La portezuela de la verja se balanceaba al viento. Más allá se abría un sendero ondulante que ascendía hasta el caserón. Me colé por la portezuela y me adentré en la finca. Entre la maleza se adivinaban pedestales de estatuas derrocadas sin piedad. Al aproximarme hacia el caserón advertí que una de las estatuas, la efigie de un ángel purificador, había sido abandonada en el interior de una fuente que coronaba el jardín. La silueta de mármol ennegrecido brillaba como un espectro bajo la lámina de agua que se desbordaba en el estanque. La mano del ángel ígneo emergía de las aguas; un dedo acusador, afilado como una bayoneta, señalaba la puerta principal de la casa. El portón de roble labrado se adivinaba entreabierto. Empujé la puerta y me aventuré unos pasos en un recibidor cavernoso, los muros fluctuando bajo la caricia de una vela.
– Creí que no vendrías -dijo Bea.
Su silueta se perfilaba en un corredor clavado en la penumbra, recortada en la claridad mortecina de una galería que se abría al fondo. Estaba sentada en una silla, contra la pared, con una vela a sus pies.
– Cierra la puerta -indicó sin levantarse-. La llave está puesta en la cerradura.
Obedecí. La cerradura crujió con un eco sepulcral. Escuché los pasos de Bea acercándose a mi espalda y sentí su roce en la ropa empapada.
– Estás temblando. ¿Es de miedo o de frío?
– Aún no lo he decidido. ¿Por qué estamos aquí?
Sonrió en la penumbra y me tomó de la mano.
– ¿No lo sabes? Creí que lo habrías adivinado…
– Ésta era la casa de los Aldaya, eso es todo lo que sé. ¿Cómo has conseguido entrar y cómo sabías…?
Ven, encenderemos un fuego para que entres en calor.
Me guió a través del corredor hasta la galería que presidía el patio interior de la casa. El salón se erguía en columnas de mármol y muros desnudos que reptaban hacia el artesonado de una techumbre caída a trozos. Se adivinaban las marcas de cuadros y espejos que tiempo atrás habían cubierto las paredes, al igual que los rastros de muebles sobre el piso de mármol. En un extremo del salón había un hogar con unos troncos dispuestos. Una pila de diarios viejos descansaba junto al atizador. El aliento de la chimenea olía a fuego reciente y a carbonilla. Bea se arrodilló frente al hogar y empezó a disponer varias hojas de periódico entre los troncos. Extrajo un fósforo y las prendió, conjurando rápidamente una corona de llamas. Las manos de Bea agitaban los maderos con habilidad y experiencia. Imaginé que me suponía muerto de curiosidad e impaciencia, pero decidí adoptar un aire flemático que dejase claro que si Bea quería jugar conmigo a los misterios llevaba las de perder. Ella se relamía en una sonrisa triunfante. Mi tembleque de manos, quizá, no ayudaba a mi representación.
– ¿Vienes mucho por aquí? -pregunté.
– Hoy es la primera vez. ¿Intrigado?
– Vagamente.
Se arrodilló frente al fuego y dispuso una manta limpia que sacó de una bolsa de lona. Olía a lavanda.
– Anda, siéntate aquí, junto al fuego, no vayas a pillar una pulmonía por mi culpa.
El calor de la hoguera me devolvió a la vida. Bea contemplaba las llamas en silencio, hechizada.
– ¿Vas a contarme el secreto? -pregunté finalmente.
Bea suspiró y se sentó en una de las sillas. Yo permanecí pegado al fuego, observando el vapor ascender de mi ropa como ánima en fuga.
– Lo que tú llamas el palacete Aldaya, en realidad tiene nombre propio. La casa se llama «El ángel de bruma», pero casi nadie lo sabe. El despacho de mi padre lleva quince años intentando vender esta propiedad sin conseguirlo. El otro día, mientras me explicabas la historia de Julián Carax y de Penélope Aldaya, no reparé en ello. Luego, por la noche en casa, até cabos y recordé que había oído hablar a mi padre de la familia Aldaya alguna vez, y de esta casa en particular. Ayer acudí al despacho de mi padre y su secretario, Casasús, me contó la historia de la casa. ¿Sabías que en realidad ésta no era su residencia oficial, sino una de sus casas de veraneo?
Negué.
