Antonio Molina - Córdoba de los Omeyas

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Después de una bella y sugestiva introducción a la ciudad, Antonio Muñoz Molina narra para el lector la historia de la Córdoba musulmana, desde el año 711, en el que los invasores del norte de África conquistan el lugar, hasta las guerras civiles que desintegran el califato, haciendo posible que en 1236 Fernando III de Castilla se apoderara de lo que fue capital de los califas. Entre las estampas que componen el libro destacan los capítulos dedicados al primer emir cordobés, Abd al-Rahman I, a la vida cotidiana de la ciudad laberinto, con interesantes detalles significativos sobre las costumbres, las casas y la mentalidad de la época, a la Córdoba de Abd al-Rahman II, Ziryab y el mártir cristiano san Eulogio, Abd al-Rahman III y la mezquita, el extraordinario personaje que es al-Mansur, etc. Con una prosa de gran escritor, todo este magnífico pasado cordobés revive admirablemente con una brillantez insólita que hace de esta evocación una verdadera obra maestra.
Ésta es una colección de retratos de ciudades en sus momentos más brillantes, curiosos y significativos. Su ambiente, su vida cotidiana, sus personajes, sus mitos y anécdotas, la configuración urbana y sus características, el arte y la literatura, los restos más importantes de la época que aún se conservan y que pueden ser objeto de una especie de itinerario turístico, cultural o nostálgico, todo lo que contribuyó a hacer la leyenda y la historia de una ciudad en el período de mayor fama, se recoge en estas páginas de evocación del pasado. Grandes escritores que se sienten particularmente identificados con la atmósfera y el hechizo de estas ciudades de ayer y de hoy resumen para el lector contemporáneo lo que fue la vida, la belleza y a menudo el drama de cada uno de estos momentos estelares de la historia que se encarnan en un nombre de infinitas resonancias.

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La primera tarea de las mujeres que no tienen quien les sirva es amasar el pan, que se lleva a cocer a un horno público. Un mozo de la tahona reparte luego por las casas los panes recién hechos, grandes hogazas olorosas dispuestas en una tabla que sostiene sobre su cabeza, y que dejarán por donde pase el rastro de su aroma caliente. A media mañana el hombre regresa del zoco con la compra, o se la hace traer a un esportillero a cambio de unas monedas. La comida de mediodía es muy frugal, sobre todo en verano: pan, ensalada de lechuga, aceitunas, queso. Desde abril hasta octubre se prodigan en la mesa los frutos de las huertas de al-Andalus cuya sabrosa variedad admiran los viajeros de Oriente, las alcachofas, las berenjenas, el melón, las ciruelas, los melocotones, las sandías, las granadas, los membrillos, las manzanas y las cerezas de Granada, las naranjas, los limones y los plátanos de Almuñécar, las uvas y los higos de Málaga. En casa de los pobres, la carne sólo se comía en las grandes fiestas, como la de los Sacrificios, cuando cada padre de familia adquiría un cordero, aunque le costase quebrantos y deudas: el resto del año, como en la Europa cristiana, la alimentación común era el pan y las sopas de harina, la harisa , una papilla de trigo cocido con grasa a la que a veces se añadía un poco de carne picada, y también los purés de lentejas, de habas de garbanzos, las sopas de levadura y de hierbas, hinojo, ajo, alcarabea. El vino, prohibido por el Corán, no faltaba en las mesas de Córdoba. En el arrabal de la Saqunda, junto al puente, hubo una famosa bodega regentada por taberneros mozárabes, pero no eran sólo cristianos los que acudían a ella, para escándalo de los severos alfaquíes. De al-Hakam I dicen que era tan dado a la bebida como poco adicto a las costumbres piadosas, y en la mezquita mayor, durante la oración de los viernes, se levantaban voces anónimas que le gritaban: «¡Borracho, ven a rezar!».

La casa era el reino secreto de las mujeres, de las voces que hablaban en voz baja, una claustrofobia de paredes cerradas y de gestos y pasos amortiguados por el silencio, el centro mismo del mundo y el retiro absoluto. Sólo en ella se hacía visible la palidez de los rostros sin velo, lo que nadie podía mirar, lo que ni siquiera nos está permitido que adivinemos. Mujeres que hilan o amasan el pan, que suben a las azoteas para contemplar un largo paisaje de alminares y tejados, de palmeras solas y montañas azules. Mujeres sentadas al fondo de habitaciones umbrías, escuchando una ciudad tan lejana como el ruido del mar. Algunas veces sus amantes, para enviarles una carta -dice Ibn Hazm-, usan palomas mensajeras. El corazón de Córdoba es una cámara sellada: el vaticinio de las estancias umbrosas que según el Corán gozan en la otra vida los creyentes. Con orgullo, con una irreverencia que afirma el gusto soberano de vivir en el mundo, Ibn Jafaya escribió:

No existe el jardín del Paraíso sino en vuestras moradas.
Si yo tuviera que elegir, con éste me quedaría.
No penséis que mañana entraréis en el fuego eterno:
no se entra en el Infierno tras vivir en el Paraíso.

