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Carlos Zafón: La sombra del viento

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Carlos Zafón La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad. La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– Casi todos han contribuido con lo que han podido. Cógelo, por, favor. No por ti, por nosotros.

Aquella noche acudí al piso de la Ronda de San Antonio. Julián me esperaba como siempre, sentado en la oscuridad. Había escrito un poema para mí, dijo. Era lo primero que escribía en nueve años. Quise leerlo, pero me rompí en sus brazos. Se lo conté todo, porque ya no podía más. Porque temía que Fumero, tarde o temprano, le encontraría. Julián me escuchó en silencio, sosteniéndome en sus brazos y acariciándome el pelo. Era la primera vez en años que sentía que, por una vez, me podía apoyar en él. Quise besarle, enferma de soledad, pero Julián no tenía labios ni piel que entregarme. Me dormí en sus brazos, acurrucada en el lecho de su habitación, un camastro de muchacho. Cuando desperté, Julián no estaba allí. Escuché sus pasos en el terrado al alba y fingí estar todavía dormida. Más tarde, aquella mañana, oí la noticia por la radio sin caer en la cuenta. Un cuerpo había sido hallado en un banco en el paseo del Borne, contemplando la basílica de Santa María del Mar sentado con las manos cruzadas sobre el regazo. Una bandada de palomas que le picoteaban los ojos llamó la atención de un vecino, que alertó a la policía. El cadáver tenía el cuello roto. La señora Sanmartí lo identificó como el de su esposo, Pedro Sanmartí Monegal. Cuando el suegro del difunto recibió la noticia en su asilo de Bañolas, dio gracias al cielo y se dijo que ahora ya podía morir en paz.

13

Julián escribió una vez que las casualidades son las cicatrices del destino. No hay casualidades, Daniel. Somos títeres de nuestra inconsciencia. Durante años había querido creer que Julián seguía siendo el hombre de quien me había enamorado, o sus cenizas. Había querido creer que saldríamos adelante con soplos de miseria y de esperanza. Había querido creer que Laín Coubert había muerto y había regresado a las páginas de un libro. Las personas estamos dispuestas a creer cualquier cosa antes que la verdad.

El asesinato de Sanmartí me abrió los ojos. Comprendí que Laín Coubert seguía vivo y coleando. Más que nunca. Se hospedaba en el cuerpo ajado por las llamas de aquel hombre del que no quedaba ni la voz y se alimentaba de su memoria. Descubrí que había encontrado el modo de entrar y salir del piso de la Ronda de San Antonio a través de una ventana que daba al tragaluz central sin necesidad de forzar la puerta que yo cerraba cada vez que me iba de allí. Descubrí que Laín Coubert, disfrazado de Julián, había estado recorriendo la ciudad, visitando el caserón de los Aldaya. Descubrí que en su locura había regresado a aquella cripta y había quebrado las lápidas, que había extraído los sarcófagos de Penélope y de su hijo. «¿Qué has hecho, Julián?»

La policía me esperaba en casa para interrogarme sobre la muerte del editor Sanmartí. Me condujeron a jefatura, donde después de cinco horas de espera en un despacho a oscuras, se presentó Fumero vestido de negro y me ofreció un cigarrillo.

– Usted y yo podríamos ser buenos amigos, señora Moliner. Me dicen mis hombres que su esposo no está en casa.

– Mi marido me ha dejado. No sé donde está.

Me derribó de la silla de una bofetada brutal. Me arrastré hasta un rincón, presa de pánico. No me atreví a alzar la vista. Fumero se arrodilló a mi lado y me aferró del pelo.

– Entérate bien, furcia de mierda: le voy a encontrar, y cuando lo haga, os mataré a los dos. A ti primero, para que el te vea con las tripas colgando. Y luego a él, una vez le haya contado que la otra ramera a la que envió a la tumba era su hermana.

– Antes te matará él a ti, hijo de puta.