– La casa principal de los Aldaya era un palacio que fue derribado en 1925 para levantar un bloque de pisos, en lo que hoy es el cruce de las calles Bruch y Mallorca, diseñado por Puig i Cadafalch por encargo del abuelo de Penélope y Jorge, Simón Aldaya, en 1896, cuando aquello no eran más que campos y acequias. El hijo mayor del patriarca Simón, don Ricardo Aldaya, la había comprado allá en los últimos años del siglo XIX a un personaje muy pintoresco por un precio irrisorio, porque la casa tenía mala fama. Casasús me dijo que estaba maldita y que ni los vendedores se atrevían a venir a enseñarla y escurrían el bulto con cualquier pretexto…
Aquella tarde, mientras entraba de nuevo en calor, Bea me refirió la historia de cómo «El ángel de bruma» había llegado a las manos de la familia Aldaya. El relato era un melodrama escabroso que bien podría haberse escapado de la pluma de Julián Carax. La casa había sido construida en 1899 por la firma de arquitectos de Naulí, Martorell i Bergadá bajo los auspicios de un próspero y extravagante financiero catalán llamado Salvador Jausá, que sólo habría de vivir en ella un año. El potentado, huérfano desde los seis años y de orígenes humildes, había amasado la mayor parte de su fortuna en Cuba y Puerto Rico. Se decía que la suya era una de las muchas manos negras tras la trama de la caída de Cuba y la guerra con Estados Unidos en que se habían perdido las últimas colonias. Del Nuevo Mundo se trajo algo más que una fortuna: le acompañaban una esposa norteamericana, damisela pálida y frágil de la buena sociedad de Filadelfia que no hablaba palabra de castellano, y una criada mulata que había estado a su servicio desde los primeros años en Cuba y que viajaba con un macaco enjaulado vestido de arlequín y siete baúles de equipaje. Por el momento se instalaron en varias habitaciones del hotel Colón en la plaza de Cataluña, a la espera de adquirir la vivienda adecuada a los gustos y apetencias de Jausá.
A nadie le cabía la menor duda de que la criada -belleza de ébano dotada de mirada y talle que según las crónicas de sociedad inducía taquicardias- era en realidad su amante y guía en placeres ilícitos e innombrables. Su calidad de bruja y hechicera se asumía por añadidura. Su nombre era Marisela, o así la llamaba Jausá, y su presencia y aires enigmáticos no tardaron en convertirse en el escándalo predilecto de las reuniones que las damas de buena cuna propiciaban para degustar melindros y matar el tiempo y los sofocos otoñales. En estas tertulias circulaban rumores sin confirmar que sugerían que la hembra africana, por inspiración directa de los infiernos, fornicaba aupada al varón, es decir, cabalgándolo cual yegua en celo, lo cual violaba por lo menos cinco o seis pecados mortales de necesidad. No faltó pues quien escribiera al obispado, solicitando una bendición especial y protección para el alma impoluta y nívea de las familias de buen nombre de Barcelona ante semejante influencia. Para más inri, Jausá tenía la desfachatez de salir a pasear con su esposa y con Marisela en su carruaje los domingos a media mañana, ofreciendo así el espectáculo babilónico de la depravación a ojos de cualquier mozalbete incorrupto que pudiere deambular por el paseo de Gracia en su camino a misa de once. Hasta los diarios se hacían eco de la mirada altiva y orgullosa de la negraza, que contemplaba al público barcelonés «como una reina de las selvas miraría a una cofradía de pigmeos».
Por aquella época, la fiebre modernista ya consumía Barcelona, pero Jausá indicó claramente a los arquitectos que había contratado para que le construyesen su nueva morada que quería algo diferente. En su diccionario, «diferente» era el mejor de los epítetos. Jausá había pasado años paseándose frente a la hilera de mansiones neogóticas que los grandes magnates de la era industrial americana se habían hecho construir en el tramo de la Quinta Avenida varado entre las calles 58 y 72, frente a la cara este del Central Park. Prendido con sus ensueños americanos, el financiero se negó a escuchar cualquier argumento en favor de construir según la moda y uso del momento, del mismo modo en que se había negado a adquirir un palco en el Liceo, como era de rigor, calificándolo de babel de sordos y colmena de indeseables. Deseaba su casa alejada de la ciudad, en el por entonces todavía relativamente desolado paraje de la avenida del Tibidabo. Quería contemplar Barcelona desde la distancia, decía. Por única compañía sólo deseaba un jardín de estatuas de ángeles que según sus instrucciones (destiladas por Marisela) debían estar ubicadas en los vértices del trazado de una estrella de siete puntas, ni una más ni una menos. Resuelto a llevar sus planes a cabo, y con las arcas rebosantes para hacerlo a su capricho, Salvador Jausá envió a sus arquitectos tres meses a Nueva York para que estudiasen las delirantes estructuras erigidas para albergar al comodoro Vandervilt, a la familia de John Jacob Astor, Andrew Carnagie y al resto de las cincuenta familias de oro. Dio instrucciones para que asimilasen el estilo y las técnicas del taller de arquitectura de Stanford, White amp; McKim y les advirtió que no se molestasen en llamar a su puerta con un proyecto al gusto de los que él denominaba «charcuteros y fabricantes de botones».
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