Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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Me encaminé hacia casa de Bea, incapaz de esperar más. Necesitaba recordar lo poco de bueno que había en mí, lo que ella me había dado. Me lancé escaleras arriba a toda prisa y me detuve frente a la puerta de los Aguilar, casi sin aliento. Tomé el llamador y golpeé tres veces con fuerza. Mientras esperaba, me armé de valor y adquirí conciencia de mi aspecto: empapado hasta los huesos. Me retiré el pelo de la frente y me dije que ya estaba hecho. Si aparecía el señor Aguilar dispuesto a partirme las piernas y la cara, cuanto antes mejor. Llamé de nuevo y al poco escuché unos pasos acercándose a la puerta. La mirilla se entreabrió. Una mirada oscura y recelosa me observaba.

– ¿Quién va?

Reconocí la voz de Cecilia, una de las doncellas al servicio de la familia Aguilar.

– Soy Daniel Sempere, Cecilia.

La mirilla se cerró y en unos segundos se inició el concierto de cerrojos y pasadores que blindaban la entrada al piso. El portón se abrió lentamente y me recibió Cecilia, encofrada y con uniforme, portando un cirio en un portavelas. Por su expresión de alarma intuí que debía de ofrecerle un aspecto cadavérico.

– Buenas tardes, Cecilia. ¿Está Bea?

Me miró sin comprender. En el protocolo conocido de la casa, mi presencia, que en los últimos tiempos era un accidente inusual, se asociaba únicamente a Tomás, mi antiguo compañero de escuela.

– La señorita Beatriz no está…

– ¿Ha salido?

Cecilia, que apenas era un susto perpetuamente cosido a un delantal, asintió.

– ¿Sabes cuándo volverá?

La doncella se encogió de hombros.

– Marchó con los señores al médico hará unas dos horas.

– ¿Al médico? ¿Está enferma?

– No lo sé, señorito.

– ¿A qué doctor han ido?

– Yo eso no lo sé, señorito.

Decidí no martirizar más a la pobre doncella. La ausencia de los padres de Bea me abría otros caminos a explorar.

– ¿Y Tomás, está en casa?

– Sí, señorito. Pase, que le aviso.

Me adentré en el recibidor y esperé. En otros tiempos hubiera ido directamente a la habitación de mi amigo, pero hacía ya tanto que no acudía a aquella casa que me sentía de nuevo un extraño. Cecilia desapareció corredor abajo envuelta en el aura de luz, abandonándome a la oscuridad. Me pareció oír la voz de Tomás a lo lejos y luego unos pasos que se acercaban. Improvisé una excusa con la que justificar ante mi amigo mi repentina visita. La figura que apareció en el umbral del recibidor era de nuevo la de la doncella. Cecilia me dirigió una mirada compungida y se me deshizo la sonrisa de trapo.

– El señorito Tomás me dice que está muy ocupado y no puede verle ahora.

– ¿Le has dicho quién soy? Daniel Sempere.

– Sí, señorito. Me ha dicho que le diga a usted que se marche.

Me nació un frío en el estómago que me segó el aliento.

– Lo siento, señorito -dijo Cecilia.

Asentí, sin saber qué decir. La doncella abrió la puerta de la que, no hacía tanto, había considerado mi segunda casa.

– ¿Quiere el señorito un paraguas?

– No, gracias, Cecilia.

– Lo siento, señorito Daniel -reiteró la doncella.

Le sonreí sin fuerza.

– No te preocupes, Cecilia.

La puerta se cerró, sellándome en la sombra. Permanecí allí unos instantes y luego me arrastré escaleras abajo. La lluvia seguía arreciando, implacable. Me alejé calle abajo. Al doblar la esquina me detuve y me volví un instante. Alcé la mirada hacia el piso de los Aguilar. La silueta de mi viejo amigo Tomás se recortaba en la ventana de su habitación. Me contemplaba inmóvil. Le saludé con la mano. No me devolvió el gesto. A los pocos segundos se retiró hacia el interior. Esperé casi cinco minutos con la esperanza de verle reaparecer, pero fue en vano. La lluvia me arrancó las lágrimas y partí en su compañía.

