Lorenzo Silva - El Urinario

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Texto construido desde una advertida ilusión documental y precedido de una nota donde el autor nos invita a leer sus jóvenes palabras conjuntamente con otras dos novelas escritas con posterioridad (La flaqueza del bolchevique y El angel oculto) El urinario, de Lorenzo Silva, nos introduce en el territorio obsceno de dos cartas en las cuales la subjetividad de un exitoso y joven asesor bancario rumia sus frustraciones, sus fantasías, sus sueños y su crítica visión del mundo al que pertenece: `En casi todos los momentos señalados de mi vida, ha habido un urinario`, confiesa el personaje, para completar, más adelante`[…] el urinario, donde se vierte la destilación de toda la inmundicia del alma`. En efecto, la atmósfera asfixiante del desencanto, la lúcida ironía de la autocrítica y los fantasmas que habitan en la escritura de las cartas, convierten esta novela-urinario en una gran metáfora que reproduce ese momento de intimidad por todos alguna vez (o frecuentemente) experimentado: cuando en la soledad de un pequeño cuarto, vacío como una página, arrojamos rabias, decepciones, ocultos e insatisfechos deseos… contra el rostro mudo que nos contempla, irremediable como la vida, desde el espejo.

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A unos diez metros de mí, en el centro de un grupo de sillas dispuestas en semicírculo, cada una con su correspondiente atril, un hombre afinaba un fagot. Tocaba muy despacio, acechando perezosamente un par de notas que se le resistían. Aparte de él y de mí, nadie había en la catedral. Él me daba la espalda y yo procuré no mirarle. El instrumento resonaba, solemne y poderoso, en medio de la extraña atmósfera de la nave. Me quedé contemplando las vidrieras, las bóvedas iluminadas, el altar difuminado entre las sombras. Algo me obligaba a seguir viaje: una cita a determinada hora, un asunto que tenía que resolver en un plazo. Me fui de allí a los cinco minutos, casi corriendo y maldiciendo entre dientes. Aparentemente, esto fue todo.

Pero tres meses después, ante los mucho más sencillos cristales de colores de la Stiftskirche , reconocí, sin género de duda, que durante aquellos cinco minutos había habitado el paraíso. Y no sólo experimenté la nostalgia de lo que entonces no había descifrado de forma adecuada. Sufrí, escapando a la inercia destructiva de los últimos días, la avidez de regresar a aquel reino, dondequiera que se ocultase: entre los muros de esa catedral o en cualquier otro lugar donde pudiera volvérseme a ofrecer. Recapacité sobre lo que había escrito hacía unas pocas horas. Era insensato terminar en tierra extranjera, rendido a una desesperación agravada por la lejanía. Nada me autorizaba a decidir sin saber si alguna otra mañana el reino podría extenderse ante mis ojos. Tenía que volar a casa y resolver allí. Sólo donde la ilusión había nacido cabía exterminarla.

Así que tomé el tren, cogí el avión y aterricé en Madrid un minuto antes de la hora que prometía el billete. Mientras el taxista se quejaba acerca del exceso de taxis que había en la ciudad, proponiendo, para rehabilitar el negocio, que se retirasen unos pocos miles de licencias entre las que por supuesto no se cómase la suya, comprendí, aliviado, que había dejado atrás Babel y su confusión de intenciones y lenguas. No podía apoyar las pretensiones de aquel sujeto, pero su diáfano egoísmo me pareció una bendición comparado con las delicuescentes maquinaciones de quienes me habían rodeado en los últimos días y de todos aquellos cuyos intereses defendíamos.

Luego pasé a recoger a Natalia, y fue un buen sábado, porque no había boda y vimos una tierna película polaca en un cine al que no solían ir sus amigos ni los amigos de sus hermanos.

Anoche, de la forma más sorprendente, me libré de Katia. Para ser más exactos, me libraron. Eso, si en el mundo en que todo sucedió, el de las muchachas soñadas, existen reglas que estipulan cuándo y cómo pueden derrocarse unas a otras, arrebatándose la presa del durmiente. Si tales reglas no existen, puedo pensar {o mejor, he pensado), que la propia Katia consintió en liberarme y apartarse. Quizá sus pequeñas hermanas lograron al fin despertarla del balazo que el teniente creyó infligirle y ¡as tres han vuelto a esconderse en la pieza secreta del ático.

El milagro tuvo lugar lejos de la mansión bajo la lluvia, en un escenario recuperado de mi adolescencia donde sólo estuve, antes de anoche, otra vez que había olvidado. La ocasión venía a ser, aproximadamente, la misma que me llevó hace once años a aquel espacioso chalet en las afueras.

