.

– Y no vayas a pensar que aquella muchacha era una estantigua porque perteneciera a una de las mejores familias de Mágina, casi tan respetable como la nuestra. Pregúntale a tu madre, que la conoció bien. Claro que al final tuvo suerte y pudo resarcirse de la traición de mi primo. Casó, y muy provechosamente, con un capitán de Regulares.

Inagotable e intacto, inútil, como la luz y las estatuas de perfil griego de Mágina, el rencor es lo único que ellos salvan o que los salva del olvido y cimienta sobre la nada la pervivencia del orgullo. Cada mañana, asistida por Teresa y Amalia, que sube las escaleras muy despacio rozando los pasamanos y las paredes y llega sin aliento al último piso de la casa, doña Elvira se viste ceremoniosamente ante un espejo y se peina el pelo blanco y ondulado según la norma ya borrosa de 1930, permitiéndose a veces una gota de perfume en las muñecas y en el cuello y una leve sombra de polvos rosa en las mejillas. Cómo está mi hijo, pregunta sin mirar a nadie ni esperar que le respondan, levantando los ojos por encima de las dos mujeres que se mueven en torno suyo, porque así le enseñaron que debe dirigirse una dama a los sirvientes, recordadle a Inés que hoy es jueves y que me tiene que traer las revistas. ¿Ha llamado el administrador? Que alguien vaya a avisarle. Quiero ajustar con él las cuentas de la aceituna, antes de que se me olviden y me engañe. Vestida y perfumada como para salir a la calle, que sólo pisa en la madrugada de los viernes santos, doña Elvira contempla su propia figura tiesa en el espejo y se alisa con el dedo índice la línea borrada de las cejas.

– Teresa, cuando hayas hecho la cama riegas los geranios. ¿No te das cuenta de que se están poniendo mustios?

Frente al espejo todavía, sin volverse ni alzar la voz, doña Elvira ve a Teresa retirando las sábanas y la colcha de la gran cama conyugal en la que sigue durmiendo cuarenta años después de quedarse viuda y advierte de pronto, con secreta satisfacción, cómo ha envejecido la criada que era una niña cuando entró a su servicio. El sol amarillo y frío de febrero entra oblicuamente por el ventanal de la terraza, dejando sobre las baldosas una mancha húmeda de luz, cernida como polen, que envuelve las cosas sin llegar a tocarlas y se desliza hasta el umbral donde Amalia, que casi no lo ve, está parada y esperando.

– ¿Desea alguna cosa la señora? -Nada, Amalia. Dile a Inés que ya me puede subir el periódico y el desayuno.

Antes de que le fuera permitido conocerla, doña Elvira se imponía en la conciencia de Minaya como una gran sombra ausente, dibujada, con severa precisión, como en el miedo con que la imaginaba Jacinto Solana muchos años atrás, en ciertas costumbres y palabras que ambiguamente la aludían, casi nunca nombrándola, sin explicar su retiro o su vida, sólo sugiriendo que ella estaba allí, en las habitaciones más altas, asomada al balcón del invernadero o mirando el jardín desde la ventana donde a veces se perfilaba su figura. Una bandeja con la tetera de plata y una sola taza dispuesta a media tarde en el aparador de la cocina, el ABC doblado y sin abrir, las revistas ilustradas que cada jueves compraba Inés en el quiosco de la plaza del general Orduña, los libros de contabilidad junto al abrigo y el sombrero del administrador, que conversa con Amalia en el patio esperando a que doña Elvira quiera recibirlo, el sonido del televisor y del piano borrándose entre sí y confundidos en la distancia con el aleteo de las palomas contra los vidrios de la cúpula. Había aprendido a catalogar y descubrir los signos de la presencia de doña Elvira y a temerla siempre cuando caminaba a solas por los corredores, y un día, sin que nada lo anunciara, Inés le dijo que la señora lo invitaba esa tarde a tomar el té en sus habitaciones. El camino para llegar a ellas se iniciaba en una puerta al fondo de la galería y cruzaba una oscura región de salones tal vez no habitados nunca con cuadros religiosos en las paredes y santos de porcelana encerrados en urnas de cristal. Figuras solas sobre los aparadores mirando el vacío con ojos extraviados y vidriosos, mirando a Minaya como guardianes inmóviles de la tierra de nadie cuando cruza la penumbra desierta tras los pasos de Inés y el tintineo amortiguado de las cucharillas y las tazas sobre la bandeja de plata que ella sostiene tan gravemente como objetos de culto.

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