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Carlos Zafón: La sombra del viento

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Carlos Zafón La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad. La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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De una sacudida, Fumero trató de zafarse de aquellas manos que le mantenían el cuello inmovilizado y la mano que sostenía el revólver contra la pared. Carax no aflojaba la presa. Fumero rugió de rabia y ladeó la cabeza hasta morder el puño de Carax. Le poseía una furia animal. Escuché el chasquido de sus dientes desgarrando la piel muerta y vi los labios de Fumero rezumando sangre. Carax, ignorando el dolor, o quizá incapaz de sentirlo, asió entonces el puñal. Lo desclavo de la pared de un tirón y, ante la mirada aterrada de Fumero, ensartó la muñeca derecha del inspector contra la pared con un golpe brutal que hundió el filo en el panel de madera casi hasta la empuñadura. Fumero dejó escapar un terrible alarido de agonía. Su mano se desplegó en un espasmo y el revólver cayó a sus pies. Carax lo escupió hacia las sombras de un puntapié.

El horror de aquella escena había desfilado ante mis ojos en apenas unos segundos. Me sentía paralizado, incapaz de actuar o de articular un solo pensamiento. Carax se volvió hacia mí y me clavó la mirada. Contemplándole, acerté a reconstruir sus facciones perdidas que había imaginado tantas veces, contemplando retratos y escuchando viejas historias.

– Llévate a Beatriz de aquí, Daniel. Ella sabe lo que debéis hacer. No te separes de ella. No dejes que te la arrebaten. Nada ni nadie. Cuídala. Más que a tu vida.

Quise asentir, pero los ojos se me fueron a Fumero, que estaba forcejeando con el cuchillo que le atravesaba la muñeca. Lo arrancó de una sacudida y se desplomó de rodillas, sosteniéndose el brazo herido que le sangraba sobre el costado.

– Márchate -musitó Carax.

Fumero nos contemplaba cegado de odio desde el suelo, sosteniendo el cuchillo ensangrentado en su mano izquierda. Carax se dirigió hacia él. Escuché unos pasos apresurados acercándose y comprendí que Palacios había acudido en auxilio de su jefe alertado por los disparos. Antes de que Carax pudiese arrebatarle el cuchillo a Fumero, Palacios penetró en la biblioteca con el arma en alto.

– Atrás -advirtió.

Lanzó una rápida mirada a Fumero, que se incorporaba con dificultad, y luego nos observó, primero a mí y luego a Carax. Percibí el horror y la duda en aquella mirada.

– He dicho atrás.

Carax se detuvo y retrocedió. Palacios nos observaba fríamente, tratando de dilucidar cómo resolver la situación. Sus ojos se posaron sobre mí.

– Tú, lárgate. Esto no va contigo. Venga.

Dudé un instante. Carax asintió.

– De aquí no se va nadie -cortó Fumero-. Palacios, entrégueme su revólver.

Palacios permaneció en silencio.

– Palacios -repitió Fumero, alargando la mano totalmente velada de sangre en demanda del arma.

– No -murmuró Palacios, apretando los dientes.

Los ojos enloquecidos de Fumero se llenaron de desprecio y de furia. Aferró el arma de Palacios y lo empujó de un manotazo. Crucé una mirada con Palacios y supe lo que iba a suceder. Fumero alzó el arma lentamente. Le temblaba la mano y el revólver brillaba, reluciente de sangre. Carax retrocedió paso a paso, buscando la sombra, pero no había escapatoria. El cañón del revólver le seguía. Sentí que los músculos del cuerpo se me incendiaban de rabia. La mueca de muerte de Fumero, que se relamía de locura y rencor, me despertó de una bofetada. Palacios me miraba, negando en silencio. Le ignoré. Carax se había abandonado ya, inmóvil en el centro de la sala, esperando la bala.

