Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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Un año más tarde, los tres arquitectos se personaron en sus suntuosas habitaciones del hotel Colón para presentarle el proyecto. Jausá, en compañía de la mulata Marisela, les escuchó en silencio y al término de la presentación preguntó cuál sería el costo de llevar a cabo la obra en seis meses. Frederic Martorell, socio líder del taller de arquitectos, carraspeó y, por decoro, anotó la cifra en un papel y se la tendió al potentado. Éste, sin pestañear, extendió en el acto un cheque por el montante total y despidió a la comitiva con un saludo ausente. Siete meses más tarde, en julio de 1900, Jausá, su esposa, y la criada Marisela se instalaban en la casa. En agosto de aquel año, las dos mujeres estarían muertas y la policía encontraría a Salvador Jausá agonizante, desnudo y esposado a la butaca de su estudio. El informe del sargento que instruyó el caso mencionaba que las paredes de toda la casa estaban ensangrentadas, que las estatuas de los ángeles que rodeaban el jardín habían sido mutiladas -sus rostros pintados al uso de máscaras tribales-, y que se habían encontrado rastros de cirios negros en los pedestales. La investigación duró ocho meses. Para entonces, Jausá había enmudecido.

Las pesquisas de la policía concluyeron lo siguiente: todo parecía indicar que Jausá y su esposa habían sido envenenados con un extracto vegetal que les había sido administrado por Marisela, en cuyos aposentos se encontraron varios frascos de la sustancia. Por alguna razón, Jausá había sobrevivido al veneno, aunque las secuelas que éste dejó fueron terribles, haciéndole perder el habla y el oído, paralizando parte de su cuerpo con tremendos dolores y condenándole a vivir el resto de sus días en una perpetua agonía. La señora de Jausá fue hallada en su habitación, tendida sobre el lecho sin más prenda que sus joyas y un brazalete de brillantes. Las suposiciones de la policía apuntaban que, cometido el crimen, Marisela se había abierto las venas con un cuchillo y había recorrido la casa esparciendo su sangre por los muros de corredores y habitaciones hasta caer muerta en su habitación del ático. El móvil, según la policía, habían sido los celos. Al parecer la esposa del potentado estaba embarazada en el momento de morir. Marisela, se decía, había dibujado una calavera sobre el vientre desnudo de la señora con cera roja caliente. El caso, como los labios de Salvador Jausá, quedó sellado para siempre unos meses más tarde. La buena sociedad de Barcelona comentaba que jamás había sucedido algo así en la historia de la ciudad, y que la purria de indianos y gentuza que venía de América estaba arruinando la sólida fibra moral del país. A puerta cerrada, muchos se alegraron de que las excentricidades de Salvador Jausá hubiesen llegado a su fin. Como siempre, se equivocaban: apenas habían empezado.

La policía y los abogados de Jausá se encargaron de cerrar el caso, pero el indiano Jausá estaba dispuesto a continuar. Fue por entonces cuando conoció a don Ricardo Aldaya, por aquella época ya un próspero industrial con fama de donjuán y temperamento leonino, que se ofreció a comprarle la propiedad con la intención de demolerla y venderla de nuevo a precio de oro, porque el valor del terreno en la zona estaba subiendo como la espuma. Jausá no accedió a vender, pero invitó a Ricardo Aldaya a visitar la casa con la intención de mostrarle lo que denominó un experimento científico y espiritual. Nadie había vuelto a entrar en la propiedad desde el término de la investigación. Lo que Aldaya presenció allí dentro le dejó helado. Jausá había perdido totalmente la razón. La sombra oscura de la sangre de Marisela seguía cubriendo las paredes. Jausá había convocado a un inventor y pionero en la curiosidad tecnológica del momento, el cinematógrafo. Su nombre era Fructuós Gelabert y había accedido a las demandas de Jausá a cambio de fondos para construir unos estudios cinematográficos en el Vallés, seguro de que durante el siglo XX las imágenes animadas iban a sustituir a la religión organizada. Al parecer, Jausá estaba convencido de que el espíritu de la negra Marisela permanecía en la casa. Él afirmaba sentir su presencia, sus voces y su olor, e incluso su tacto en la oscuridad. El servicio, al oír estas historias, había huido al galope rumbo a empleos de menos tensión nerviosa en la localidad vecina de Sarriá, donde no faltaban palacios y familias incapaces de llenar un balde de agua o remendarse los calcetines.