V. EL MÚSICO DE BAGDAD Y EL TEÓLOGO FURIOSO

Es muy probable que Ziryab el bagdadí y Eulogio de Córdoba no llegaran a encontrarse nunca, aunque sin duda oirían hablar el uno del otro, y tal vez Eulogio, que era más joven que Ziryab, vio a éste por las calles de la medina, montado en un caballo con gualdrapas lujosas y precedido por un séquito de esclavos. Los dos vivieron en Córdoba durante el largo reinado de Abd al-Rahman II, que duró treinta años. Los dos sobrevivieron al emir. Ziryab, viejo y cargado de celebridad y riqueza, murió en el 857, en su casa de campo del arrabal de al-Rusafa. Eulogio, dos años después, decapitado públicamente y exaltado en seguida a la santidad por sus correligionarios mozárabes. Ziryab era un hijo de libertos, un desterrado sin patria que vino a encontrarla en Córdoba y que ya nunca quiso abandonar la ciudad. Eulogio, un descendiente de patricios hispanogodos cuyo linaje era muy anterior a la llegada de los musulmanes y que mantuvieron siempre orgullosamente su condición de cristianos. Ziryab, cuando nació, estaba destinado a ser un comerciante menesteroso en los zocos de Bagdad, igual que sus padres, esclavos liberados por el califa abbasí al-Mahdi. A Eulogio lo educaron para vivir entre los señores del mundo: un hermano suyo, sin abjurar del cristianismo, había alcanzado una alta posición en el palacio del emir, y otros tres se dedicaban provechosamente al comercio de bienes lujosos. Su abuelo, un rígido aristócrata, maldecía por lo bajo y se santiguaba cuando oía la invocación de los almuédanos, esa doble injuria a su fe cristiana y a su estirpe visigoda. Eulogio quiso vivir como un asceta y se obstinó con furia en morir como un mártir. A lo largo de los setenta años de su vida, Ziryab se consagró a gustar los placeres de la música, del amor, de la comida, del vino, de la inteligencia. A Eulogio lo torturaba la vejación de su ciudad invadida, de sus palacios usurpados por advenedizos, de su lengua y su religión suplantadas por las de un falso profeta, encarnación del anticristo del Apocalipsis. Ziryab practicaba muy tibia y respetuosamente las normas del Islam, y agradecía al azar que lo hubiera traído a esta tierra conquistada hacía más de un siglo por los musulmanes. Es probable que los dos amaran a Córdoba con una pasión semejante, y que murieran felices, gozando cada uno la plenitud de sus vocaciones adversas: la música que Ziryab trajo a al-Andalus sigue viviendo en las nubas de los cantores marroquíes y en algunas modulaciones y desgarros del flamenco español; Eulogio es un santo de la Iglesia católica, y sus reliquias tuvieron fama durante siglos de extremadamente milagrosas.

El verdadero nombre de Ziryab era Abul-Hasan Alí ibn Nafi, y había nacido en Mesopotamia el año 789. Parece que le llamaron Ziryab porque su tez oscura y su hermosa voz recordaban a un pájaro cantor de plumaje negro que tenía ese nombre: el mirlo. En Bagdad, la ciudad circular fundada en el desierto por los abbasíes, cerca de las ruinas de Babilonia, fue discípulo del músico Ishaq al-Mawsulí, predilecto del califa Harun al-Rashid, cuyo nombre ha perdurado en Occidente gracias a los cuentos de Las mil y una noches . Como Giotto en el taller de Cimabue y Leonardo en el de Verrocchio, Ziryab es ese discípulo joven y poseído por una gracia innata que deja muy pronto atrás la voluntariosa técnica de su maestro. Para Ishaq al-Mawsulí, en el genio de Ziryab había algo de ingratitud e insolencia: él mismo, más que nadie, estaba dotado para admirar a su alumno, pero no lo podía admirar sin rencor, sin ese odio oculto de hombre viejo y experto hacia el adolescente que alguna vez lo desalojará de la vida. Que esta historia sea verdad o mentira tiene una importancia secundaria: lo que importa es su fidelidad a un exacto arquetipo. En cierta ocasión, el califa Harun al-Rashid, devoto de la música, que es un arte sagrado, aunque algunas veces los teólogos lo reputen de impío, pide a Ishaq al-Mawsulí que lleve a su presencia a su mejor discípulo. Al-Mawsulí elige a Ziryab, imaginando que repetirá dócilmente las canciones que él le ha enseñado. Pero el muchacho, cuando se encuentra ante el califa, adquiere una inusitada arrogancia. «Sé cantar lo que otros saben -le dice- pero además sé lo que otros no saben. Si tú quieres, cantaré lo que jamás ha escuchado nadie».

Harun al-Rashid quiso oír esa música que nadie había conocido. Ziryab cantó, pero renunció a usar el laúd de su maestro, y tocó el que él mismo había inventado, que no tenía cuatro cuerdas, como era usual, sino cinco, la segunda y la cuarta de seda roja, la primera, la tercera y la quinta, de color amarillo, hechas con tripas de cachorro de león. El plectro con que las pulsó era una garra de águila, y no una púa de madera, como las conocidas hasta entonces. No sabemos imaginar cómo sonaría aquella música ni qué sintió Harun al-Rashid al oírla, tal vez asombro y fervor y una gratitud ilimitada. Cuando se hizo el silencio, pidió apasionadamente a Ziryab que cantara de nuevo, y que volviera al otro día a palacio. Pero Ziryab nunca volvió, y el califa no llegó a conocer la razón de su ausencia. El único que la sabía era el vengativo maestro Ishaq al-Mawsulí. «Me has engañado indignamente -cuenta Dozy que le había dicho a su discípulo- ocultándome toda la extensión de tu talento. Estoy celoso de ti, como lo están siempre los artistas iguales que cultivan el mismo arte. Además, has agradado al califa y sé que pronto vas a suplantarme en su favor. Si no fuera porque te conservo un resto de cariño de maestro, no tendría el menor escrúpulo en matarte. Elige, pues, entre estos dos partidos: o ve a establecerte lejos, jurándome que nunca volveré a oír hablar de ti, o quédate contra mi voluntad, y entonces todo lo arriesgaré para perderte».

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