Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– ¿Quiere un café, don Gustavo? Se está usted poniendo amarillo.

– Por favor.

Fui a por el termo y le preparé una taza con ocho terrones de azúcar. Se lo bebió de un trago.

– ¿Mejor?

– Remontando. Como iba diciendo, el caso es que don Manuel estaba de guardia el día en que llevaron el cuerpo de Julián Carax al servicio de necropsias, en septiembre de 1936. Por supuesto, don Manuel no se acordaba del nombre, pero una consulta a los archivos, y una donación de veinte duros a su fondo de retiro, le refrescaron la memoria notablemente. ¿Me sigues?

Asentí, casi en trance.

– Don Manuel recuerda los pormenores de aquel día porque según me contó aquélla fue una de las pocas ocasiones en que se saltó el reglamento. La policía alegó que el cadáver había sido encontrado en un callejón del Raval poco antes del amanecer. El cuerpo llegó al depósito a media mañana. Llevaba encima sólo un libro y un pasaporte que le identificaba como Julián Fortuny Carax, natural de Barcelona, nacido en 1900. El pasaporte llevaba un sello de la frontera de La Junquera, indicando que Carax había entrado en el país un mes antes. La causa de la muerte, aparentemente, era una herida de bala. Don Manuel no es médico, pero con el tiempo se ha aprendido el repertorio. A su juicio, el disparo, justo sobre el corazón, había sido realizado a quemarropa. Gracias al pasaporte se pudo localizar al señor Fortuny, padre de Carax, que acudió aquella misma noche al depósito a realizar la identificación del cuerpo.

– Hasta ahí todo encaja con lo que contó Nuria Monfort.

Barceló asintió.

– Así es. Lo que no te dijo Nuria Monfort es que él, mi amigo don Manuel, al sospechar que la policía no parecía tener mucho interés en el caso, y al haber comprobado que el libro que se había encontrado en los bolsillos del cadáver llevaba el nombre del fallecido, decidió tomar la iniciativa y llamó a la editorial aquella misma tarde, mientras esperaban la llegada del señor Fortuny, para informar de lo sucedido.

– Nuria Monfort me dijo que el empleado de la morgue llamó a la editorial tres días después, cuando el cuerpo ya había sido enterrado en una fosa común.

– Según don Manuel, él llamó el mismo día en que el cuerpo llegó al depósito. Me dice que habló con una señorita que le agradeció el que hubiese llamado. Don Manuel recuerda que le chocó un tanto la actitud de dicha señorita. Según sus propias palabras «era como si ya lo supiese».

– ¿Qué hay del señor Fortuny? ¿Es cierto que se negó a reconocer a su hijo?

– Eso es lo que más me intrigaba a mí. Don Manuel explica que al caer la tarde llegó un hombrecillo tembloroso en compañía de unos agentes de la policía. Era el señor Fortuny. Según él, eso es lo único a lo que uno no llega nunca a acostumbrarse, el momento en que los allegados vienen a identificar el cuerpo de un ser querido. Don Manuel dice que es un lance que no le desea a nadie. Según él, lo peor es cuando el muerto es una persona joven y son los padres, o un cónyuge reciente, quienes tienen que reconocerle. Don Manuel recuerda bien al señor Fortuny. Dice que cuando llegó al depósito apenas podía sostenerse en pie, que lloraba como un niño y que los dos policías le tenían que llevar de los brazos. No paraba de gemir: «¿Qué le han hecho a mi hijo?, ¿qué le han hecho a mi hijo?»

– ¿Llegó a ver el cuerpo?

– Don Manuel me contó que estuvo a punto de sugerirles a los agentes que se saltasen el trámite. Es la única vez que se le pasó por la cabeza cuestionar el reglamento. El cadáver estaba en malas condiciones. Probablemente llevaba más de veinticuatro horas muerto cuando llegó al depósito, no desde el amanecer como alegaba la policía. Manuel temía que cuando aquel viejecillo lo viese, se rompería en pedazos. El señor Fortuny no paraba de decir que no podía ser, que su Julián no podía estar muerto… Entonces don Manuel retiró el sudario que cubría el cuerpo y los dos agentes le preguntaron formalmente si aquél era su hijo Julián.