Fumero me escupió en la cara y me soltó. Creí entonces que me iba a destrozar de una paliza, pero escuché sus pasos alejándose por el pasillo. Temblando, me incorporé y me limpié la sangre de la cara. Podía oler la mano de aquel hombre en la piel, pero esta vez reconocí el hedor del miedo.

Me retuvieron en aquel cuarto, a oscuras y sin agua, durante seis horas. Cuando me soltaron ya era de noche. Llovía a cántaros y las calles ardían de vapor. Al llegar a casa me encontré un mar de escombros. Los hombres de Fumero habían estado allí. Entre muebles caídos, cajones y estanterías derribadas, encontré mi ropa hecha jirones y los libros de Miquel destrozados. Sobre mi cama encontré una pila de heces y sobre la pared, escrito con excrementos, se leía «Puta».

Corrí al piso de la Ronda de San Antonio, dando mil rodeos y asegurándome de que ninguno de los esbirros de Fumero me hubiera seguido hasta el portal de la calle Joaquín Costa. Crucé los tejados anegados de lluvia y comprobé que la puerta del piso seguía cerrada. Entré con sigilo, pero el eco de mis pasos delataba la ausencia. Julián no estaba allí. Le esperé sentada en el comedor oscuro, escuchando la tormenta, hasta el alba. Cuando la bruma del amanecer lamió los postigos del balcón, subí al terrado y contemplé la ciudad aplastada bajo cielos de plomo. Supe que Julián no volvería allí. Ya le había perdido para siempre.

Volví a verle dos meses después. Me había metido en un cine por la noche, sola, incapaz de volver al piso vacío y frío. A media película, una bobada de amoríos entre una princesa rumana deseosa de aventura y un apuesto reportero norteamericano inmune al despeine, un individuo se sentó a mi lado. No era la primera vez. Los cines de aquella época andaban plagados de fantoches que apestaban a soledad, orines y colonia, blandiendo sus manos sudorosas y temblorosas como lenguas de carne muerta. Me disponía a levantarme y avisar al acomodador cuando reconocí el perfil ajado de Julián. Me aferró la mano con fuerza y permanecimos así, mirando a la pantalla sin verla.

– ¿Mataste tú a Sanmartí? -murmuré.

– ¿Alguien le encuentra a faltar?

Hablábamos con susurros, bajo la atenta mirada de los hombres solitarios sembrados por el patio de butacas que se recomían de envidia ante el aparente éxito de aquel sombrío competidor. Le pregunté dónde se había estado ocultando pero no me respondió.

– Existe otra copia de La Sombra del Viento -murmuró-. Aquí, en Barcelona.

– Te equivocas, Julián. Las destruiste todas.

– Todas menos una. Al parecer, alguien más astuto que yo la escondió en un lugar donde nunca podría encontrarla. Tú.

Fue así cómo oí hablar de ti por primera vez. Un librero fanfarrón y bocazas llamado Gustavo Barceló había estado presumiendo frente a algunos coleccionistas de haber localizado una copia de La Sombra del Viento. El mundo de los libros de anticuario es una cámara de ecos. En apenas un par de meses, Barceló estaba recibiendo ofertas de coleccionistas de Berlín, París y Roma para adquirir el libro. La enigmática fuga de Julián de París tras un sangriento duelo y su rumoreada muerte en la guerra civil española habían conferido a sus obras un valor de mercado que nunca hubieran podido soñar. La leyenda negra de un individuo sin rostro que recorría librerías, bibliotecas y colecciones privadas para quemarlas sólo contribuía a multiplicar el interés y la cotización. «Llevamos el circo en la sangre», decía Barceló.

Julián, que seguía persiguiendo la sombra de sus propias palabras, no tardó en oír el rumor. Supo así que Gustavo Barceló no tenía el libro, pero que al parecer el ejemplar era propiedad de un muchacho que lo había descubierto por accidente y que, fascinado por la novela y por su enigmático autor, se negaba a venderlo y lo conservaba como su más preciada posesión. Aquel muchacho eras tú, Daniel.

– Por el amor de Dios, Julián, no irás a hacerle daño a un crío… -murmuré, no muy segura.

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