Jausá se quedó así solo, con su obsesión y sus espectros invisibles. Pronto decidió que la clave estaba en superar esta condición de invisibilidad. El indiano ya había te nido ocasión de ver algunos resultados de la invención del cinematógrafo en Nueva York, y compartía la opinión de la difunta Marisela de que la cámara succionaba almas, la del sujeto filmado y la del espectador. Siguiendo esta línea de razonamiento, había encargado a Fructuós Gelabert que rodase metros y metros de película en los corredores de «El ángel de bruma» en busca de signos y visiones del otro mundo. Los intentos, hasta la fecha pese al nombre de pila del técnico al mando de la operación, habían resultado infructuosos.

Todo cambió cuando Gelabert anunció que había recibido un nuevo tipo de material sensible de la factoría de Thomas Edison en Menlo Park, Nueva Jersey, que permitía filmar escenas en condiciones precarias de luz inauditas hasta el momento. Mediante un tecnicismo que nunca quedó claro, uno de los ayudantes de laboratorio de Gelabert había derramado un vino espumoso del género xarelo, proveniente del Penedés, en la cubeta de revelado y, fruto de la reacción química, extrañas formas empezaron a aparecer en la película expuesta. Ésa era la película que Jausá quería mostrar a don Ricardo Aldaya la noche en que le invitó a su caserón espectral en el número 32 de la avenida del Tibidabo.

Aldaya, al oír esto, supuso que Gelabert temía ver desaparecer los fondos económicos que le proporcionaba Jausá y había recurrido a tan bizantino ardid para mantener el interés de su patrón. Jausá, sin embargo, no tenía duda alguna acerca de la fiabilidad de los resultados. Es más, donde otros veían formas y sombras, él veía ánimas. Juraba distinguir la silueta de Marisela materializarse en un sudario, sombra que se mutaba en un lobo y caminaba erecto. Ricardo Aldaya no vio en la proyección más que rnanchurrones, sosteniendo además que tanto la película proyectada como el técnico que operaba el proyector apestaban a vino y otras bebidas espirituosas. Aun así, como buen hombre de negocios, el industrial intuyó que todo aquello podía acabar resultándole ventajoso. Un millonario loco, solo y obsesionado con la captura de ectoplasmas constituía una víctima idónea. Así pues, le dio la razón y le animó a continuar su empresa. Durante semanas, Gelabert y sus hombres rodaron kilómetros de película que habría de ser revelada en diferentes tanques con soluciones químicas de líquidos de revelado diluidos con Aromas de Montserrat, vino tinto bendecido en la parroquia del Ninot y toda suerte de cavas de la huerta tarraconense. Entre proyección y proyección, Jausá transfería poderes, firmaba autorizaciones y confería el control de sus reservas financieras a Ricardo Aldaya.

Jausá desapareció una noche de noviembre de aquel año durante una tormenta. Nadie supo qué se había hecho de él. Al parecer estaba exponiendo uno de los rollos de película especial de Gelabert cuando le sobrevino un accidente. Don Ricardo Aldaya encargó a Gelabert recuperar dicho rollo y, tras visionarlo en privado, le prendió fuego personalmente y sugirió al técnico que se olvidase del asunto con la ayuda de un cheque de generosidad indiscutible. Para entonces, Aldaya ya era titular de la mayoría de propiedades del desaparecido Jausá. Hubo quien dijo que la difunta Marisela había regresado para llevárselo a los infiernos. Otros apuntaron que un mendigo muy parecido al difunto millonario fue visto durante unos meses en los alrededores de la ciudadela hasta que un carruaje negro, de cortinajes velados, lo arrolló sin detenerse en plena luz del día. Para entonces ya era tarde: la leyenda negra del caserón, y la invasión del son montuno en los salones de baile de la ciudad, eran inamovible.

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