– El señor Fortuny se quedó mudo, contemplando el cadáver durante casi un minuto. Entonces se dio la vuelta y se marchó.

– ¿Se marchó?

– A toda prisa.

– ¿Y la policía? ¿No se lo impidió? ¿No estaban allí para identificar el cadáver?

Barceló sonrió con malicia.

– En teoría. Pero don Manuel recuerda que había alguien más en la sala, un tercer policía que había entrado sigilosamente mientras los agentes preparaban al señor Fortuny y que había presenciado la escena en silencio, apoyado en la pared con un cigarrillo en los labios. Don Manuel le recuerda porque cuando le dijo que el reglamento prohibía expresamente fumar en el depósito, uno de los agentes le indicó que se callara. Según don Manuel, tan pronto el señor Fortuny se hubo marchado, el tercer policía se acercó, echó un vistazo al cuerpo y le escupió en la cara. Luego se quedó con el pasaporte y dio órdenes de que el cuerpo fuese enviado a Can Tunis para ser enterrado en una fosa común aquel mismo amanecer.

– No tiene sentido.

– Eso pensó don Manuel. Sobre todo porque aquello no casaba con el reglamento. «Pero si no sabemos quién es este hombre», decía él. Los policías no dijeron nada. Don Manuel, airado, les increpó: «¿O lo saben ustedes demasiado bien? Porque a nadie se le escapa que lleva por lo menos un día muerto.» Obviamente, don Manuel se remitía al reglamento y no tenía un pelo de tonto. Según él, al escuchar sus protestas, el tercer policía se le acercó, le miró a los ojos fijamente y le preguntó si le apetecía unirse al finado en su último viaje. Don Manuel me contó que se quedó aterrado. Que aquel hombre tenía ojos de loco y que no dudó un instante de que hablaba en serio. Murmuró que él sólo trataba de cumplir con el reglamento, que nadie sabía quién era aquel hombre y que por tanto todavía no se le podía enterrar. «Este hombre es quien yo diga que es», replicó el policía. Entonces cogió la hoja de registro y la firmó, dando por cerrado el caso. Don Manuel dice que esa firma no la olvidará jamás, porque en los años de la guerra, y luego durante mucho tiempo después, volvería a encontrarla en decenas de hojas de registro y defunción de cuerpos que llegaban no se sabía de dónde y que nadie conseguía identificar…

– El inspector Francisco Javier Fumero…

– Orgullo y bastión de la Jefatura Superior de Policía. ¿Sabes lo que significa eso, Daniel?

– Que hemos estado dando palos de ciego desde el principio.

Barceló tomó su sombrero y su bastón y se dirigió hacia la puerta, negando por lo bajo.

– No, que los palos van á empezar ahora.

40

Pasé la tarde velando aquella funesta carta que me anunciaba mi incorporación a filas y esperando señales de vida de Fermín. Pasaba ya media hora del horario de cierre y Fermín seguía en paradero desconocido. Cogí el teléfono y llamé a la pensión en la calle Joaquín Costa. Contestó doña Encarna, que dijo con voz de cazalla que no había visto a Fermín desde aquella mañana.

– Si no está aquí en media hora, cenará frío, que esto no es el Ritz. No le ha pasado nada, ¿verdad?

– Descuide, doña Encarna. Tenía un recado pendiente y se habrá retrasado. En todo caso, si le viera usted antes de acostarse, le agradecería muchísimo que le dijera que me llamase. Daniel Sempere, el vecino de su amiga la Merceditas.

– Pierda cuidado, aunque le prevengo, yo a las ocho y media me meto en el sobre.

Acto seguido llamé a casa de Barceló, confiando en que tal vez Fermín se hubiese dejado caer por allí para vaciarle la despensa a la Bernarda o arramblarla en el cuarto de planchar. No se me había ocurrido que sería Clara quien contestase al teléfono.

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