Lorenzo Silva - El Urinario

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Texto construido desde una advertida ilusión documental y precedido de una nota donde el autor nos invita a leer sus jóvenes palabras conjuntamente con otras dos novelas escritas con posterioridad (La flaqueza del bolchevique y El angel oculto) El urinario, de Lorenzo Silva, nos introduce en el territorio obsceno de dos cartas en las cuales la subjetividad de un exitoso y joven asesor bancario rumia sus frustraciones, sus fantasías, sus sueños y su crítica visión del mundo al que pertenece: `En casi todos los momentos señalados de mi vida, ha habido un urinario`, confiesa el personaje, para completar, más adelante`[…] el urinario, donde se vierte la destilación de toda la inmundicia del alma`. En efecto, la atmósfera asfixiante del desencanto, la lúcida ironía de la autocrítica y los fantasmas que habitan en la escritura de las cartas, convierten esta novela-urinario en una gran metáfora que reproduce ese momento de intimidad por todos alguna vez (o frecuentemente) experimentado: cuando en la soledad de un pequeño cuarto, vacío como una página, arrojamos rabias, decepciones, ocultos e insatisfechos deseos… contra el rostro mudo que nos contempla, irremediable como la vida, desde el espejo.

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– Tu hija sigue siendo la de entonces -dije, al azar.

– Sí, es una buena chica. Mi marido tiene puestas en ella todas sus esperanzas.

Con la última frase de ella irrumpió un personaje inoportuno, alguien cuya sola mención me molestaba de una forma intensa.

– ¿Y qué es de él? -pregunté, con una ansiedad mal reprimida. Tampoco recuerdo nada del padre de la verdadera Gloria, así que sólo podía referirme a otra persona, a quien formaba parte del borroso pasado compartido con Águeda.

– Vive en esta casa. Sale pronto por la mañana y entra tarde por la noche. No dormimos juntos desde que Gloria tenía tres años. No soporta nada de lo que hago, pero soportaría menos la solución que le ofrezco siempre que me regaña. Si ahora cree que todos los vecinos le compadecen, entonces le constaría. En el fondo, su situación mejoraría considerablemente, pero siempre ha sido un cobarde.

– Hay algo que me intriga.

– Qué.

– ¿Es de veras el padre de Gloria?

Águeda sonrió con malicia. Luego se puso seria y contestó:

– No estoy segura. Apuesto que no, pero es posible que lo sea. Lo único que sé es que sí es el padre de su hermano y que no es el padre de su hermana -al decir esto último, volvió a sonreír.

– Eres una desvergonzada.

– Y tú te has vuelto un indiscreto. Antes eras un muchacho muy modoso. Hasta demasiado púdico. Desapareciste como si yo fuera un súcubo.

Águeda pasaba por mi rostro sus largos dedos blancos. Llevaba las uñas barnizadas de una laca transparente y una sortija que no era su alianza. Se había apoyado en mí y ambos atendíamos de reojo a las idas y venidas de la fiesta.

– No estaba preparado -alegué, reconstruyendo lo que había ocurrido al mismo tiempo que lo relataba-. Una hermosa dama secuestrando a un muchacho de la fiesta de cumpleaños de su hija. Me condujiste a la planta de arriba y entonces hiciste aquello. Yo nunca, ni remotamente…

– Eso era lo que me estimulaba -me interrumpió.

– Desde entonces, he recorrido una especie de pared larga y más bien gris -recapitulé-. Una pared larga, gris y casi siempre lisa. Todos estos años me han convencido de que uno debe meter el dedo en cualquier orificio que aparezca en la pared. Aunque al otro lado haya una rata descosa de morderlo. No es lo peor que te muerdan. Lo miserable son los orificios que te saltas y también los que pruebas y están vacíos.

Águeda quedó pensativa.

– ¿Te has saltado muchos orificios? -inquirió.

– Algunos, al principio y también después.

– ¿Y ha habido muchos vacíos?

– Casi todos. Todos.

– Eres un mentiroso -me reconvino.

– Nunca he encontrado nada que mereciese meter el dedo dos veces.

– ¿Nunca has metido el dedo dos veces?

– En alguno que otro. Por desesperación, por debilidad.

Águeda volvió la mirada hacia su hija, imperfecta repetición de sí misma, que se complacía en ser el centro de la fiesta, abriendo regalos, dando y recibiendo besos, agradeciendo a todos su presencia con aquella voz profunda que había servido aceptablemente a los propósitos de nuestra obra de teatro, once años atrás. La voz de Águeda era similar, pero tenía un tono más provocativo. Usándolo, sugirió:

– Ésta es una segunda vez.

– Aunque no tenga que ver con los orificios, sí -admití.

– ¿Es por debilidad o por desesperación?

– Soy débil y estoy desesperado y no te puedo engañar.

– Me gusta que no lo intentes.

– Aparte de eso…

– Calla.