Fumero nunca llegó a verme. Para él sólo existía Carax y aquella mano ensangrentada unida a un revólver. Me abalancé sobre él de un salto. Sentí que mis pies se levantaban del suelo, pero nunca llegué a recobrar el contacto. El mundo se había congelado en el aire. El estruendo del disparo me llegó lejano, como eco de tormenta que se aleja. No hubo dolor. El impacto del disparo me atravesó las costillas. La primera llamarada fue ciega, como si una barra de metal me hubiese golpeado con furia indecible y me hubiese propulsado en el vacío un par de metros, hasta derribarme al suelo. No sentí la caída, aunque me pareció que las paredes convergían y el techo descendía a toda velocidad como si ansiara aplastarme. Una mano me sostuvo la nuca y vi el rostro de Julián Carax inclinándose sobre mí. En mi visión, Carax aparecía exactamente como yo le había imaginado, como si las llamas nunca le hubiesen arrancado el semblante. Advertí el horror en su mirada, sin comprender. Vi cómo posaba su mano sobre mi pecho y me pregunté qué era aquel líquido humeante que brotaba entre sus dedos. Fue entonces cuando sentí aquel fuego terrible, como aliento de brasas devorándome las entrañas. Un grito quiso escapar de mis labios, pero afloró ahogado en sangre tibia. Reconocí el rostro de Palacios a mi lado, derrotado de remordimiento. Alcé la mirada y entonces la vi. Bea avanzaba lentamente desde la puerta de la biblioteca, el rostro ungido de horror y las manos temblorosas sobre los labios. Negaba en silencio. Quise advertirla, pero un frío mordiente me recorría los brazos y las piernas, abriéndose camino en mi cuerpo a cuchilladas.

Fumero acechaba oculto tras la puerta. Bea no reparó en su presencia. Cuando Carax se incorporó de un salto y Bea se volvió, alertada, el revólver del inspector ya le rozaba la frente. Palacios se lanzó a detenerle. Llegó tarde. Carax se cernía ya sobre él. Escuché su grito, lejano, llevando el nombre de Bea. La sala se prendió en el resplandor del disparo. La bala atravesó la mano derecha de Carax. Un instante más tarde, el hombre sin rostro caía sobre Fumero. Me incliné para ver cómo Bea corría a mi lado, intacta. Busqué a Carax con una mirada que se me apagaba, pero no le encontré. Otra figura había ocupado su lugar. Era Laín Coubert, tal y como había aprendido a temerle leyendo las páginas de un libro tantos años atrás. Esta vez, las garras de Coubert se hundieron en los ojos de Fumero y lo arrastraron como garfios. Acerté a ver cómo las piernas del inspector se arrastraban por la puerta de la biblioteca, cómo su cuerpo se debatía en sacudidas mientras Coubert lo arrastraba sin piedad hacia el portón, cómo sus rodillas golpeaban los escalones de mármol y la nieve le escupía en el rostro, cómo el hombre sin rostro le aferraba del cuello y, alzándolo como un títere, lo lanzaba contra la fuente helada, cómo la mano del ángel atravesaba su pecho y lo ensartaba y cómo el alma maldita se le derramaba en vapor y aliento negro que caía en lágrimas heladas sobre el espejo mientras sus párpados se agitaban hasta morir y sus ojos parecían astillarse con arañazos de escarcha.

Me desplomé entonces, incapaz de sostener la mirada un segundo más. La oscuridad se teñía de luz blanca y el rostro de Bea se alejaba en un túnel de niebla. Cerré los ojos y sentí las manos de Bea sobre mi rostro y el soplo de su voz suplicándole a Dios que no me llevase, susurrándome que me quería y que no me dejaría ir, que no me dejaría ir. Sólo recuerdo que me desprendí en aquel espejismo de luz y frío, que una rara paz me envolvió y se llevó el dolor y el fuego lento de mis entrañas. Me vi a mí mismo caminando por las calles de aquella Barcelona embrujada de la mano de Bea, casi ancianos. Vi a mi padre y a Nuria Monfort posando rosas blancas sobre mi tumba. Vi a Fermín llorando en brazos de la Bernarda, y a mi viejo amigo Tomás, que había enmudecido para siempre. Les vi como se ve a los extraños desde un tren que se aleja demasiado de prisa. Fue entonces, casi sin darme cuenta, cuando recordé el rostro de mi madre que había perdido tantos años atrás como si un recorte extraviado se hubiese deslizado de entre las páginas de un libro. Su luz fue cuanto me acompañó en mi descenso.

27 DE NOVIEMBRE DE 1955 POST MORTEM

La habitación era blanca, forjada de lienzos y cortinajes tejidos de vapor y de sol reluciente. Desde mi ventana se veía un mar azul infinito. Algún día, alguien querría convencerme de que no, que desde la clínica Corachán no se ve el mar, que sus habitaciones no son blancas ni etéreas y que el mar de aquel noviembre era una balsa de plomo fría y hostil, que siguió nevando todos los días de aquella semana hasta sepultar el sol y toda Barcelona bajo un metro de nieve y de que incluso Fermín, el eterno optimista, creía que yo iba a morir otra vez.

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