Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– No sé, Daniel. No sé nada. ¿Es eso lo que tú quieres?

– No. Claro que no. ¿Y tú?

Se encogió de hombros, esbozando una sonrisa sin fuerza.

– ¿Tú qué crees? -preguntó-. Antes te he mentido, ¿sabes? En el claustro.

– ¿En qué?

– En que no quería verte hoy.

El sereno nos rondaba blandiendo una sonrisilla de refilón, obviamente indiferente a aquella mi primera escena de portal y susurros que a él, en su veteranía, se le debía de antojar banal y trillada.

– Por mí no hay prisa -dijo-. Voy a hacer un cigarrito a la esquina y ya me dirán.

Esperé a que el sereno se hubiese alejado.

– ¿Cuándo voy a verte otra vez?

– No lo sé, Daniel.

– ¿Mañana?

– Por favor, Daniel. No lo sé.

Asentí. Me acarició la cara.

– Ahora es mejor que te vayas.

– ¿Sabes al menos dónde encontrarme, no? Asintió.

– Estaré esperando.

– Yo también.

Me alejé con la mirada prendida de la suya. El sereno, experto en estos lances, ya acudía a abrirle el portal.

– Sinvergüenza -me susurró de pasada, no sin cierta admiración-. Menudo bombonazo.

Esperé hasta que Bea hubo entrado en el edificio y partí a paso ligero, volviendo la vista atrás a cada paso. Lentamente, me invadió la certeza absurda de que todo era posible y me pareció que hasta aquellas calles desiertas y aquel viento hostil olían a esperanza. Al llegar a la plaza Cataluña advertí que una bandada de palomas se había congregado en el centro de la plaza. Lo cubrían todo, como un manto. de alas blancas que se mecía en silencio. Pensé en rodear el recinto, pero justo entonces advertí que la bandada me abría paso sin alzar el vuelo. Avancé a tientas, observando cómo las palomas se apartaban a mi paso y volvían a cerrar filas tras de mí. Al llegar al centro de la plaza escuché el rumor de las campanas de la catedral repicando la medianoche. Me detuve un instante, varado en un océano de aves plateadas, y pensé que aquél había sido el día más extraño y maravilloso de mi vida.

22

Todavía había luz en la librería cuando crucé frente al escaparate. Pensé que tal vez mi padre se había quedado hasta tarde poniéndose al día con la correspondencia o buscando cualquier excusa para esperarme despierto y sonsacarme acerca de mi encuentro con Bea. Observé una silueta componiendo una pila de libros y reconocí el perfil enjuto y nervioso de Fermín en plena concentración. Golpeé en el cristal con los nudillos. Fermín se asomó, gratamente sorprendido, y me hizo señas para que me asomase por la entrada a la trastienda.

– ¿Todavía trabajando, Fermín? Pero si es tardísimo.

– En realidad estaba haciendo tiempo para acercarme luego a casa del pobre don Federico y velarlo. Nos hemos montado unos turnos con Eloy, el de la óptica. Total, yo tampoco duermo mucho. Dos, tres horas a lo más. Claro que usted tampoco se queda manco, Daniel. Pasa la medianoche, de lo cual infiero que su encuentro con la chiquita ha sido un éxito clamoroso.

Me encogí de hombros.

– La verdad es que no lo sé -admití.

– ¿Le ha metido mano?

– No.

– Buena señal. No se fíe nunca de las que se dejan meter mano de buenas a primeras. Pero menos aún de las que necesitan que un cura les dé la aprobación. El solomillo, valga el símil cárnico, está en medio. Si se tercia, claro está, no sea mojigato y aprovéchese. Pero si lo que busca es algo serio, como lo mío con la Bernarda, recuerde esta regla de oro.

– ¿Es serio lo suyo?

– Más que serio. Espiritual. ¿Y lo de esta muchacha, Beatriz, qué? Que cotiza de un mollar enciclopédico salta a la vista, pero el quid de la cuestión es: ¿será de las que enamoran o de las que emboban las vísceras menores?

– No tengo la menor idea -apunté-. Las dos cosas, diría yo.

– Mire, Daniel, eso es como el empacho. ¿Nota usted algo aquí, en la boca del estómago? Como si se hubiese tragado un ladrillo. ¿O es sólo una calentura general?

