Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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Al llegar a Els Quatre Gats, nuestro hombre de incógnito tomó una mesa a pocos metros de la nuestra y fingió releer por enésima vez las incidencias de la jornada de liga de la semana anterior. Cada veinte segundos nos lanzaba una mirada de soslayo.

– Pobrecillo, mire cómo suda -dijo Fermín, sacudiendo la cabeza-. Le veo un tanto disperso, Daniel. ¿Ha hablado con la nena o no?

– Se ha puesto su padre.

– ¿Y han tenido una conversación amigable y cordial?

– Más bien un monólogo.

– Ya veo. ¿Debo entonces inferir que todavía no le trata de papá?

– Me ha dicho textualmente que me iba a arrancar el alma a hostias.

– Será un recurso estilístico.

Al punto, la silueta del camarero se cernió sobre nosotros. Fermín pidió comida para un regimiento, frotándose las manos de anhelo.

– ¿Y usted no quiere nada, Daniel?

Negué. Al regresar el camarero con dos bandejas repletas de tapas, bocadillos y cervezas varias, Fermín le soltó un buen doblón y le dijo que podía quedarse la propina.

Jefe, ¿ve usted a ese individuo de la mesa junto a la ventana, el que va vestido de Pepito Grillo y tiene la cabeza metida dentro del periódico, a modo de cucurucho?

El camarero asintió con aire de complicidad.

– ¿Me haría el favor de ir y decirle que el inspector Fumero le envía recado urgente de que acuda ipso facto al mercado de la Boquería a comprar veinte duros de garbanzos hervidos y llevarlos a jefatura sin dilación (en taxi si hace falta) o que se prepare para presentar el escroto en bandeja? ¿Se lo repito?

– No hace falta, caballero. Veinte duros de garbanzos hervidos o el escroto.

Fermín le soltó otra moneda.

– Dios le bendiga.

El camarero asintió respetuosamente y partió rumbo a la mesa de nuestro perseguidor a entregar el mensaje. Al escuchar las órdenes, al centinela se le descompuso el rostro. Permaneció quince segundos en su mesa, debatiéndose entre fuerzas insondables, y luego se lanzó al galope hacia la calle. Fermín no se molestó ni en pestañear. En otras circunstancias habría disfrutado con el episodio, pero aquella noche era incapaz de quitarme del pensamiento a Bea.

– Daniel, tome tierra, que tenemos faena que discutir. Mañana mismo se va usted a visitar a Nuria Monfort, tal como habíamos dicho.

– ¿Y una vez allí qué le digo?

– Tema no le faltará. El plan es hacer lo que dijo el señor Barceló con muy buen tino. Le suelta que sabe que le mintió con perfidia respecto a Carax, que su supuesto marido Miquel Moliner no está en la cárcel como ella pretende, que ha averiguado usted que ella es la mano negra que ha estado recogiendo la correspondencia del antiguo piso de la familia Fortuny-Carax usando un apartado de correos a nombre de un bufete de abogados inexistente… le dice usted lo que sea necesario y conductivo para encenderle el fuego debajo de los pies. Todo ello con melodrama y semblante bíblico. Luego, con golpe de efecto, se va y la deja macerar un rato en los, jugos del resquemor.

– Y mientras tanto…

– Mientras tanto yo estaré presto a seguirla, propósito que pienso llevar a cabo haciendo uso de avanzadas técnicas de camuflaje.

– No va a funcionar, Fermín.

– Hombre de poca fe. A ver, pero ¿qué le ha dicho el padre de esa muchacha para ponerle así? ¿Es por lo de la amenaza? Ni le haga caso. A ver, ¿qué le ha dicho ese energúmeno?

Respondí sin pensar.

– La verdad.

– ¿La verdad según san Daniel Mártir?

– Ríase lo que quiera. Me está bien empleado.

– No me río, Daniel. Es que me sabe mal verle con ese ánimo autoflagelatorio. Cualquiera diría que está usted al borde del cilicio. No ha hecho usted nada malo. Ya tiene la vida suficientes verdugos para que uno vaya haciendo doblete y ejerciendo de Torquemada con uno mismo.

