Detrás de los muros del alcázar de Córdoba, la biblioteca de al-Hakam II contenía un resumen abrumador del Universo. En las páginas de cada uno de los libros cuyo recuerdo ha llegado a nosotros latía una minuciosa voluntad de contarlo y entenderlo todo. El año 961, recién llegado al trono, al-Hakam recibió un presente ofrecido por el obispo Recemundo o Rabí, aquel que había sido embajador del difunto Abd al-Rahman III. Se trataba, desde luego, de un libro, porque los cortesanos sabían que ningún otro regalo podría ser más grato al nuevo califa: el Calendario de Córdoba , cuyo manuscrito, perdido durante siglos, fue encontrado hacia 1860 por Reinhart Dozy en la Biblioteca Nacional de París. Basta la lectura de su primera página para comprender, con un poco de nostalgia y de envidia, que hubo un tiempo en que la ciencia y la poesía se aliaban en una misma pasión por el conocimiento: «… he aquí un libro destinado a recordar los períodos y las estaciones del año, el número de los meses y de los días que cada uno cuenta, el curso del sol a través de los signos del zodíaco y de las mansiones, los puntos extremos en que se levanta, la medida de su declinación y de su elevación, el tamaño variable de las sombras que hace proyectarse en el momento de su paso por el mediodía, el regreso periódico de las estaciones, la sucesión de los días con el aumento y la mengua de su duración, la estación fría y la cálida y aquellas, templadas e intermedias, que las separan, la fijación de la fecha del comienzo de cada estación, el número de los días que contiene según la doctrina de los astrónomos que se ocupan de calcular la posición y el movimiento de los cuerpos celestes, y según la de los médicos antiguos que determinaron las estaciones y las naturalezas que se relacionan con ellas, pues en la división del año, aparecen entre las categorías de sabios divergencias que serán mencionadas en su lugar, si Dios lo quiere…».
La administración de la gran biblioteca no era menos complicada que la de un reino. La dirigía el eunuco Tarid, que tenía como secretaria a la poetisa Lubna, célebre por su belleza y por su erudición, y los jefes de sus encuadernadores y copistas eran Abul Fadal el siciliano y el calígrafo Zafr al-Bagdadí, que había venido de Oriente por invitación expresa de al-Hakam, trayendo consigo un valioso cargamento de papel de Samarcanda y de cálamos de las marismas del Tigris. Dice Ibn Hazm que el catálogo de aquella biblioteca llenaba cuarenta y cuatro cuadernos de cincuenta folios cada uno. Casi ningún rey del mundo poseía tantas monedas de oro como al-Hakam: ningún otro pudo enorgullecerse de poseer cuatrocientos mil libros. Su número aumentaba a tal velocidad que no bastaban las habitaciones del palacio para contenerlos. Llenaban hasta el techo las paredes de las habitaciones y de los corredores, y cuando ya no había sitio donde guardarlos se amontonaban en el suelo. Cuando se decidió cambiar de sitio la biblioteca duró seis meses la mudanza. No sólo era un coleccionista maniático: también un lector escrupuloso y voraz. Según iba leyendo anotaba sus reflexiones en los márgenes, y consignaba siempre la fecha en que concluyó la lectura y el nombre y la patria del autor de cada volumen. Recibía en los salones dorados de Madinat al-Zahra a embajadores de reinos lejanos que se humillaban a sus pies y gobernaba ejércitos y escuadras de navíos de guerra, pero al final de las interminables ceremonias, cuando el último de los poetas cortesanos acababa de recitar ante él sus versos adulatorios, prefería regresar, ya de noche, al interior de las murallas de Córdoba, a las estancias del alcázar donde estaban sus libros y donde los copistas seguían trabajando a la luz de los candiles de aceite. Contaba los lomos alineados, los rollos de papiro traídos de Alejandría, lo embriagaban tenuemente los olores dispares del pergamino y del papel, de la tinta fresca, del polvo, del aceite quemado. El ruido de los cálamos deslizándose sobre las hojas pulidas con un huevo de cristal era tan incesante y monótono como el de la lluvia en una tarde de invierno: lo alarmaba el rumor de una carcoma invisible, el de las uñas de un ratón moviéndose en las sombras donde no penetraba el brillo de las velas. Tenía miedo del fuego y de la sinrazón que exterminan los libros. Examinaba la irreprochable caligrafía de una página y encontraba en ella la misma hermosura que testimonia en la naturaleza la huella de un designio divino.