– Más bien lo del ladrillo -dije, aunque no descarté completamente la calentura.

– Entonces es que el asunto va en serio. Dios le coja confesado. Ande, siéntese y le haré una tila.

Nos acomodamos en torno a la mesa que había en la trastienda, rodeados de libros y de silencio. La ciudad dormía y la librería parecía un bote a la deriva en un océano de paz y sombra. Fermín me tendió una taza humeante y me sonrió con cierto embarazo. Algo le rondaba la cabeza.

– ¿Puedo hacerle una pregunta de índole personal, Daniel?

– Por supuesto.

– Le ruego me responda con toda sinceridad -dijo y carraspeó-. ¿Usted cree que yo podría llegar a ser padre?

Debió de leer la perplejidad en mi rostro y se apresuró a añadir:

– No quiero decir padre biológico, porque se me verá algo enclenque pero gracias a Dios la providencia ha querido dotarme la potencia y la furia viril de un miura. Me refiero a otro tipo de padre. Un buen padre, ya sabe usted.

– ¿Un buen padre?

– Sí. Como el suyo. Un hombre con cabeza, corazón y alma. Un hombre. que sea capaz de escuchar, guiar y respetar a una criatura, y de no ahogar en ella sus propios defectos. Alguien a quien un hijo no sólo quiera por ser su padre, sino que lo admire por la persona que es. Alguien a quien quiera parecerse.

– ¿Por qué me pregunta usted eso, Fermín? Yo pensaba que no creía usted en el matrimonio y la familia. El yugo y todo eso, ¿recuerda?

Fermín asintió.

– Mire, todo eso es diletancia. El matrimonio y la familia no son más que lo que nosotros hacemos de ellos. Sin eso, no son más que un pesebre de hipocresías. Morralla y palabrería. Pero si hay amor de verdad, del que no se habla ni se declara a los cuatro vientos, del que se nota y se demuestra…

– Me parece usted un hombre nuevo, Fermín.

– Es que lo soy. La Bernarda me ha hecho desear ser un hombre mejor de lo que soy.

– ¿Y eso?

– Para merecerla. Usted eso ahora no lo entiende, porque es joven. Pero con el tiempo verá que lo que cuenta a veces no es lo que se da, sino lo que se cede. La Bernarda y yo hemos estado hablando. Ella es una madraza, ya lo sabe usted. No lo dice, pero me parece que la felicidad más grande que podría tener en esta vida es ser madre. Y a mí esa mujer me gusta más que el melocotón en almíbar. Con decirle que soy capaz de pasar por una iglesia después de treinta y dos años de abstinencia clerical y recitar los salmos de san Serafín o lo que haga falta por ella.

– Le veo muy lanzado, Fermín. Si apenas acaba de conocerla…

– Mire, Daniel, a mi edad o uno empieza a ver la jugada con claridad o está bien jodido. Esta vida vale la pena vivirla por tres o cuatro cosas, y lo demás es abono para el campo. Yo he hecho mucha tontería ya, y ahora sé que lo único que quiero es hacer feliz a la Bernarda y morirme algún día en sus brazos. Quiero volver a ser un hombre respetable, ¿sabe usted? No por mí, que a mí el respeto de este orfeón de monas que llamamos humanidad me la trae flojísima, sino por ella. Porque la Bernarda cree en estas cosas, en las radionovelas, en los curas, en la respetabilidad y en la virgen de Lourdes. Ella es así y yo la quiero como es, sin que me cambien ni un pelo de esos que le salen en la barbilla. Y por eso quiero ser alguien de quien ella pueda estar orgullosa. Quiero que piense: mi Fermín es un cacho de hombre, como Cary Grant, Hemingway o Manolete.

Me crucé de brazos, calibrando el asunto.

– ¿Ha hablado usted de todo esto con ella? ¿De tener un hijo juntos?

– No, por Dios. ¿Por quién me toma? ¿Se cree que voy por el mundo diciéndole a las mujeres que tengo ganas de dejarlas preñadas? Y no por falta de ganas, ¿eh?, porque a la tonta esa de la Merceditas le hacía yo ahora mismo unos trillizos y me quedaba como Dios, pero…

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