Lorenzo Silva - El Urinario

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Texto construido desde una advertida ilusión documental y precedido de una nota donde el autor nos invita a leer sus jóvenes palabras conjuntamente con otras dos novelas escritas con posterioridad (La flaqueza del bolchevique y El angel oculto) El urinario, de Lorenzo Silva, nos introduce en el territorio obsceno de dos cartas en las cuales la subjetividad de un exitoso y joven asesor bancario rumia sus frustraciones, sus fantasías, sus sueños y su crítica visión del mundo al que pertenece: `En casi todos los momentos señalados de mi vida, ha habido un urinario`, confiesa el personaje, para completar, más adelante`[…] el urinario, donde se vierte la destilación de toda la inmundicia del alma`. En efecto, la atmósfera asfixiante del desencanto, la lúcida ironía de la autocrítica y los fantasmas que habitan en la escritura de las cartas, convierten esta novela-urinario en una gran metáfora que reproduce ese momento de intimidad por todos alguna vez (o frecuentemente) experimentado: cuando en la soledad de un pequeño cuarto, vacío como una página, arrojamos rabias, decepciones, ocultos e insatisfechos deseos… contra el rostro mudo que nos contempla, irremediable como la vida, desde el espejo.

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Aunque sea de modo sucinto, creo que debo referir (ya que estoy aquí y no hecho papilla sobre una traviesa de la Deutsche Bahn } lo que pasó el sábado. Cuando interrumpí la carta en Bonn debían ser las cuatro y media de la madrugada. Me acosté y solicité que la voz grabada me devolviera al reino de los despiertos a las ocho y media. Calculando que mi aseo sería algo más lento que en un día laborable, estimé que ésa era la hora hasta la que como máximo podía dormir, si quería llegar al comedor antes de que dejaran de servir desayunos.

Cinco minutos más y no lo habría logrado. Cuando me presenté en el comedor, cerca de las diez, estaban empezando a recogerlo todo. No obstante, localicé a la camarera italiana y le pregunté si sería posible obtener todavía un café.

– Por supuesto, señor. ¿Poco café y mucha leche?

No recordaba que ella me hubiera atendido durante los otros dos desayunos que había tomado allí. Tan sólo me sonaba que el jueves andaba cerca cuando uno de sus compañeros me había servido y que el viernes me la había cruzado al entrar y me había dado los buenos días. Pero ella, que sin duda estaba más despejada, se había fijado lo suficiente como para conocer mis preferencias.

– Sí, gracias -confirmé, un poco aturdido, y me encaminé hacia el buffet para hacerme con algo de lo que todavía no habían retirado.

Antes de irme me demoré hasta que la camarera, que acababa de entrar en la cocina, volviese a salir. Habría sido una grosería marcharme sin despedirme. Y también me habría perdido una escena que me conmovió de manera insólita.

– ¿Ya se va usted? -me preguntó, al ver que me levantaba.

– Sí. Mi avión sale a las tres y inedia, pero tengo que ir a cogerlo a Dusseldorf. Gracias por todo. Grazie.

La camarera sonrió como si sólo ella supiera por qué sonreía y repuso, con una inclinación de cabeza.

– Di niente.

– Espero volver algún día -improvisé, comprendiendo en el mismo momento en que la pronunciaba que era una frase perfectamente estúpida.

La camarera asintió. Después, midiendo con cuidado su pronunciación de mi lengua, me deseó con afecto:

– Que tenga usted un buen viaje. Que tenga lo mejor y que Dios le cuide siempre.

Por un momento hube de creer en Dios para correspondería, con la poca efusión de que soy capaz:

– Gracias. Igualmente. Hasta pronto.

Salí del comedor con una extraña sensación, que me duró bastante tiempo. E] día era plomizo y la gente con que me encontraba, empezando por la pálida recepcionista que me preparó la cuenta, más bien fría. Pero por encima de todo, en mi mente sobrevivía el desconcertante sentimiento de la italiana. Extranjera allí, como yo, había aprendido el idioma y se había adaptado al ambiente sin desprenderse de su generoso espíritu napolitano. Abstraído, entregué mis maletas para que me las guardasen mientras hacía tiempo hasta la hora ir a la estación. Después, ya en la calle, me figuré que la presencia de la camarera era una merced que alguien, quizá el Dios al que ella había invocado, me otorgaba para impedir que mi soledad, aquella amarga mañana, fuese absoluta.

