– Creí que no ibas a venir -dijo Bea.
– Eso mismo pensaba yo -repuse.
Permaneció sentada, muy erguida, con las rodillas apretadas y las manos recogidas sobre el regazo. Me pregunté cómo era posible sentir a alguien tan lejos y, sin embargo, poder leer cada pliegue de sus labios.
– He venido porque quiero demostrarte que estabas equivocado en lo que me dijiste el otro día, Daniel. Que me voy a casar con Pablo y que no importa lo que me enseñes esta noche, me voy a El Ferrol con él tan pronto acabe el servicio.
La miré como se mira a un tren que se escapa. Me di cuenta de que había pasado dos días caminando sobre nubes y se me cayó el mundo de las manos.
– Y yo que pensaba que habías venido porque te apetecía verme. -Sonreí sin fuerzas.
Observé que se le inflamaba el rostro de reparo.
– Lo decía en broma -mentí-. Lo que sí iba en serio era mi promesa de enseñarte una cara de la ciudad que no has visto todavía. Al menos, así tendrás un motivo para acordarte de mí, o de Barcelona, dondequiera que vayas.
Bea sonrió con cierta tristeza y evitó mi mirada.
– He estado a punto de meterme en un cine, ¿sabes? Para no verte hoy -dijo.
– ¿Por qué?
Bea me observaba en silencio. Se encogió de hombros y alzó los ojos como si quisiera cazar palabras al vuelo que se le escapaban.
– Porque tenía miedo de que a lo mejor tuvieses razón -dijo finalmente.
Suspiré. Nos amparaba el anochecer y aquel silencio de abandono que une a los extraños, y me sentí con valor de decir cualquier cosa, aunque fuese por última vez.
– ¿Le quieres o no?
Me ofreció una sonrisa que se deshacía por las costuras.
– No es asunto tuyo.
– Eso es verdad -dije-. Es asunto sólo tuyo.
Se le enfrió la mirada.
– ¿Y a ti qué más te da?
– No es asunto tuyo -dije.
No sonrió. Le temblaban los labios.
– La gente que me conoce sabe que aprecio a Pablo. Mi familia y…
– Pero yo casi soy un extraño -interrumpí-. Y me gustaría oírlo de ti.
– ¿Oír el qué?
– Que le quieres de verdad. Que no te casas con él para salir de tu casa, o para dejar Barcelona y a tu familia lejos, donde no puedan hacerte daño. Que te vas y no que huyes.
Los ojos le brillaban con lágrimas de rabia.
– No tienes derecho a decirme eso, Daniel. Tú no me conoces.
– Dime que estoy equivocado y me iré. ¿Le quieres? Nos miramos un largo rato en silencio.
– No lo sé -murmuró por fin-. No lo sé.
– Alguien dijo una vez que en el momento en que te paras a pensar si quieres a alguien, ya has dejado de quererle para siempre -dije.
Bea buscó la ironía en mi rostro.
– ¿Quién dijo eso?
– Un tal Julián Carax.
– ¿Amigo tuyo?
Me sorprendí a mí mismo asintiendo.
– Algo así.
– Vas a tener que presentármelo.
– Esta noche, si quieres.
Dejamos la universidad bajo un cielo encendido de moretones. Caminábamos sin rumbo fijo, más por acostumbrarnos al paso del otro que por llegar a algún sitio. Nos refugiamos en el único tema que teníamos en común, su hermano Tomás. Bea hablaba de él como de un extraño a quien se quiere, pero apenas se conoce. Rehuía mi mirada y sonreía nerviosamente. Sentí que se arrepentía de lo que me había dicho en el claustro de la universidad, que le dolían todavía las palabras que se la comían por dentro.
– Oye, de lo que te he dicho antes -dijo de repente, sin venir a cuento-no le dirás nada a Tomás, ¿verdad?
– Claro que no. A nadie.
Rió nerviosa.
– No sé qué me ha pasado. No te ofendas, pero a veces una se siente más libre de hablarle a un extraño que a la gente que conoce. ¿Por qué será?
Me encogí de hombros.
– Probablemente porque un extraño nos ve como somos, no como quiere creer que somos.