42

De regreso a la librería crucé frente al cine Capitol, donde dos pintores entarimados en un andamio contemplaban desolados cómo el cartel que no había terminado de secar se les deshacía bajo el aguacero. La efigie estoica del centinela de turno apostado frente a la librería se discernía a lo lejos. Al aproximarme a la relojería de don Federico Flaviá advertí que el relojero había salido al umbral a contemplar el chaparrón. Todavía se leían en su rostro las cicatrices de su estancia en jefatura. Vestía un impecable traje de lana gris y sostenía un cigarrillo que no se había molestado en encender. Le saludé con la mano y me sonrió.

– ¿Qué tienes tú en contra del paraguas, Daniel?

– ¿Qué hay más bonito que la lluvia, don Federico?

– La neumonía. Anda, pasa, que ya tengo arreglado lo tuyo.

Le miré sin comprender. Don Federico me observaba fijamente, la sonrisa intacta. Me limité a asentir y le seguí hasta el interior de su bazar de maravillas. Tan pronto es tuvimos dentro me tendió una pequeña bolsa de papel de estraza.

– Sal ya, que ese fantoche que vigila la librería no nos quitaba el ojo de encima.

Atisbé en el interior de la bolsa. Contenía un librillo encuadernado en piel. Un misal. El misal que Fermín llevaba en las manos la última vez que le había visto. Don Federico, empujándome de vuelta a la calle, me selló los labios con un grave asentimiento. Una vez en la calle recobró el semblante risueño y alzó la voz.

– Y acuérdate de no forzar la manija al darle cuerda o volverá a saltar, ¿de acuerdo?

– Descuide, don Federico, y gracias.

Me alejé con un nudo en el estómago que se estrechaba a cada paso que me aproximaba al agente de paisano que vigilaba la librería. Al cruzar frente a él le saludé con la misma mano que sostenía la bolsa que me había dado don Federico. El agente la miraba con vago interés. Me colé en la librería. Mi padre seguía en pie tras el mostrador, como si no se hubiese movido desde mi partida. Me miró apesadumbrado.

– Oye, Daniel, sobre lo de antes…

– No te preocupes. Tenías razón.

– Estás tiritando…

Asentí vagamente y le vi partir en busca del termo. Aproveché la circunstancia para meterme en el pequeño lavabo de la trastienda para examinar el misal. La nota de Fermín se deslizó en el aire, revoloteando como una mariposa. La cacé al vuelo. El mensaje estaba escrito en una hoja casi transparente de papel de fumar en caligrafía diminuta que tuve que sostener al trasluz para poder descifrar.

Amigo Daniel:

No crea usted una palabra de lo que dicen los diarios sobre el asesinato de Nuria Monfort. Como siempre, es puro embuste. Yo estoy sano, salvo y oculto en lugar seguro. No intente encontrarme o enviarme mensajes. Destruya esta nota en cuanto la haya leído. No hace falta que se la trague, basta con que la queme o la haga añicos. Yo me pondré en contacto con usted merced a mi ingenio y a los buenos oficios de terceros en concordia. Le ruego que transmita la esencia de este mensaje, en clave y con toda discreción, a mi amada. Usted no haga nada. Su amigo, el tercer hombre,

FRdT

Empezaba a releer la nota cuando alguien golpeó la puerta del retrete con los nudillos.

– ¿Se puede -preguntó una voz desconocida.

El corazón me dio un vuelco. Sin saber qué otra cosa hacer, hice un ovillo con la hoja de papel de fumar y me la tragué. Tiré de la cadena y aproveché el estruendo de tuberías y cisternas para engullir la pelotilla de papel. Sabía a cera y a caramelo Sugus. Al abrir la puerta me encontré con la sonrisa reptil del agente de policía que segundos antes había estado apostado frente a la librería.

– Usted disculpe. No sé si será el oír llover todo el día, pero es que me orinaba, por no decir otra cosa…

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