– ¿Habla por experiencia?

Fermín se encogió de hombros.

– Nunca me ha contado usted cómo se cruzó con Fumero -apunté.

– ¿Quiere oír una historia con moraleja? -Sólo si usted quiere contármela.

Fermín se sirvió un vaso de vino y lo apuró de un trago.

– Amén -dijo para sí mismo-. Lo que puedo contarle de Fumero es vox populi. La primera vez que oí hablar de él, el futuro inspector era un pistolero al servicio de la FAI. Se había labrado toda una reputación porque no tenía miedo ni escrúpulos. Le bastaba un nombre y lo despachaba de un tiro en la cara en plena calle al mediodía. Talentos así se valoran mucho en tiempos agitados. Lo que tampoco tenía era fidelidad ni credo. Le traía al pairo la causa a la que servía, mientras la causa le sirviese para trepar en el escalafón. Hay toneladas de gentuza así en el mundo, pero pocos tienen el talento de Fumero. De los anarquistas pasó a servir a los comunistas, y de ahí a los fascistas sólo había un paso. Espiaba y vendía información de un bando a otro, tomaba el dinero de todos. Yo hacía tiempo que le tenía echado el ojo. Por entonces, yo trabajaba para el gobierno de la Generalitat. A veces me confundían con el hermano feo de Companys, lo que a mí me llenaba de orgullo.

– ¿Qué hacía usted?

– Un poco de todo. En los seriales de ahora a lo que yo hacía se le llama espionaje, pero en tiempos de guerra todos somos espías. Parte de mi trabajo era estar al tanto de los individuos como Fumero. Ésos son los más peligrosos. Son como víboras, sin color ni conciencia. En las guerras brotan de todas partes. En tiempos de paz se ponen la careta. Pero siguen ahí. A miles. El caso es que tarde o temprano averigüé cuál era su juego. Más tarde que temprano, diría yo. Barcelona cayó en cuestión de días y la tortilla giró completamente. Pasé a ser un criminal perseguido y mis superiores se vieron forzados a esconderse como ratas. Por supuesto, Fumero ya estaba al mando de la operación de «limpieza». La purga a tiros se llevaba a cabo en plena calle, o en el castillo de Montjuïc. A mí me detuvieron en el puerto cuando intentaba conseguir pasaje en un carguero griego para enviar a Francia a algunos de mis jefes. Me llevaron a Montjuïc y me tuvieron dos días encerrado en una celda completamente oscura, sin agua y sin ventilación. Cuando volví a ver la luz era la de la llama de un soplete. Fumero y un tipo que sólo hablaba alemán me colgaron boca abajo por los pies. El alemán primero me desprendió la ropa con el soplete, quemándola. Me pareció que tenía práctica. Cuando me quedé en pelota picada y con todos los pelos del cuerpo chamuscados, Fumero me dijo que si no le decía dónde estaban ocultos mis superiores, la diversión empezaría de verdad. Yo no soy un hombre valiente, Daniel. Nunca lo he sido, pero el poco valor que tengo lo usé para cagarme en su madre y enviarle a la mierda. A un signo de Fumero, el alemán me inyectó no sé qué en el muslo y esperó unos minutos. Luego, mientras Fumero fumaba y me observaba sonriente, empezó a asarme concienzudamente con el soplete. Usted ha visto las marcas…

Asentí. Fermín hablaba con tono sereno, sin emoción.

– Esas marcas son las de menos. Las peores se quedan dentro. Aguanté una hora bajo el soplete, o quizá sólo fuera un minuto. No lo sé. Pero acabé por dar nombres, apellidos y hasta la talla de camisa de todos mis superiores y hasta de quien no lo era. Me abandonaron en un callejón del Pueblo Seco, desnudo y con la piel quemada. Una buena mujer me metió en su casa y me cuidó durante dos meses. Los comunistas le habían matado al marido y a sus dos hijos a tiros a la puerta de su casa. No sabía por qué. Cuando pude levantarme y salir a la calle, supe que todos mis superiores habían sido detenidos y ajusticiados horas después de que les hubiese delatado.

– Fermín, si no quiere contarme esto…

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