Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– No se ría usted, que son las personas como ella las que hacen de este perro mundo un sitio que vale la pena visitar.

– ¿Las putas?

– No. Putas lo somos todos, tarde o temprano. Yo digo la gente de buen corazón. Y no me mire usted así. A mí las bodas me ponen hecho un flan.

Nos quedamos allí sentados en brazos de aquella rara quietud, catalogando reflejos sobre el agua. Al rato, el alba esparció de ámbar el cielo y Barcelona se encendió de luz. Se escucharon las campanas lejanas en la basílica de Santa María del Mar, que emergía de las brumas al otro lado del puerto.

– ¿Cree usted que Carax sigue ahí, en algún lugar de la ciudad?

– Pregúnteme otra cosa.

– ¿Tiene los anillos?

Fermín sonrió.

– Ande, vamos. Que a usted y a mí nos esperan, Daniel. Nos espera la vida.

Vestía de marfil y traía el mundo en la mirada. Apenas recuerdo las palabras del cura, ni los rostros prendidos de esperanza de los invitados que llenaban la iglesia aquella mañana de marzo. Sólo me queda el roce de sus labios y, al entreabrir los ojos, el juramento secreto que me llevé en la piel y que recordaría todos los días de mi vida.

1966 DRAMATIS PERSONAE

Julián Carax concluye La Sombra del Viento con una breve memoria para hilvanar los destinos de sus personajes años más tarde. He leído muchos libros desde aquella lejana noche de 1945, pero la última novela de Carax sigue siendo mi favorita. Hoy, con tres décadas a mis espaldas, ya no tengo esperanzas de cambiar de opinión.

Mientras escribo estas líneas sobre el mostrador de la librería, mi hijo Julián, que mañana cumple diez años, me observa sonriente e intrigado por esa pila de cuartillas que crece y crece, quizá convencido de que su padre también ha contraído esa enfermedad de los libros y las palabras. Julián tiene los ojos y la inteligencia de su madre, y me gusta creer que quizá posee mi ingenuidad. Mi padre, que tiene dificultad para leer los lomos de los libros aunque no lo admita, está arriba en casa. Muchas veces me pregunto si es un hombre feliz, en paz, si nuestra compañía le ayuda o si vive dentro de sus recuerdos y de esa tristeza que siempre le ha perseguido. Bea y yo llevamos la librería ahora. Yo llevo las cuentas y los números. Bea hace las compras y atiende a los clientes, que la prefieren a ella más que a mí. No les culpo.

El tiempo la ha hecho fuerte y sabia. Casi nunca habla del pasado, aunque a menudo la sorprendo varada en uno de sus silencios, a solas consigo misma. Julián adora a su madre. Les observo juntos y sé que les une un lazo invisible que yo apenas puedo empezar a comprender. Me basta sentirme parte de su isla y saberme afortunado. La librería da para vivir sin lujos, pero soy incapaz de imaginarme haciendo otra cosa. Las ventas se reducen año a año. Yo soy optimista y me digo que lo que sube baja, y lo que baja, algún día ha de subir. Bea dice que el arte de leer se está muriendo muy lentamente, que es un ritual íntimo, que un libro es un espejo y que sólo podemos encontrar en él lo que ya llevamos dentro, que al leer ponemos la mente y el alma, y que ésos son bienes cada día más escasos. Cada mes recibimos ofertas para comprarnos la librería y transformarla en una tienda de televisores, de fajas o de alpargatas. No nos sacarán de aquí como no sea con los pies por delante.

Fermín y la Bernarda pasaron por la vicaría en 1958 y ya van por los cuatro críos, todos ellos varones y con la nariz y las orejas de su padre. Fermín y yo nos vemos menos que antes, aunque a veces aún repitamos aquel paseo por el rompeolas al alba y arreglemos el mundo a martillazos. Fermín dejó el empleo en la librería hace años y tomó el relevo a la muerte de Isaac Monfort al frente del Cementerio de los Libros Olvidados. Isaac está enterrado junto a Nuria en Montjuïc. Les visito a menudo. Hablamos. Siempre hay flores frescas sobre la tumba de Nuria.

