Julián me dijo entonces que todos los libros que había robado y destruido habían sido arrebatados de las manos de quienes no sentían nada por ellos, de gentes que se limitaban a comerciar con ellos o que los mantenían como curiosidades de coleccionistas y diletantes apolillados. Tú, que te negabas a vender el libro a ningún precio y tratabas de rescatar a Carax de los rincones del pasado, le inspirabas una extraña simpatía, y hasta respeto. Sin tú saberlo, Julián te observaba y te estudiaba.
– Quizá, si llega a averiguar quién soy y lo que soy, también él decida quemar el libro.
Julián hablaba con esa lucidez firme y tajante de los locos que se han librado de la hipocresía de atenerse a una realidad que no cuadra.
– ¿Quién es ese muchacho?
– Se llama Daniel. Es el hijo de un librero al que Miquel solía frecuentar en la calle Santa Ana. Vive con su padre en un piso encima de la tienda. Perdió a su madre de muy pequeño.
– Parece que estés hablando de ti.
– A lo mejor. Ese muchacho me recuerda a mí mismo.
– Déjale en paz, Julián. Es sólo un niño. Su único crimen ha sido admirarte.
– Eso no es un crimen, es una ingenuidad. Pero se le pasará. Quizá entonces me devuelva el libro. Cuando deje de admirarme y empiece a comprenderme.
Un minuto antes del desenlace, Julián se levantó y se alejó al amparo de las sombras. Durante meses nos vimos siempre así, a oscuras, en cines y callejones a media noche. Julián siempre me encontraba. Yo sentía su presencia silenciosa sin verle, siempre vigilante. A veces te mencionaba y, al oírle hablar de ti, me parecía detectar en su voz una rara ternura que le confundía y que hacía muchos años creía perdida en él. Supe que había regresado al caserón de los Aldaya y que ahora vivía allí, a medio camino entre espectro y mendigo, recorriendo la ruina de su vida y velando los restos de Penélope y del hijo de ambos. Aquél era el único lugar en el mundo que todavía sentía suyo. Hay peores cárceles que las palabras.
Yo acudía allí una vez al mes, para asegurarme de que estaba bien, o simplemente vivo. Saltaba la tapia medio derribada en la parte de atrás, invisible desde la calle. A veces le encontraba allí, otras veces Julián había desaparecido. Le dejaba comida, dinero, libros… Le esperaba durante horas, hasta el anochecer. En ocasiones me atrevía a explorar el caserón. Así averigüé que había destrozado las lápidas de la cripta y había extraído los sarcófagos. Ya no creía que Julián estuviese loco, ni veía monstruosidad en aquella profanación, tan sólo una trágica coherencia. Las veces que le encontraba allí hablábamos durante horas, sentados junto al fuego. Julián me confesó que había intentado volver a escribir, pero que no podía. Recordaba vagamente sus libros como si los hubiese leído, como si fuesen obra de otra persona. Las cicatrices de su intento estaban a la vista. Descubrí que Julián abandonaba al fuego páginas que había escrito febrilmente durante el tiempo en que no nos habíamos visto. Una vez, aprovechando su ausencia, rescaté un pliego de cuartillas de entre las cenizas. Hablaba de ti. Julián me había dicho alguna vez que un relato era una carta que el autor se escribe a sí mismo para contarse cosas que de otro modo no podría averiguar. Hacía tiempo que Julián se preguntaba si había perdido la razón. ¿Sabe el loco que está loco? ¿O los locos son los demás, que se empeñan en convencerle de su sinrazón para salvaguardar su existencia de quimeras? Julián te observaba, te veía crecer y se preguntaba quién eras. Se preguntaba si quizá tu presencia no era sino un milagro, un perdón que debía ganarse enseñándote a no cometer sus mismos errores. En más de una ocasión me pregunté si Julián no se había llegado a convencer de que tú, en aquella lógica retorcida de su universo, te habías convertido en el hijo que había perdido, en una nueva página en blanco para volver a empezar aquella historia que no podía inventar, pero que podía recordar.