Como Ibn Rabbihi, cuya enciclopedia sin duda guardaba en su biblioteca, al-Hakam habría querido saberlo todo y poseer y leer todos los libros. Su reino se extendía desde las estepas despobladas del Duero hasta el norte de África, pero tal vez toda esa dilatada geografía le era más desconocida y ajena que su otro dominio, el imperio silencioso y dócil de las palabras escritas. Su devoción sin fanatismo le acentuaba el deseo de saber: una tradición profética dice que nadie es más importante para Dios que un hombre que aprendió una ciencia y la enseñó a las gentes. «Un musulmán no puede regalar a su hermano nada mejor que una palabra de sabiduría. Si Dios te conduce hacia un solo hombre sabio es mejor para ti que la posesión del mundo y de todo lo que contiene».
Pero el destino de la biblioteca de al-Hakam, y el de casi todas las de Córdoba fue tan cruel como el del palacio imaginado y construido por su padre. Algunos años después de la muerte del califa, el primer ministro al-Mansur, para congraciarse con el peligroso fanatismo de los alfaquíes, ordenó que la biblioteca fuera expurgada de todos los libros sospechosos de herejía. Miles de volúmenes fueron arrojados a los patios del alcázar y ardieron en hogueras que el mismo al-Mansur ayudaba a atizar. El fuego ya nunca se detuvo: durante la guerra civil en la que se hundió el Califato, a principios del segundo milenio, el alcázar fue saqueado, y los libros que no ardieron entonces acabaron malvendidos por los zocos a precios de papel viejo o se dispersaron sin remedio por las ciudades de al-Andalus y los países del Islam. Del edificio donde había atesorado sus libros el cadí Ibn Futais no quedaba nada a los pocos años de su muerte. Sus herederos, arruinados por los saqueos y motines de la guerra civil, subastaron aquella biblioteca que había sido la segunda de Córdoba, obteniendo un beneficio de cuarenta mil monedas de oro.
Cinco siglos después, recién concluida la conquista de Granada, el cardenal Cisneros ordenó quemar públicamente en la plaza de Bib Rambla millares de libros musulmanes. Tal vez en algunos de ellos habría anotaciones marginales escritas por al-Hakam II. De los cuatrocientos mil volúmenes que poseyó, sólo uno ha llegado a nosotros: lo encontró Levi-Provençal en 1938, en una biblioteca de Fez. Borges habla de unos bárbaros que quemaban todos los libros porque temían que contuvieran insultos a su dios, que era una espada de hierro: los inquisidores españoles, cuando veían los libros escritos en árabe-«rubricados con letras coloradas y azules, con curiosas pinturas y caracteres», dice Ribera- sospechaban siempre que tratarían asuntos de perjurios y encantamientos. En un manuscrito que se conserva en la biblioteca universitaria de Valencia hay una nota en catalán que dice: «Este libro me lo encontré yo, Jaime Ferrán, en el pueblo de Laguar, después que los moriscos subieron a la sierra, y como es letra arábiga, jamás he hallado quien sepa leerlo. Tengo miedo no sea el Alcorán de Mahoma». Ribera, que es quien cuenta la historia, lo leyó: el libro que tanto miedo daba a aquel hombre era una gramática.
En las proximidades del alcázar, en un mezquino zaguán de la medina de Córdoba, un hombre joven, alto, de facciones regulares, de modales seguros, aunque un poco provincianos, se gana la vida escribiendo con aseada y rápida caligrafía memoriales y solicitudes que se dirigirán a las oficinas del califa, pero se nota en seguida que desconoce la serenidad innata de los otros calígrafos, que levanta los ojos cada vez que se abren o se cierran las puertas de bronce dorado, como si considerase la posibilidad de cruzarlas clandestinamente, como si su verdadera vida no estuviera allí, en su portal de escribano, sino al otro lado de las puertas del palacio real, de las ventanas con celosías desde donde dicen que miran las embozadas mujeres del harén y los eunucos de voz débil y ojos claros, los guardianes del trono, los dueños del poder. Este hombre, Muhammad ibn Abi Amir, vino hace algunos años de su lejana provincia, Algeciras, la al-Yacirat al-Jadra o Isla Verde, donde hace ya cerca de tres siglos desembarcaron los primeros invasores musulmanes. Orgullosamente puede remontar la pureza de su linaje árabe hasta aquellos tiempos heroicos, sin necesidad de pagar a uno de tantos genealogistas embusteros que son capaces de inventarle a cualquiera todo un catálogo de antepasados gloriosos. Su familia, los amiríes, tiene su origen en la misma Arabia, en las tribus nómadas y guerreras del Yemen que participaron en la fundación del Islam, y mucho antes de que el primer omeya desembarcara en las costas de al-Andalus los amiríes ya estaban enraizados aquí: uno de ellos, Abd al-Malik, combatió en el ejército de Tariq ibn Ziyad, recibiendo como botín por su coraje el señorío de un castillo y de unas tierras en la comarca de Algeciras, que tres siglos después seguían perteneciendo a la familia.
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