Mi viejo amigo Tomás Aguilar se marchó a Alemania, donde trabaja como ingeniero para una empresa de maquinaria industrial inventando prodigios que nunca he llegado a comprender. A veces escribe cartas, siempre a nombre de su hermana Bea. Se casó hace un par de años y tiene una hija a la que no hemos visto nunca. Siempre envía recuerdos para mí, pero sé que le perdí hace años sin remedio. Me gusta pensar que la vida nos arrebata a los amigos de la infancia porque sí, pero no siempre me lo creo.

El barrio sigue como siempre, pero hay días en que me parece que la luz se atreve cada vez más, que vuelve a Barcelona, como si entre todos la hubiésemos expulsado pero nos hubiese perdonado al fin. Don Anacleto dejó la cátedra del instituto y ahora se dedica en exclusividad a la poesía erótica y a sus glosas de contraportadas, más monumentales que nunca. Don Federico Flaviá y la Merceditas se fueron a vivir juntos cuando falleció la madre del relojero. Hacen una pareja flamante, aunque no faltan los envidiosos que aseguran que la cabra tira al monte y que, de tarde en tarde, don Federico hace alguna escapadilla de picos pardos ataviado de faraona.

Don Gustavo Barceló cerró la librería y nos traspasó sus fondos. Dijo estar hasta el gorro del gremio y deseoso de emprender nuevos desafíos. El primero y último de ellos fue la creación de una editorial dedicada a la reedición de las obras de Julián Carax. El primer tomo, conteniendo sus tres primeras novelas (recuperadas de un juego de galeradas perdido en un guardamuebles de la familia Cabestany), vendió trescientos cuarenta y dos ejemplares, muchas decenas de miles detrás del éxito del año, una hagiografía ilustrada de El Cordobés. Don Gustavo se dedica ahora a viajar por Europa en compañía de damas distinguidas y a enviar postales de catedrales.

Su sobrina Clara se casó con el banquero millonario, pero su unión apenas duró un año. La lista de sus amantes sigue siendo prolija, aunque encoge año a año, como su belleza. Ahora vive sola en el piso de la plaza Real del que cada día sale menos. Hubo un tiempo en que la visitaba, más porque Bea me recordaba su soledad y su mala suerte que por mi propio deseo. Con los años he visto brotar en ella una amargura que quiere vestir de ironía y despego. A veces creo que sigue esperando que aquel Daniel hechizado de quince años acuda a adorarla en la sombra. La presencia de Bea, o de cualquier otra mujer, la envenena. La última vez que la vi se buscaba las arrugas del rostro con las manos. Me cuentan que a veces aún ve a su antiguo profesor de música, Adrián Neri, cuya sinfonía sigue inacabada y que al parecer ha hecho carrera como gigoló entre las damas del círculo del Liceo, donde sus acrobacias de alcoba le han merecido el apodo de La Flauta Mágica.

Los años no fueron generosos con la memoria del inspector Fumero. Ni siquiera quienes le odiaban y le temían parecen recordarle ya. Hace años me tropecé en el paseo de Gracia con el teniente Palacios, que dejó el cuerpo y se dedica ahora a dar clases de educación física en un colegio de la Bonanova. Me contó que todavía hay una placa conmemorativa en honor a Fumero en los sótanos de la comisaría central de Vía Layetana, pero la nueva máquina expendedora de refrescos a monedas la tapa completamente.

En cuanto al caserón de los Aldaya, sigue allí, contra todo pronóstico. Finalmente, la inmobiliaria del señor Aguilar consiguió venderlo. Fue restaurado completamente y las estatuas de los ángeles reducidas a gravilla para cubrir la pista del aparcamiento que ocupa lo que fuera el jardín de los Aldaya. Hoy en día es una agencia de publicidad, dedicada a la creación y promoción de esa rara poesía de los calcetines de punto, los flanes en polvo y los deportivos para ejecutivos de altos vuelos. Tengo que confesar que un día, alegando razones inverosímiles, me presenté allí y solicité visitar la casa. La vieja biblioteca en la que estuve a punto de perder la vida es ahora una sala de juntas decorada con carteles de anuncios de desodorantes y detergentes con poderes milagrosos. La habitación donde Bea y yo concebimos a Julián es ahora el baño del director general.

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