Pasaron aquellos años en el caserón y cada vez más Julián vivía pendiente de ti, de tus progresos. Me hablaba de tus amigos, de una mujer llamada Clara de la que te habías enamorado, de tu padre, un hombre a quien admiraba y apreciaba, de tu amigo Fermín y de una muchacha en la que él quiso ver a otra Penélope, tu Bea. Hablaba de ti como de un hijo. Os buscabais el uno al otro, Daniel. Él quería creer que tu inocencia le salvaría de sí mismo. Había dejado de perseguir sus libros, de desear quemar y destruir su rastro en la vida. Estaba aprendiendo a volver a memorizar el mundo a través de tus ojos, de recuperar al muchacho que había sido en ti. El día que viniste a casa por primera vez sentí que ya te conocía. Fingí recelo para ocultar el temor que me inspirabas. Tenía miedo de ti, de lo que podrías averiguar. Tenía miedo de escuchar a Julián y empezar a creer como él que realmente todos estábamos unidos en una extraña cadena de destinos y azares. Tenía miedo de reconocer al Julián que había perdido en ti. Sabía que tú y tus amigos estabais investigando en nuestro pasado. Sabía que tarde o temprano descubrirías la verdad, pero a su debido tiempo, cuando pudieras llegar a comprender su significado. Sabía que tarde o temprano tú y Julián os encontraríais. Ése fue mi error. Porque alguien más lo sabía, alguien que presentía que, con el tiempo, tú le conducirías a Julián: Fumero.
Comprendí lo que estaba sucediendo cuando ya no había vuelta atrás, pero nunca perdí la esperanza de que perdieras el rastro, de que te olvidases de nosotros o de que la vida, la tuya y no la nuestra, te llevase lejos, a salvo. El tiempo me ha enseñado a no perder las esperanzas, pero a no confiar demasiado en ellas. Son crueles y vanidosas, sin conciencia. Hace ya mucho tiempo que Fumero me pisa los talones. El sabe que caeré, tarde o temprano. No tiene prisa, por eso parece incomprensible. Vive para vengarse. De todos y de sí mismo. Sin la venganza, sin la rabia, se evaporaría. Fumero sabe que tú y tus amigos le llevaréis hasta Julián. Sabe que después de casi quince años, ya no me quedan fuerzas ni recursos. Me ha visto morir durante años y sólo espera el momento de asestarme el último golpe. Nunca he dudado que moriré en sus manos. Ahora sé que el momento se acerca. Entregaré estas páginas a mi padre con el encargo de que te las haga llegar si me sucede algo. Ruego a ese Dios con quien nunca me crucé que no llegues a leerlas, pero presiento que mi destino, pese a mi voluntad y pese a mis vanas esperanzas, es entregarte esta historia. El tuyo, pese a tu juventud y tu inocencia, es liberarla.
Cuando leas estas palabras, esta cárcel de recuerdos, significará que ya no podré despedirme de ti como hubiera querido, que no podré pedirte que nos perdones, sobre todo a Julián, y que cuides de él cuando yo no esté ahí para hacerlo. Sé que no puedo pedirte nada, salvo que te salves. Quizá tantas páginas me han llegado a convencer de que pase lo que pase, siempre tendré en ti a un amigo, que tú eres mi única y verdadera esperanza. De todas las cosas que escribió Julián, la que siempre he sentido más cercana es que mientras se nos recuerda, seguimos vivos. Como tantas veces me ocurrió con Julián, años antes de encontrarme con él, siento que te conozco y que si puedo confiar en alguien, es en ti. Recuérdame, Daniel, aunque sea en un rincón y a escondidas. No me dejes ir.
Nuria Monfort
LA SOMBRA DEL VIENTO 1955
Amanecía ya cuando acabé de leer el manuscrito de Nuria Monfort. Aquélla era mi historia. Nuestra historia. En los pasos perdidos de Carax reconocía ahora los míos, irrecuperables ya. Me levanté, devorado por la ansiedad, y empecé a recorrer la habitación como un animal enjaulado. Todos mis reparos, mis recelos y temores se deshacían ahora en cenizas, insignificantes. Me vencía la fatiga, el remordimiento y el miedo, pero me sentí incapaz de quedarme allí, escondiéndome del rastro de mis acciones. Me enfundé el abrigo, metí el manuscrito doblado en el bolsillo interior y corrí escaleras abajo. Había empezado a nevar cuando salí del portal y el cielo se deshacía en lágrimas perezosas de luz que se posaban en el aliento y desaparecían. Corrí hacia la plaza Cataluña, desierta. En el centro de la plaza, solo, se alzaba la silueta de un anciano, o quizá fuera un ángel desertor, tocado de cabellera blanca y enfundado en un formidable abrigo gris. Rey del alba, alzaba la mirada al cielo e intentaba en vano atrapar copos de nieve con los guantes, riéndose. Al cruzar a su lado me miró y sonrió con gravedad, como si pudiera leerme el alma de un vistazo. Tenía los ojos dorados, como monedas embrujadas en el fondo de un estanque.
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