Águeda subió las escaleras, arrastrándome, con la serena elegancia de las mujeres que se suicidan en las novelas de Raymond Chandler para no hacerse viejas y despreciables. Ella había encontrado otro truco para no envejecer; se había recluido en aquella casa encantada y había esperado mi regreso, dando vueltas a la cadena que llevaba en el cuello con su índice tenaz. Siguiendo, sin querer y sin querer evitarlo, la airosa línea de sus pantorrillas, reparé en el motivo por el que Gloria siempre llevaba pantalones: sus piernas eran más bien gruesas. También en esto la aventajaba aquella feroz muchacha de cuarenta años que me guiaba hacia el escenario de nuestra anterior infracción.

– ¿No vendrá él?

– Ya te dije. Viene de noche.

– Hoy es el cumpleaños de su hija.

– Hoy no es otro día que el de tu vuelta. Lo que ves abajo es una fotografía antigua.

– Tienes razón -asentí, al tiempo que lo entendía.

– Siempre que vengas hará sol, tendremos tiempo, él estará fuera. No temas nada. Témeme sólo a mí. Puedo ser una rata dispuesta a morderte.

– ¿Y cuando estés sola?

Águeda percibió, sin necesidad de que yo lo formulase, qué era lo que me preocupaba.

– No puede hacerme daño. No sabe -aseveró, sacudiéndose el pelo con la mano libre, mientras tiraba de mí por el pasillo de la planta superior.

Desde arriba, desde la ventana de su alcoba, también se veía la fotografía de la fiesta. Ahora estaban todos quietos

y la luz era crepuscular. Entre los rostros en blanco y negro divisé mi propio rostro, esto es, el que lo había sido hacía once años.

– Estoy yo -dije.

– No me lo cuentes -pidió Águeda-, que se mantenía lejos de la ventana. Estás un poco alejado de los otros, con cara de no haber ido a una fiesta, de no haber sal ido de una distante vida interior. Así te vi aquel día, antes de ir a buscarte.

– Fue casi igual que hoy -recordé-. Yo había entrado en la casa y había perdido diez minutos en el cuarto de baño, delante del espejo. Antes de reincorporarme a la fiesta me había quedado tras la puerta acristalada, contemplándoles. Y entonces surgiste tú.

– Entonces me soñaste por primera vez -precisó Águeda-. Pero estabas despierto. Ahora estás dormido. Ahora no me olvidarás. Desde hoy voy a existir como existen tu corazón y tus entrañas. Más incluso. Y si has vuelto habiéndome olvidado, forzosamente volverás cuando te obsesione.

Sus palabras me desconcertaron.

– ¿Cómo tienes esa certeza de que me obsesionarás?

– Me perteneces. Tú me sueñas, pero también yo te estoy soñando a ti.

Se quitó la cadena y la dejó caer poco a poco, eslabón a eslabón, sobre la mesilla. Se quitó los pendientes y los dejó junto a la cadena. Se aproximó a mí. Era fragante y fresca como un clavel recién abierto.

Lo que vino a continuación no me interesa escribirlo. Acaso no convenga siquiera, aunque al respecto no me pronuncio. Yo no soy un pornógrafo, pero tampoco afirmo que ésa sea una afición reprobable. Simplemente prefiero guardar para mí las imágenes, los susurros, sobreentenderlo todo y no arriesgar su inusitada pureza, en el filo entre la dulzura y la lujuria, donde irremediablemente sucede el éxtasis entre los humanos y también entre los humanos y sus fantasmas. Sólo podría narrarlo, si consintiera, con palabras inexactas, inventadas para otros fines (sean los que fueren: el insulto, la bravata, la cirugía). Si es mi limitación, y no me opongo a concederlo así, también es mi privilegio omitir los detalles.

Desde anoche, mi alma está arrebatada por una muchacha pervertida y acogedora. Una muchacha que, al revés que Katia, ha jurado que me aguardará siempre. Dónde y cuándo la hallaré, no puedo adivinarlo. Pero antes de que el camino se acabe Águeda y yo nos soñaremos de nuevo, y ella llevará su vestido de verano y mordisqueará su cadena de oro, conservando la obstinada juventud de sus cuarenta años inmóviles. Mientras tanto, noto junto a mí una presencia invisible. Ella no permitirá que me sienta desvalido cuando lleguen las noches oscuras, las traiciones imprevistas, los golpes salvajes.

Esta noche, en la oficina, antes de venir hacia casa, he ido a los lavabos y he repasado ante el espejo los sucesos del día. Por la mañana, rápida redacción de mi informe sobre el seminario de Bonn. A mediodía, comida con compañeros, más o menos lo de siempre. Por la tarde, felicitación de mi jefe por mi resumen del seminario. A continuación, reencuentro con los asuntos pendientes. Al final de la jornada, antes de desconectar el ordenador, más felicitaciones en el correo electrónico, de tres de las cuatro personas a quienes he distribuido el informe. Las tres desproporcionadas, las tres sin efecto alguno sobre mi vanidad. Soy consciente de que mis informes llaman la atención porque los de los demás no suelen aportar nada que no pueda sacarse pensando durante cinco minutos sobre la materia en cuestión, aplicando el sentido común y efectuando un par de deducciones obvias. Cuando he leído informes de otros sobre seminarios como el de la semana pasada, he llegado a dudar de que hubieran asistido realmente a ellos. No es que los demás sean peores que yo. Sencillamente trabajan menos. Lo que me desorienta es que ellos sí creen, en mayor o menor medida, en todo este montaje.

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