– ¿Es eso también de tu amigo Carax?
– No, eso me lo acabo de inventar para impresionarte.
– ¿Y cómo me ves tú a mí?
– Como un misterio.
– Ése es el cumplido más raro que me han hecho nunca.
– No es un cumplido. Es una amenaza.
– ¿Y eso?
– Los misterios hay que resolverlos, averiguar qué esconden.
– A lo mejor te decepcionas al ver lo que hay dentro.
– A lo mejor me sorprendo. Y tú también.
– Tomás no me había dicho que tuvieses tanta cara dura.
– Es que la poca que tengo, la reservo toda para ti.
– ¿Por qué?
Porque me das miedo, pensé.
Nos refugiamos en un viejo café junto al teatro Poliorama. Nos retiramos a una mesa junto a la ventana, y pedimos unos bocadillos de jamón serrano y un par de cafés con leche para entrar en calor. Al poco, el encargado, un tipo escuálido con mueca de diablillo cojuelo, se acercó a la mesa con aire oficioso.
– ¿Vosotro utede soy lo que habéi pedío lo entrepane de jamong?
Asentimos.
– Siento comunicarsus, en nombre de la diresión, que no queda ni veta de jamong. Pueo ofresele butifarra negra, blanca, mixta, arbóndiga o chitorra. Género de primera, frequísimo. Tamién tengo sardina en ecabexe, si no podéi utede ingerí produto cárnico por motivo de consiensia religiosa. Como e vierne…
– Yo con el café con leche ya estoy bien, de verdad -respondió Bea.
Yo me moría de hambre.
– ¿Y si nos pone dos de bravas? -dije-. Y algo de pan también, por favor.
– Ora mimo, caballero. Y utede perdonen la caretía de género. Normalmente tengo de to, hasta caviar borxevique. Pero esta tarde ha sío la semifinar de la Copa Europa y hemo tenío muchísimo personal. Qué partidaso.
El encargado partió con gesto ceremonioso. Bea lo observaba, divertida.
– ¿De dónde es ese acento? ¿Jaén?
– Santa Coloma de Gramanet -precisé-. Tú coges poco el metro, ¿verdad?
– Mi padre dice que el metro va lleno de gentuza y que, si vas sola, te meten mano los gitanos.
Iba a decir algo, pero me callé. Bea rió. Tan pronto llegaron los cafés y la comida me lancé a dar cuenta de todo ello sin pretensiones de delicadeza. Bea no probó bocado. Con ambas manos en torno al tazón humeante me observaba con una media sonrisa, entre la curiosidad y el asombro.
– Y entonces, ¿qué es lo que me vas a enseñar hoy que no he visto todavía?
– Varias cosas. De hecho, lo que te voy a enseñar forma parte de una historia. ¿No me dijiste el otro día que a ti lo que te gustaba era leer?
Bea asintió, arqueando las cejas.
– Pues bien, ésta es una historia de libros.
– ¿De libros?
– De libros malditos, del hombre que los escribió, de un personaje que se escapó de las páginas de una novela para quemarla, de una traición y de una amistad perdida. Es una historia de amor, de odio y de los sueños que viven en la sombra del viento.
– Hablas como la solapa de una novela de a duro, Daniel.
– Será porque trabajo en una librería y he visto demasiadas. Pero ésta es una historia real. Tan cierta como que este pan que nos han servido tiene por lo menos tres días. Y como todas las historias reales empieza y acaba en un cementerio, aunque no la clase de cementerio que te imaginas.
Sonrió como lo hacen los niños a los que se les promete un acertijo o un truco de magia.
– Soy toda oídos.
Apuré el último sorbo de café y la contemplé en silencio unos instantes. Pensé en lo mucho que deseaba refugiarme en aquella mirada huidiza que se temía transparente, vacía. Pensé en la soledad que iba a asaltarme aquella noche cuando me despidiese de ella, sin más trucos ni historias con que engañar su compañía. Pensé en lo poco que tenía que ofrecerle y en lo mucho que quería recibir de ella.
– Te crujen los sesos, Daniel -dijo-. ¿Qué tramas?
Читать дальше