Tal vez por eso, de los monumentos que me quedaban por visitar, escogí en el mapa la Stiftskirche , bastante próxima al hotel y a la casa natal de Beethoven. Pertenece al culto católico, o sea, al que la italiana mantenía y yo había, por llamado suavemente, dejado de atender. De ese mismo culto había visitado hacía un par de días la iglesia de Münster, más céntrica, y cuyo interior me había decepcionado bastante, aunque no mucho más que el interior de la mismísima catedral de Colonia. Hay algo impropiamente desapasionado en la manera en que los alemanes entienden una religión tan voluptuosa y excesiva como la católica (que no en vano tiene su máximo misterio y la culminación estética de toda su imaginería en eso que se denomina la Pasión ).

En la Stiftskirche , cuya fachada no prometía demasiado, y que una placa más digna de una factoría que de un templo databa del siglo XIX, experimenté la segunda sorpresa del día. Alrededor de la nave, de una sobria belleza, había un espléndido viacrucis de madera tallada. No pude informarme, pero aquellas tallas parecían ser más antiguas que la propia iglesia, quizá del siglo XVI o del XVII. Al menos, uno de los personajes que en ellas aparecían iba vestido a la usanza de aquel tiempo. Se trataba, claro, de María Magdalena. Aunque luego fuese ascendida a santa, era una prostituta, y no son pocos los artistas que han querido marcar la diferencia, a menudo con una inconfesable predilección. En este caso, no acerté a averiguar qué pretendía el artista vistiendo a todos los demás a la hebrea y a ella como a una contemporánea. Podía estar retratando a alguien, y la figura salía favorecida, pero no me cabe añadir más.

De todo el viacrucis, una estación se elevaba sobre las demás: XIII, el Descendimiento. Entre las figuras habituales (la Virgen, Juan, la propia María Magdalena), aparecía un personaje enigmático, una mujer a la que tapaba parcialmente uno de los que bajaban a Jesús. Mirándola bien se advertía que no tenía rostro. La busqué en otras estaciones, sin éxito.

Después de meditado durante un rato, esbocé una teoría: la mujer sin rostro de la estación XIII sólo podía ser la muerte. Yendo más lejos, lo que representaba era aún más espantoso que la propia muerte: la muerte en vida, la vida de los muertos. Como la talla, los muertos existen sin existir, inadvertidos por los demás. El nazareno ha de permanecer tres días en ese estado antes de manifestarse de nuevo ante los suyos.

Al pensar en todo esto, un escalofrío me recorrió el espinazo. En un bolsillo de la chaqueta guardaba una carta terrible en la que coqueteaba con aquel ser sin rostro, con su revés y con su derecho. La muerte en vida; ser y al mismo tiempo tener la impresión de no ser nadie. La vida de los muertos: no ser y al mismo tiempo sí ser, pero sólo algo de lo que nadie se percata. Me faltó el aire, me aparté de la talla y fui a sentarme en un banco.

La iglesia estaba desierta. Cerré los ojos y procuré acompasar de nuevo mi respiración. Poco a poco, conseguí apaciguarme. Alcé los párpados y vi, enfrente de mí. unas vidrieras. El cristal de color primero me atrajo y luego, por un mecanismo de asociación, me hizo retroceder a cierto acontecimiento que había quedado grabado en una zona casi inaccesible de mi conciencia. Aquélla fue la tercera y más decisiva sorpresa del día. Desde ahí, el curso de los hechos se desvió definitivamente del plan absurdo que había estado manoseando durante la madrugada.

El acontecimiento en cuestión había tenido lugar unos tres meses antes, y a primera vista no tenía mayor trascendencia. Viajando hacia algún otro sitio, se me había hecho de noche en León. Había dormido allí y por la mañana, antes de seguir camino, había ido a visitar la catedral. Alguien me la había recomendado y siempre había tenido el vago propósito de ir a verla, así que aproveché para perder un cuarto de hora en saldar aquel viejo débito.

Era temprano, las nueve de un martes o un miércoles. Al entrar en el templo, me recibió el grandioso espectáculo de sus vidrieras, encendidas por la luz blanca de una mañana encapotada. Por lo demás, la catedral estaba sumida en una semioscuridad en la que costaba distinguir los objetos. Avancé hacia el centro de la nave y me senté entre e¡ coro y el altar mayor. Las capillas que rodeaban el altar estaban iluminadas por unos focos que apuntaban hacia sus bóvedas de crucería. El juego de luces y sombras, bajo la orgía de colores de las vidrieras, era sobrecogedor.

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