Gloria era, con mucho, la de más acaudalada familia entre mis compañeros de bachillerato, hasta tal punto que a muchos nos chocaba que acudiera a un instituto público. El día era el de su cumpleaños y algunos escogidos habíamos sido invitados a una fiesta en su casa, donde nos reunió con el resto de sus amistades. Yo no tenía mucha confianza con ella, ni tampoco los oíros. Supongo que habíamos sido convocados a aquella fiesta, en última instancia, porque habíamos decidido ofrecerle el único papel femenino en la obra teatral que ese año habíamos representado con motivo del fin de curso. A ninguno nos seducía especialmente Gloria, pero yo daba en dirigir el montaje de la obra y de todas las chicas disponibles era la única que, en mi criterio, combinaba una cara agraciada (y bonitos ojos claros, y un suave cabello rubio) con una voz interesante.

Anoche, en mi sueño, volvía a ser su decimoséptimo cumpleaños. Nos recibió en la puerta, sonriente y más arreglada que de ordinario, como nos había recibido la primera vez. Gloria era una muchacha simpática, buena estudiante, y lo bastante educada como para no hacernos notar que los pisos en que nosotros vivíamos eran más baratos que su piscina. Le entregué el libro, un regalo modestísimo si se tenía en cuenta que lo financiábamos entre seis, y tras deshacer el envoltorio aseguró tener muchas ganas de leerlo (era un libro que estaba de moda; un par de años después yo lo saqué de la biblioteca pública y he de confesar que me pareció efectista y ramplón). Nos hizo pasar a través de la casa hasta el jardín trasero, donde se celebraba la fiesta al borde de la piscina. Podían ser las cinco de una tarde tibia, como de mayo.

Ésta fue la primera señal. Hace once años llegamos a las ocho, casi anocheciendo, porque Gloria hacía los años en julio, y había que dejar que el sol cayera para que la temperatura fuese agradable en el jardín. Me detuve y reflexioné durante un instante. Entonces, abandonando aquel episodio enredado en las mallas de mi memoria, volví a tener mi edad actual y también se produjo una súbita traslación física. De pronto yo no estaba en el jardín, sino mirando la fiesta desde dentro de la casa, detrás de una gran puerta acristalada. Gloria y los otros charlaban sentados alrededor de una mesa. Desde lejos venía una música que sí podía ser de aquella época. Alguien se acercó por mi derecha.

– Cuánto tiempo -dijo.

Me volví y vi a una mujer de unos cuarenta años, físicamente muy semejante a Gloria, envuelta en un ligero vestido de verano. Llevaba una cadena de oro alrededor del cuello y sus dedos jugueteaban con ella. Aunque reparé en las arrugas que se insinuaban alrededor de sus párpados, y aunque en lo demás sus facciones eran casi idénticas, me pareció no sólo mucho más atractiva que Gloria, sino también más juvenil {mi compañera de clase vestía con cierta gravedad, siempre llevaba pantalones y gastaba una melena bastante más corta que aquella deslumbrante cabellera rubia). Supe al instante que era su madre. También su nombre, inusual e inquietante como la expresión de su rostro: Águeda. Y es curioso que lo supiera, porque de la madre de la verdadera Gloria no recuerdo nada en absoluto.

– ¿No me reconoces? -preguntó.

– Sí -repuse, como si no me asombrara reconocerla.

– Ahora eres un hombre.

– Si quieres llamarlo así.

– Yo soy una anciana -se retrajo, bajando la vista-. Estoy segura de que ya no te gusto.

En aquel mundo, por lo que se deducía de sus palabras, Águeda me había gustado y teníamos un velado pasado común. De aquel pasado poca cosa me atrevía a suponer. Del presente me llamaban la atención un par de cosas inexplicables; que ella siguiera teniendo cuarenta años cuando yo había rebasado los veintiocho, y que conversase conmigo mientras los demás, los adolescentes, celebraban su fiesta en el jardín. Pero había algo cierto e indudable: la madre de Gloria (aquella madre de Gloria) me hechizaba. Y no lo oculté:

– Me gustas más que nunca. Más que nadie de quien ahora me acuerde.

– ¿De veras? -fingió extrañarse, mordisqueando su cadena.

– ¿Dónde has estado durante todo este tiempo? Me has hecho muerta falta -declaré, absorto en sus insondables ojos verdes.

– He estado por aquí, esperando. No imaginas cuánto me alegra que hayas decidido regresar.

Durante medio minuto, ninguno habló. Observábamos a los adolescentes y lamentábamos el tiempo perdido. Yo, circunspecto; Águeda con un gesto de irónica mansedumbre.

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